viernes, 22 de febrero de 2008

Por orden del rey

POR ORDEN DEL REY

Novela

Javier Baptista, S.J.

Laureano Arenas (1690-1768)

El joven Laureano Arenas, después de un largo paseo a orillas del mar se dijo a sí mismo, por fin, que ya había llegado la hora de escribir la carta que tantas veces había redactado en su cabeza. Aunque ya estaba decidido a hacerse jesuita, y contaba con la aceptación de sus padres, estaba posponiendo el momento sin ninguna razón. Al regresar a su casa se hizo la señal de la cruz y escribió:

"En Lima, a los veinte días del mes de febrero de este año del Señor de 1706. Al Padre Fernando Suárez, provincial. Mi reverendo Padre Fernando Suárez. Escribo ésta con mucha humildad en Nuestro Señor, haciéndole saber cómo de muchos años a esta parte el Señor se ha servido hacer nacer en mi corazón ardientes deseos de servirlo en la santa Compañía de Jesús, con muchos pensamientos de trabajar entre chunchos [1] y sobre todo de ir a la doctrina de Juli o a las misiones de los moxos, y sintiéndome muy llamado a servir a nuestro Dios como misionero en lejanas tierras, me ha parecido bien manifestar mi preferencia por esos lugares de indios en vez de Lima, estando siempre empero con ánimo de obedecer, y si con parecer contrario a estas aspiraciones mías me dejan los superiores en Lima, mi ciudad natal, o en otra ciudad de españoles, lo aceptaré con gozo buscando siempre el bien de mi alma y de otras. De mi familia sé decir que somos piadosos, muy respetuosos de todas las leyes, mi padre es boticario de oficio y tiene buen pasar, un hermano de mi madre es padre de San Francisco. Tengo tres hermanos y dos hermanas, quienes estarán siempre pendientes de mis padres en la enfermedad y en la edad

avanzada. Tengo recibidos los sacramentos de bautismo, confirmación, confesión y comunión, y mi salud, gracias a Dios, es buena. Estudié en nuestro colegio de San Martín de Lima, como bien sabe Vuestra Reverencia, y estuve y estoy en la Congregación Mariana. Pueden dar razón de mí todos los padres y hermanos de Lima. Guarden con bien Nuestro Señor y Nuestra Señora a Vuestra Reverencia. De usted su humilde servidor. Laureano Arenas".

Laureano Arenas fue recibido en el noviciado de Lima el 2 de febrero de 1708, e hizo en el colegio San Pablo, de la misma ciudad de Lima, todos sus estudios de humanidades, filosofía y teología. Habiéndose ordenado sacerdote en 1720, de inmediato fue destinado a dar misiones populares en todo el territorio de la provincia del Perú. Muy pronto se destacó como predicador notable. Durante 20 años dio misiones populares y ejercicios espirituales, y varias veces, en Lima, Cuzco, Arequipa, Huamanga, La Paz, Potosí, Chuquisaca, Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra. Fue sin duda el jesuita que conocía mejor la provincia del Perú.

Su profunda espiritualidad, su tacto y prudencia, hicieron que fuera nombrado provincial del Perú, de 1743 a 1749. Visitó en 1746 la misión de Mojos, de la que quedó prendado. En Mojos ordenó que se haga la delimitación bien precisa de los terrenos de las reducciones y que se pinte en una de las paredes del primer patio de la reducción de San Pedro un mapa detallado de las misiones de Mojos.

Tan bien lo hizo como provincial, que en 1750 el padre general Francisco Retz lo nombró visitador y provincial de la provincia del Paraguay, para hacer cumplir el tratado de límites entre España y Portugal, suscrito el 13 de enero de ese año 1750 en Madrid, conocido luego por los jesuitas como el "triste tratado". El padre Arenas quedó muy sorprendido al recibir la carta del padre Retz. Una frase de la carta le hizo entrever las razones de ese nombramiento. El padre general suponía que su corazón no estaría muy apegado a los pueblos guaraníes.

A orillas del río de La Plata, en territorio español según los españoles, y en territorio portugués según los portugueses, en 1680 Portugal había fundado un pueblo, al que había llamado Colonia del Sacramento, conocido como Colonia o como Sacramento. Ese mismo año España tomó Colonia. En 1681 se suscribió un tratado entre España y Portugal, por el cual la Colonia del Sacramento volvía a Portugal. Recién en 1683 las autoridades de Buenos Aires la devolvieron a los portugueses por órdenes de Madrid.

Los españoles no dejaron de atacar Colonia. En sus ataques, por orden del gobernador de Buenos Aires participaban los guaraníes de las reducciones de los jesuitas, los cuales iban con ellos como capellanes. Por el tratado de 1701 Portugal entregó Colonia a España. Por el tratado de Utrecht de 1715, España renunció a Colonia.

Las autoridades de Buenos Aires, siempre temerosas debido al avance de los portugueses, y deseando eliminar el continuo contrabando que se llevaba a cabo en la Colonia del Sacramento, la retomaron en 1723, 1725 y 1737. En 1735 murió en la Colonia del Sacramento el padre Juan Werle, alemán, que acompañó como capellán a 4.000 guaraníes de las reducciones.

Seis días antes de firmarse el tratado, el padre general, Francisco Retz, el 7 de enero de 1750 había aconsejado al provincial del Paraguay, padre Antonio Santamaría, evacuar los pueblos antes de la llegada de los comisionados, y permitir, a los que lo desearen, quedarse en sus pueblos bajo régimen portugués. Esa carta llegó demasiado tarde, y además, el padre Santamaría, provincial, y el padre Teodoro Wasmann, superior de la misión, y todos los demás misioneros, sin excepción, sabían bien que los guaraníes no aceptarían de ningún modo dejar sus tierras, ni tampoco quedarse en ellas bajo régimen portugués.

Por otra parte, las reducciones que no estaban comprendidas en el tratado estaban ya superpobladas. Y ya no había espacio suficiente para fundar siete nuevos pueblos en condiciones favorables. Por un lado tendrían que acercarse demasiado a los poblados españoles, con peligro de conflictos e incluso de enfrentamientos, y por otro se encontrarían en continuo peligro de ser atacados por los bárbaros.

Con la esperanza de lograr cambios en el tratado, evitando la entrega de las misiones a Portugal, el padre Santamaría, de acuerdo con todos los misioneros, en vez de proceder ya a la evacuación de los pueblos afectados, multiplicó los esfuerzos para convencer a las autoridades españolas no sólo del daño que se ocasionaría a las misiones, sino también del peligro que suponía para los territorios españoles ese notable acercamiento de los portugueses.

El 13 de enero de 1750 se suscribió en Madrid el tratado por el cual Portugal cedía a España la Colonia del Sacramento a cambio de siete pueblos de las misiones de los jesuitas en la gobernación de Buenos Aires. Por ese tratado Portugal renunciaba a la Colonia del Sacramento, a la libre navegación en el río de La Plata y a la zona situada entre los ríos Yapurá y Amazonas, en los confines con la audiencia de Quito. A cambio, España cedía a Portugal la región de Castillos Grandes, hasta el nacimiento del río Ibicuí, el territorio entre los ríos Uruguay e Ibicuí, en la gobernación de Buenos Aires, y el territorio situado entre el pueblo de Santa Rosa y la banda oriental del río Guaporé, en la audiencia de La Plata.

Confirmada la noticia de la suscripción del tratado, el padre Santamaría, que antes había escrito pidiendo que se evite la inclusión de los siete pueblos en el tratado, volvió a escribir al provincial de Toledo pidiendo que insista en la modificación del tratado, que tal como estaba suscrito, era sumamente perjudicial a España, teniendo además en cuenta la imposibilidad de realizar el traslado de tanta gente a territorios no comprendidos en el tratado.

Uno de los padres, doctrinero del pueblo de San Miguel, Joaquín Arrázola, natural de Santiago del Estero, por iniciativa propia, informando al provincial, escribió al padre Francisco Segovia, jesuita confesor del rey Fernando VI, manifestándole que su conciencia le impedía obedecer la orden impartida. Le escribió: “Obedecer una orden humana que va en contra de las leyes natural, divina, eclesiástica y civil es ofender a Dios”.

El padre Arenas llegó a Córdoba el 27 de enero de 1752. A su llegada se encontró con las cartas del nuevo general de la Compañía, Ignacio Visconti, elegido el 4 de julio de 1751, fechadas el 21 de julio del mismo año, dirigidas a él y al superior de la misión, padre Teodoro Wasmann, ordenando a todos los jesuitas de la provincia del Paraguay facilitar por todos los medios posibles la tarea de los comisionados reales, “sin resistencia, contradicción ni excusa, bajo pena de pecado mortal”.

El provincial saliente, padre Santamaría, le dijo al padre Arenas: "Portugal cede a España, además de la Colonia del Sacramento, zonas infectadas de paludismo, difíciles de colonizar, y España cede a Portugal la banda oriental del río Uruguay, fértil, bien poblada, dos veces más grande que Portugal". Y añadió en voz más baja: "Me parece que ni el rey de España ni nuestro padre general se han dado cuenta de esto".

Preguntó el padre Arenas: "¿No puede intervenir el padre Segovia ante el rey?". Dijo el padre Santamaría: "Hemos intentado por diversas vías hacerle llegar nuestro parecer, y también por medio del provincial de Toledo, pero o no le llegan los papeles, o no entiende o se desentiende. Con mi permiso el padre Joaquín Arrázola ha enviado al padre Segovia un memorial impugnando la demarcación con energía. No ha llegado aún ninguna respuesta".

Con fuerte acento alemán, bien gutural, el padre Wasmann se puso a recorrer con su grueso dedo índice el mapa puesto en la mesa grande del comedor de la residencia del provincial en Córdoba: "Son siete los pueblos que tenemos que entregar a Portugal: San Borja, San Nicolás, San Luis, San Lorenzo, San Miguel, San Juan y Santo Angel, con un total de 30.000 habitantes, aproximadamente. Y no contamos los bárbaros que no están en las reducciones. Calculo que serán el doble, por lo menos. Además, los pueblos de Concepción, Santa Cruz, Santo Tomás y San Javier, que quedan del lado español, tienen tierras en el lado que hay que ceder a Portugal.

Dijo el padre Santamaría: "Si nuestros guaraníes se quedan en sus pueblos, todos serán esclavizados. Y tampoco aceptarán dejar sus tierras. Parece que nadie le ha hecho entender esto a nuestro padre general. Supongo que sabe Vuestra Reverencia que tanto el rey de España como el rey de Portugal suponen que los guaraníes se resistirán, y han firmado un convenio por el cual se comprometen ambos a hacer cumplir el tratado por medio de las armas, si es necesario. Y le digo a vuestra reverencia, que no podremos evitar una masacre".

Viendo ya que era imposible evitar el traslado, el padre Arenas ordenó al padre Wasmann comunicar la noticia a los guaraníes de los siete pueblos y designó a cuatro misioneros para buscar terrenos adecuados para establecer los nuevos pueblos en la margen occidental del río Uruguay. Después de agotadora búsqueda, los padres y sus acompañantes no pudieron encontrar sitios aptos. Los lugares disponibles carecían de agua, eran pedregosos o estériles, estaban infectados de hormigas, o se encontraban muy cerca de los belicosos charrúas, que impedirían sin duda el asentamiento de poblados en tierras que consideraban suyas.

El 20 de febrero de 1752 llegaron a Buenos Aires el padre José Valverde, comisionado del padre general Ignacio Visconti, y Gaspar Campoverde, comisionado del rey de España. Un padre dijo: “El Valverde y el Campoverde nos van a dejar sin valle verde ni campo verde”. Unas semanas antes había llegado el comisionado portugués, Antonio Andrade.

Convencidos por el padre Arenas, el padre Valverde y el comisionado Campoverde insistieron ante el comisionado portugués sobre la necesidad de conceder a los guaraníes un término de tres años. Andrade dio su consentimiento. El padre Valverde informó del acuerdo al padre Arenas, quien comunicó a las reducciones que podían proceder a preparar las sementeras para la próxima cosecha.

Sin embargo, retractándose del consentimiento dado, Andrade escribió desde Río Grande a Campoverde el 21 de abril de 1752 ordenando el inmediato traslado de los pueblos. Obedeciendo al padre Valverde, el padre Arenas y el padre Wasmann ordenaron a los guaraníes abandonar de inmediato sus pueblos. Muchos guaraníes no acataron la orden. Su rebelión (1754-1756), absolutamente inútil, y la represalia consiguiente por parte de las tropas españolas y portuguesas, que fue en realidad una masacre, fue llamada con todo descaro "guerra guaraní" por los españoles y los portugueses. Los jesuitas fueron acusados de ser los instigadores de la desobediencia al rey.

Terminado tan tristemente su provincialato en la provincia del Paraguay, en 1757 el padre Arenas volvió a la provincia del Perú. Al dejar su cargo escribió al padre general: “Nuestros padres vivieron primero una gran confusión en 1750, producida por la noticia de la entrega de los siete pueblos a Portugal, y luego, en 1751 creyeron ingenuamente que era posible encontrar un arreglo que permita modificar el tratado, vana esperanza que en cuanto llegó el padre visitador en 1752 fue amenguando, y luego en 1753, el celo del padre visitador por hacer cumplir el tratado y la urgencia puesta para llevarlo a cabo, atendiendo más al comisionado portugués que a nuestras instancias para proceder con calma, contribuyeron al alzamiento, que fue inevitable. Me voy con dolor, padre mío, porque sé que la historia que se escribirá de estos sucesos dirá que los indios, a quienes se considera sumisos, mansos y sin cabeza, sólo pudieron hacer lo que hicieron por haber sido soliviantados por nuestros padres en clara desobediencia a las órdenes de nuestro monarca, que Dios guarde, cosa que es absolutamente falsa”.

Llegado al Perú, el padre Arenas, a petición suya fue destinado a Mojos. Trabajó en San Ignacio hasta 1760, y luego fue nombrado superior del colegio San Pablo de Lima. En 1763 se supo que el virrey don Manuel Amat había decidido enviar a Mojos desde Arica una media docena de cañones y un contingente de 500 soldados para impedir el avance de los portugueses en territorios del virreinato.

El padre Arenas había dicho en un corrido de caballeros, que sólo la omnipotencia divina era capaz de poner en Mojos esas piezas de artillería a través de llanuras inundadas y cachuelas, y que en vez de mandar tropas desde Lima, lo que debía hacerse era reclutar gente de Santa Cruz, Cochabamba y Chuquisaca, y sobre todo, armar mejor a los indios. Y además, había dicho que no se necesitaba ser militar para saber que en vez de llevar cañones desde Arica, se los podía fabricar en las mismas misiones, pues donde se hacen campanas se pueden hacer cañones. Las opiniones del padre Arenas llegaron a oídos del virrey, quien insinuó al provincial que fuera servido de sacar de Lima a dicho padre, pues con su prestigio intervenía muy inconvenientemente en el gobierno. El padre Arenas tuvo que viajar, nada disgustado, a Cochabamba, como rector del colegio San Luis Gonzaga.

El gobernador de Buenos Aires, Francisco de Paula Bucareli, recibió unos despachos de Madrid el 7 de junio de 1767, por los que se enteró de que estaba encargado de la ejecución del decreto de expulsión de los jesuitas en las casas de la provincia del Paraguay, con excepción de las de Tarija y de las misiones de Chiquitos, confiadas al presidente de la audiencia de Charcas. Recibió además la comisión de hacer llegar el decreto al virrey del Perú, al presidente de la audiencia de Charcas y al gobernador de Chile.

El teniente José Ignacio de Merlo llegó a Chuquisaca con los despachos de Bucareli el 17 de julio de 1767, y al día siguiente continuó su viaje a Lima. Dentro de la jurisdicción de la audiencia de La Plata se encontraban las casas de Chuquisaca, Potosí, Cochabamba, Oruro, La Paz, Juli, Santa Cruz de la Sierra, y las misiones de Mojos, pertenecientes a la provincia del Perú, y las casas de Tarija y de las misiones de Chiquitos, pertenecientes a la provincia del Paraguay. Prontamente, Martínez de Tineo envió propios a todos esos lugares, con las normas precisas contenidas en el documento de don Pedro Pablo Abarca, conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla.

Los comisionados debían reunir la tropa necesaria disimuladamente. Procediendo con presencia de ánimo y precaución, los ejecutores tenían que rodear previamente las casas de los jesuitas con el objeto de impedir que nadie entre y salga sin su conocimiento y noticia. Reunida la comunidad al toque de campana, en presencia de un escribano y varios testigos, debía procederse a la lectura del real decreto y ocupación de temporalidades, expresando en la diligencia los nombres de todos los jesuitas concurrentes.

En el caso de encontrarse alguno ausente en otro pueblo o paraje no distante, debería el ejecutor requerir al superior mandarlo llamar, sin dar explicaciones, para que se restituya instantáneamente, y luego, con carta abierta de éste, enviar una persona segura para conducirlo sin pérdida de tiempo. Hecha la intimación, se procederá en compañía del superior y procurador de la casa, a la ocupación judicial de archivos, biblioteca común, libros de aposentos, distinguiendo los que pertenecen a cada jesuita.

Se cerrará la iglesia para proceder más tarde al inventario, con asistencia del superior y del procurador, en presencia del provisor, vicario eclesiástico o cura del pueblo. Los novicios deberán ser separados inmediatamente de los demás y trasladados a casas particulares, donde con plena libertad y conocimiento de la perpetua expatriación que se impone a los individuos de su orden, puedan tomar el partido a que su inclinación le indujese. Cada novicio, cualquiera que fuese su decisión, deberá firmarla de su nombre y puño. El comisionado no debe permitir presiones para que abrace el uno o el otro extremo, por quedar del todo al único y libre arbitrio del interesado. A los novicios que elijan el destierro no se les asignará pensión vitalicia por hallarse en tiempo de restituirse al siglo o trasladarse a otra orden religiosa, con conocimiento de quedar expatriados para siempre.

El 8 de agosto de 1767, el gobernador de Cochabamba, teniente coronel Gabriel Aldunate, se encontraba en Capinota en visita de recaudación de los reales tributos. Allí recibió los despachos enviados por el presidente de la audiencia de Charcas, Victorino Martínez de Tineo.

Al anochecer del 29 de agosto Aldunate hizo llamar a su casa, situada en la calle Santa Teresa, a cuatro capitanes. Les ordenó presentarse a las 9 de la noche con sus compañías, sin estruendo ni ruido alguno de cajas y tambores. Cada compañía contaba con cincuenta hombres. Convocó también para la misma hora a los miembros del cabildo. A todos les explicó las razones de la convocatoria y los exhortó a la fidelidad y cumplimiento de su obligación. Ordenó luego a los capitanes cercar a las 12 de la noche el manzano del colegio San Luis Gonzaga.

A las 4 de la mañana del día 30 de agosto, Aldunate, con los miembros del cabildo y algunos soldados, tocó la campanilla del colegio San Luis Gonzaga. Al hermano portero le dijo que llamara inmediatamente al padre rector. Aldunate entró al colegio acompañado por el alcalde ordinario de primer voto, Luis Peñafiel, el alcalde ordinario de segundo voto, Juan Santelices, y pararon de conjueces el alguacil mayor Filiberto Rodríguez y el regidor Manuel Alba. Estuvieron también presentes el escribano Lucas Mariscal, el capitán Justino Zapata y cuatro soldados.

Aldunate y sus acompañantes fueron recibidos en el cuarto del padre rector, Laureano Arenas. El gobernador lo saludó muy urbanamente, con lágrimas en los ojos. A petición suya ordenó el padre Arenas al hermano portero, Santiago Jócano, que convoque a su cuarto a todos los miembros de la comunidad. El hermano Jócano fue pasando por los diferentes aposentos comunicando la orden del padre superior. Todos fueron llegando uno por uno: Los padres Manuel de Casafranca, Ignacio Lazcano, Juan de Dios Lopetegui, el hermano León Bravo y el padre Alfonso Barrionuevo, de la comunidad del colegio San Juan Bautista de Chuquisaca, que había llegado a Cochabamba como acompañante del arzobispo Pedro Miguel de Argandoña, que estaba haciendo la visita pastoral.

Volvió el hermano Jócano. Al padre Arenas en voz baja le dijo: ”El padre Muñoz no está en su cuarto. Lo he buscado por todas partes. No está”. El padre Pedro Muñoz era maestro de gramática, misionero popular en castellano y quichua y confesor del convento de Santa Teresa. El padre Arenas le dijo al gobernador Aldunate: “Falta un padre, el padre Pedro Muñoz”. Aldunate frunció el ceño. Llamó al capitán Zapata: “Falta el padre Muñoz. Vaya a buscarlo con cuatro soldados. Búsquenlo en toda la casa, en la biblioteca, en la cripta, en el campanario, en las cúpulas. No dejen ni un rincón. Revisen también la huerta, las caballerizas, el corral, la troje y el horno. Y pregunten bien a los pongos”.

Todos en silencio esperaron. El gobernador Aldunate le dijo al padre Arenas: ”Haga traer sillas. Esperaremos lo que sea necesario”. No había en el cuarto del padre Arenas más que dos sillas. Ya los padres Lopetegui y Casafranca se habían sentado en la cama del padre Arenas, medio tendida rápidamente. Cumpliendo la orden del superior salieron a buscar las sillas los hermanos Jócano y Bravo. El gobernador Aldunate ordenó al alguacil que vaya con ellos. Regresaron pronto los de las sillas, pero casi dos horas pasaron y los soldados no volvían. Fueron todos regresando. “No está en ninguna parte”. Dijo Aldunate: “No podemos esperar más. Yo me ocuparé del padre Muñoz. Aquí todos lo conocemos. No podrá estar oculto mucho tiempo”. Ya sin esperar más, dio al escribano la orden de anotar los nombres y oficios de los padres y hermanos, indicando sus lugares de nacimiento y sus edades.

Procedió el escribano. Sacerdotes: Laureano Arenas, rector del colegio, criollo natural de Lima, de 77 años; Manuel de Casafranca, ministro, ecónomo y prefecto de sacristía, peninsular natural de Segovia, de 53 años; Ignacio Lazcano, procurador de las misiones de Mojos, peninsular natural de Guipúzcoa, de 64 años; Juan de Dios Lopetegui, padre espiritual de la comunidad y director de la escuela de Cristo, peninsular natural de San Sebastián, de 62 años; Pedro Muñoz, predicador, obrero de españoles e indios, criollo natural de Cochabamba, de 33 años (se ocultó); Alfonso Barrionuevo, predicador, obrero de españoles e indios, criollo natural de Potosí, de 58 años, de la comunidad del colegio San Juan Bautista de Chuquisaca. Hermanos: León Bravo, sacristán, cocinero, hortelano y ayudante del procurador de Mojos, criollo natural de Huamanga, de 42 años; Santiago Jócano, portero y limosnero, peninsular natural de Alava, de 60 años.

El escribano Lucas Mariscal leyó el decreto de expulsión: "¡Por orden del rey!". Todos los jesuitas inclinaron la cabeza. Se oyeron algunos sollozos, donde estaban los jesuitas y donde estaban los miembros del cabildo.

Al amanecer del 31 de agosto, la esposa del gobernador les mandó chocolate y mate. Al atardecer de ese día el arzobispo Argandoña visitó a los padres, y muy conmovido, les dio su bendición, que recibieron todos de rodillas. Llamando aparte al padre Arenas le dijo que el padre Muñoz, que estaba oculto, le había hecho llegar una carta en la que le decía que estaba decidido a dejar la Compañía y que le pedía ser recibido como sacerdote secular en la arquidiócesis. Dijo el arzobispo: “Yo le escribí diciéndole que las órdenes reales eran claras y estrictas. Le dije que a mí me habían notificado diciéndome que ninguno podrá quedarse pidiendo ser sacerdote secular o pasándose a otra orden religiosa. Le pedí que se presente voluntariamente a Aldunate. Le dije que también había sido detenido el cura doctrinero de Sipe Sipe, Rosendo Lora, natural de ese pueblo, quien había dejado la Compañía por lo menos hace diez años. Yo le digo a usted que he protestado por el hecho, y pedido que el sacerdote Lora sea puesto en libertad. Aldunate me ha dicho que están incluidos los ex jesuitas y que el cura Lora irá con ustedes”.

Terminada esa charla a solas, el padre Lazcano se atrevió a preguntarle: "¿Sabe por qué nos expulsan? ¿Es posible que alguien crea esa historia de desacato al rey?". Si los padres no sabían por qué los expulsaban, tampoco sabía mucho más el arzobispo. Al cabo de un rato dijo: "No hay más que conjeturas. Las autoridades de aquí dicen que algo grave habrán hecho los padres de España. Yo personalmente creo que algo tiene que ver con esto lo que ustedes enseñan en todos sus colegios y universidades, que la autoridad no le viene al soberano directamente de Dios sino del pueblo". "Pero, señor…", dijo el padre Arenas, "eso ya lo enseñó Santo Tomás". Y dijo el arzobispo: "Explíquele eso al rey y a sus ministros. Yo creo que esos señores, como sucedió en Portugal, acusan a los jesuitas, por supuesto injustamente, de azuzar al vulgo contra el gobierno. Lo único que puedo decirles es que ustedes han perdido el favor real que antes tenían".

El capitán Justino Zapata era el encargado de organizar el viaje a Oruro. Despachó por delante el carruaje que llevaba los colchones, petacas y alimentos. A las 11 y media de la mañana salieron los padres. Don Vicente Villanueva, se acercó sombrero en mano al gobernador Aldunate y le pidió que le permita ir hasta Oruro con los padres, con la esperanza de encontrar a su hermano, el padre Julián Villanueva, que sería trasladado allá desde Chuquisaca. Aldunate, con palmadas en su hombro, asintió con la cabeza, sin hablar.

Apenas se abrió la puerta de calle, se oyó, como un estruendo, el clamor de la gente. Unas mujeres, gritando y llorando, trataban de darles la mano, otras les alcanzaban un pequeño bulto. Tuvieron los soldados que abrirse paso a la fuerza. Cerca ya de la colina de San Sebastián, de una de las esquinas, donde estaba aglomerada la gente, se oyó una voz: "Allá van los jesuitas a poner pleito al rey". Y otro, cerrando y abriendo repetidas veces la mano, dijo: "Suitas lluqsisanku"[2].

Mucha gente siguió a los expulsos. Llegando ya a Pucara, camino de Caraza, el capitán Zapata, que durante todo ese tiempo no lograba despedir a la gente ni con ruegos ni amenazas, pidió a los padres que les digan que debían retirarse. El padre Barrionuevo y el hermano Bravo, en castellano y quichua lograron convencerlos.

Todavía hubo algunos, que desde lejos los siguieron hasta Caraza. Mirando atrás, se veía en los cerros grupos de gente. En Caraza se acercaron para darles víveres dos padres agustinos. Uno de ellos era el padre Miguel Soto, pariente y amigo de los Villanueva. El padre Soto se alegró mucho al ver a Vicente y al padre Lazcano. A Vicente le preguntó por Julián, y le dijo: “Dale esta carta y este mi rosario. Es ya muy viejo, pero en él Juliancito aprendió a rezar”.

En Colcha se acercó a saludarlos el cura del pueblo con algunos víveres. Después de seis días de viaje, los expulsos llegaron por fin, a Oruro. A los pocos días llegaron Muñoz y Lora. Muñoz no saludó, ni siquiera a Julián. En cambio, Lora se acercó muy cordialmente a los padres, y aparte le dijo al padre Arenas que quería ser readmitido en la Compañía. Muy atentamente le contestó Arenas: “Piénselo bien. Tiene tiempo para pensarlo. No se deje llevar de emociones. Hablará en Lima con el padre provincial”.

Martín Hutter (1694-1771)

El 22 de agosto de 1767 se presentó en la reducción de San Ignacio el capitán Alfonso Peralta, a caballo, solo, y vestido de civil. A las tres de la tarde se reunió con los tres jesuitas de San Ignacio en uno de los corredores del patio principal de la casa cural. Quien los hubiera visto de lejos, alrededor de una mesa redonda, tomando mate, no hubiera sospechado que les estaba leyendo el decreto de destierro. El cura doctrinero era el padre Lorenzo Mendizábal, español vascongado, y los otros dos los padres Martín Hutter, suizo, y Andrés Alvarado, cochabambino.

El padre Mendizábal, llamando a parte al capitán Peralta, le dijo que el padre Hutter, de 73 años, enfermo de gota, no estaba en condiciones de emprender el viaje. Peralta le dijo: “Yo tengo orden de llevarlos a ustedes tres a Santa Cruz. El padre joven y usted se irán conmigo ahora mismo. Se quedará todavía el padre anciano. Diga usted a sus indios lo que le parezca conveniente para no alarmarlos. En Santa Cruz expondrá Vuestra Reverencia al señor comisionado sus razones para que se quede el padre anciano, que a mí me parecen muy justas. Y ahora, haga ensillar dos caballos”.

Llamó el padre Mendizábal al alcalde y le dijo que él y el padre Alvarado debían ir a Santa Cruz para ultimar la compra de un par de mulas. No pasó nada y nadie se alarmó. Los tres padres entraron a la capilla. Se confesaron entre los tres. El P. Hutter se quedó solo en la capilla. Mientras con la mente, mirando al Sagrario, preguntaba por qué, llegaban a sus oídos el canto de los pájaros, el ensayo del coro de sus niños y el ruido acompasado de la carpintería.

El 29 de septiembre se presentó en San Ignacio el mismo capitán Peralta, pero esta vez de uniforme y con un destacamento de soldados. La noticia de la expulsión ya había cundido, y en la plaza, hombres, mujeres y niños, rodeaban en actitud amenazante a los soldados. Los caciques estaban ya preparados para evitar un alzamiento. Les costó mucho trabajo calmar a la gente.

Cuando el padre Hutter salió de la casa cural con su sombrero, una bolsa en una mano y en la otra un bastón, fue acogido por un profundo silencio. En el momento en que lo hicieron subir a la mula, se oyó un solo alarido. Unos gritaban: “¡Soy yay asika auna!”[3]. Cuando la mula pudo abrirse paso, aumentaron los gritos. El padre Hutter difícilmente pudo desprenderse de la mano de una viejita que repetía: “Soy yay asika auna!”. Un joven le dijo en castellano: “Vuelve pronto”. A alguien se le ocurrió cantar el “Ave maris stella” [4], y fue seguido por toda la multitud.

El padre Martín volvió a Suiza, a Lucerna. Ya no tenía parientes. Tampoco quedaba ningún compañero jesuita de sus años juveniles. El provincial le instaba a escribir sus memorias, pero él se resistía. Por fin un día se animó y escribió:

“En Lucerna, en el día 10 de diciembre de 1771. Padre Provincial: Hace tres años me expulsaron de mis misiones de Chiquitos. Me pide usted ahora que le narre mi vida. A usted le interesa mi autobiografía.

Nací en Baar en el año 1694. En medio de verdes praderas transcurrió mi infancia. Ahora que escribo estas líneas recuerdo claramente las aves, los árboles y las montañas que conocí de niño. Cuando veo otra clase de árboles y otra clase de montañas, y cuando oigo el canto de otra clase de aves, vuelvo siempre con la mente a mi tierra natal. No voy a decir que el paisaje de mi tierra es el más bello. Voy a decir que el paisaje de mi tierra natal me enseñó a creer en Dios y a admirar las cosas creadas. Contemplando las montañas y los pueblos aprendí a dibujar. Admirando los colores de las flores aprendí a pintar. Oyendo el canto de los pájaros aprendí a cantar.

En mi casa aprendí a amar al prójimo y a rezar mis oraciones, y en la casa parroquial aprendí el catecismo, los cantos religiosos y las primeras letras. El cura de nuestro pueblo era también lo que en otras partes llaman maestro de escuela. Nuestro párroco era muy aficionado a la música, y yo desde muy niño fui su alumno predilecto.

Yo era siempre el solista, o sea la estrella principal del coro parroquial. Todos decían que yo cantaba muy bien, y yo estaba muy consciente de ello. No puedo negar que me gustaba mucho la música, y tampoco puedo negar que me gustaba mucho que me felicitaran. A los 10 años me convertí en el organista de la iglesia. Nuestro párroco cada vez que yo cantaba o tocaba bien, y esto era siempre, me regalaba un pan. Y como no les daba pan a los otros niños, yo comía sólo un trozo y daba el resto, un día a uno y otro día a otro. Ese simple hecho me hizo muy popular.

Cuando cumplí 12 años, por consejo de nuestro párroco mis padres me mandaron a Lucerna, a esta ciudad tan hermosa, a orillas del Lago de los Cuatro Cantones, donde me llegará la hora de salir de este mundo, creo que dentro de poco. Fui inscrito en el colegio de los padres jesuitas. En esta ciudad, Lucerna, no me cansaba de admirar las iglesias, que ahora, ya en el atardecer de mi vida, he vuelto a admirar.

A partir de los 14 años me pasaba muchas horas imitando los dibujos de las fachadas y del interior de las iglesias. Uno de los padres jesuitas me presentó a un sacerdote secular que sabía mucha música, y ése me enseñó a componer. Diré que era buen alumno en latín y matemáticas, y en música era de lejos el mejor, pero reconozco que en gimnasia y en las competiciones de historia sagrada y profana nunca me iba bien. A los 17 años fui contratado como organista de la iglesia de los padres jesuitas, y a los 21, en 1715, después de haberlo pensado durante más de cuatro años, pedí y obtuve ser admitido en la Compañía de Jesús. Hice mi noviciado en Landsberg, en Baviera, una ciudad encantadora.

A los pocos meses de comenzar mi vida religiosa oí hablar de los indípetas. Ese término tan curioso, como usted sabe, quiere decir postulantes para ir a las Indias. El indípeta debía escribir directamente al padre general para presentar su solicitud de ser enviado a tierras lejanas.

Yo meditaba las palabras que se encuentran al final del evangelio de San Mateo, y siguiendo las instrucciones de nuestro padre San Ignacio, de hacer las meditaciones como si presente me hallase, me subía todas las mañanas con la imaginación a la montaña en la que convocó Nuestro Señor a los apóstoles, antes de subir al cielo. Y oía, como dichas a mí personalmente, esas palabras de envío a las regiones más apartadas del orbe, para enseñar las enseñanzas de Jesús a los paganos.

Durante ocho años, entre 1716 y 1724, escribí al padre general Miguel Angel Tamburini, en un latín cada vez más correcto, cuatro cartas, y cada vez con más ganas de ser enviado a las misiones y con más temor de no ser aceptado. Por fin, a los pocos meses de mi ordenación sacerdotal, en 1724, encontrándome en Eichstatt, Baviera, recibí la respuesta. Nuestro padre general me destinaba al virreinato del Perú, a nuestra provincia llamada del Paraguay.

Mis deseos fueron satisfechos. Dios prestó oídos a mi único anhelo, a mis ruegos y plegarias. He sido incluido en el grupo de aquellos afortunados que son enviados al nuevo mundo para promover el honor de Dios y la salvación del prójimo. En esto consiste mi mayor felicidad, mi más grande alegría, mi único fin, lo que toda mi vida he ansiado.

Llegué a Sevilla a principios de 1726, y como España estaba en guerra con Inglaterra, no salieron naves hasta el año 1728. Los que debíamos viajar a la América fuimos hospedados en el Hospicio de Indias Nuestra Señora de Guadalupe, anexo a nuestro colegio de San Hermenegildo. Mucho me sorprendió ver a la gente de todas las edades, de todas las clases sociales, y a cualquier hora, sentados en las plazas y en asientos a las puertas de sus casas, pasando el tiempo en charlas.

Estos sevillanos trabajan mucho y bien, pero sólo cuando tienen humor para ello, y cualquier motivo es motivo para largas conversaciones. La gente es muy alegre, muy amable, y sobre todo muy cortés con nosotros, por ser sacerdotes y por ser extranjeros. Acostumbrado a la seriedad y gravedad de las celebraciones religiosas en mi tierra natal, quedé asombrado al ver el estallido festivo de todas las fiestas, incluyendo la más seria de todas, que es el Viernes Santo, y que en Sevilla se convierte en la más bulliciosa.

Los que debíamos viajar, tanto españoles como extranjeros, fuimos dejados a nuestra libre voluntad e imaginación para llenar las largas horas de nuestras jornadas sin ocupación fija. Casi todos los españoles y un flamenco, que parecía sevillano, el padre Antonio Huyssens, se iban por los pueblos vecinos dando misiones o ejercicios espirituales. Este padre Huyssens es un perpetuum mobile [5].

Varios de los padres españoles se ofrecieron para ser nuestros profesores de lengua castellana. Me parece que yo estaba entre los alumnos menos aventajados. No entendía nada y no aprendía nada. Yo admiraba mucho al flamenco padre Huyssens, que llegó a Sevilla casi un año después que yo, sin saber absolutamente nada de castellano, y a los pocos meses ya hablaba corrientemente. Claro, él se pasaba todo el día en conversación con la gente de la calle. Reconozco que yo dedicaba más tiempo a estudiar la arquitectura de las iglesias, a estudiar la pintura y la escultura, a tocar el órgano, y a practicar toda clase de artesanías. Aprendí poco castellano y mucha música en Sevilla. Estos sevillanos están muy dotados para la música, pero son muy perezosos.

Nuestro superior, o jefe de expedición, procurador de la provincia del Paraguay ante Roma y Madrid, y que era el que nos había reclutado a todos, era el P. Samuel de Echeverría, del norte de España, que por su carácter parecía prusiano, totalmente opuesto a los sevillanos. Este padre tenía en una petaca unos libros de historia de las misiones de Chiquitos, recién impresos en Madrid. El libro se llama Relación historial de las missiones de los indios que llaman Chiquitos que están a cargo de los Padres de la Compañía de Jesús de la Provincia del Paraguay. Y su autor es el padre Juan Patricio Fernández. Ese libro, que yo devoré, se puede decir que me abrió las puertas de la que sería muy pronto mi tierra de promisión. El padre Huyssens lo tradujo al alemán.

Por supuesto, por las charlas que nos daba todas las tardes el padre Echeverría, dándonos a conocer la amplitud de obras de nuestros padres en esas tierras, yo podía suponer que no era nada seguro que yo pudiera poner mis pies en las misiones de Chiquitos. Pero, después de leer ese libro, yo lo deseaba ardientemente.

Por fin, en la víspera de la Navidad del año 1728 emprendimos el viaje en el barco San Bruno, a la verdad con mucho susto de ser atacados por navíos de guerra o por filibusteros. En el barco aprendí unos cantos de marineros a la Virgen del Carmen, que a partir de entonces canto todas las noches, viendo las estrellas, cuando hay estrellas, en voz baja para no molestar al prójimo, y no al viento a toda vela, como en el mar. La luna está al revés que en Europa. Su dibujo representa un arriero con sus mulas o un maestro con sus alumnos. Al contemplarla me decía que ese dibujo me ayudaba a pensar que yo debía ser guía y maestro. Llegamos a Buenos Aires el 19 de abril de 1729 después de casi cuatro meses de navegación.

A los pocos días de estar en Buenos Aires supimos que el padre Echeverría había sido nombrado provincial del Paraguay. Esa noticia se la tenía bien guardada en su coleto. Fue él, por tanto, el que nos distribuyó a los recién llegados a las diferentes casas de la provincia. Y creo que esto cayó a todos muy bien, puesto que en el largo tiempo que estuvimos con él en Sevilla, y además durante el viaje, oportunidad tuvo para conocernos. Me imagino que cuando nos miraba con esos sus ojos fijos, estaba ya calculando en qué lugar pondría a cada uno.

Con gran satisfacción mía yo fui elegido para las misiones de Chiquitos. Después de unos días de descanso la mayor parte de los recién llegados emprendimos el viaje, unos a caballo y otros en mulas. Con dolor mío se quedó en Buenos Aires el padre Huyssens.

El paisaje es muy diferente al de la risueña campiña suiza. Aquí y allí chozas de campesinos y casas de hacendados, a mucha distancia unas de otras. Ese viaje de 130 leguas españolas de Buenos Aires a Córdoba, por inmensas llanuras, se asemeja mucho a la navegación. Al océano de aguas le sucede un océano de tierra, con salidas y puestas de sol muy parecidas a las marinas, e igualmente hermosas.

Igual que cuando estuve en el mar, pienso que nunca llegaré al fin de este viaje. De pronto oigo voces que dicen que viene gente a nuestro encuentro. Cuando llegamos a un río, que llaman Tercero, nos encontramos con un grupo de padres, acompañados de algunos amigos. Emprendimos la subida por una cordillera. ¡Qué difícil es no comparar estas serranías con las suizas!

Llegamos a Córdoba, que me pareció muy poca cosa, menos ciudad que Buenos Aires. En el conjunto de casas de adobe, sin belleza alguna, se destaca nuestro colegio de Córdoba, muy bien construido. Este colegio tiene varias estancias, más extensas que las de Buenos Aires. Creo que con mejor administración se podría sacar más provecho de estas tierras.

Conocí en Córdoba a un gran músico, Doménico Zípoli. Es decir, no lo conocí personalmente, pues había muerto hacía tres años. En Sevilla, el padre Huyssens, que se entera de todo, me habló de este jesuita italiano, a quien calificó de músico extraordinario. Y en el barco, en uno de los atardeceres tranquilos me acerqué al padre Echeverría, que contemplaba la puesta de sol, y le pedí que me hablara del padre Zípoli. Para empezar, me dijo que no fue sacerdote. Quedé sorprendido. Me dijo: Terminó todos sus estudios sacerdotales pero no se ordenó por no haber obispo ni en Córdoba, ni en Asunción, ni en Buenos Aires. Se murió cuando ya se pensaba en llevarlo a Chuquisaca.

Lo primero que hice al llegar a Córdoba, después de visitar al Santísimo, claro está, fue ver la tumba del maestro Zípoli. Sobre los primeros datos proporcionados por el padre Echeverría, completé en Córdoba mi averiguación sobre este maestro. Zípoli se había formado desde niño en la catedral de Prato, famosa en toda Europa por sus niños cantores.

Con la ayuda del duque de Toscana estudió música en Florencia a los pies del organista Giovanni María Casini. Después continuó sus estudios en Nápoles, Bolonia y Roma. En Roma compuso dos oratorios: San Antonio de Padua y Santa Catalina, virgen y mártir. En 1715 fue nombrado organista de la iglesia del Gesù, de los jesuitas. En 1716 publicó sus sonatas, que lo hicieron famoso.

Ese mismo año entró en el noviciado de Sevilla. ¿Por qué fue a dar a Sevilla? Nadie me lo supo decir. Siendo aún novicio fue destinado a la provincia del Paraguay, e hizo todos sus estudios en Córdoba. En todo ese tiempo fue maestro de capilla, organista, compositor y director del coro. Yo tuve el privilegio de tocar sus piezas en Córdoba, en su mismo órgano, y quedé fascinado. Por supuesto, conseguí que me regalaran algunas copias, aunque me dijeron que las había en todas las casas de la provincia del Paraguay. Ya en Santa Cruz de la Sierra me enteré que de allí pasaban también a nuestras misiones de Mojos, de la provincia del Perú. Y con toda razón, digo yo.

A fines de septiembre de 1729, cuatro de nosotros seguimos viaje a nuestras misiones de Chiquitos. Nuevamente emprendimos el viaje, esta vez rumbo a Santiago del Estero. En este viaje, como cuando temíamos los ataques de los corsarios en el mar, volvimos a tener miedo. Nos decían que podíamos ser atacados en cualquier momento por indios salvajes. Pero en todo nuestro recorrido hasta llegar a Santiago del Estero no vimos ni un indio, ni de lejos. En Santiago del Estero nos quedamos cinco días. Nos dieron mulas descansadas. Nunca había hecho tanto camino en cabalgadura.

Llegamos a Tucumán. Luego pasamos a Salta, donde tuve el gusto de conocer a mi paisano Karl Rechberg, quien no cabía de gozo al poder hablar con alguien en el idioma de nuestro cantón, después de doce años. Su alegría fue tan grande, que para que nunca me olvide de él me regaló un hermoso reloj de mesa, fabricado en Suiza.

El 22 de diciembre partimos a Jujuy, donde pasamos la Navidad. Mi primera Navidad en este país, mi tercera desde que salí de mi tierra. Muy triste Navidad. Por primera vez desde que salí de mi tierra, sentí una añoranza muy grande de mis gentes, de mi pueblo, de su nieve, de los cantos de los niños, de los instrumentos musicales. No me estremecí tanto en la Navidad pasada en Sevilla ni en la Navidad pasada en el barco. Es que sólo en ese momento se clavó en mi corazón la convicción de que nunca más volvería a ver a mis gentes.

Saliendo de Jujuy empezamos a subir guardando silencio. Cuando me dijeron que nos encontrábamos a 1200 metros sobre el nivel del mar, me pareció una hazaña que merecía escribir en mis apuntes. Pero esa altura quedó atrás. Llegamos a un lugar inhóspito llamado Yavi, a 3800 metros. Ese dato no anoté en mi cuaderno, pues lo que me llamó la atención grandemente, fue el sagrario de la iglesia, de madera primorosamente labrada. Hice un diseño en mi cuaderno.

A principios de febrero del año 1730 llegamos a Potosí, y nos alojamos en nuestro colegio, que pertenece a la provincia del Perú. Hice bocetos de todas las iglesias. Contra el parecer de la mayoría de los nuestros, yo opiné que era mejor la fachada de la iglesia de San Lorenzo que la de la iglesia de nuestro colegio. Es una fachada única. Esos artistas, por lo visto, amaban tanto como yo las cosas creadas por Nuestro Señor. Los artistas que labraron esas piedras no eran europeos. Es un estilo distinto. Como nuestra iglesia de Potosí hay muchas en Europa, como la de San Lorenzo, en ninguna parte.

En Córdoba ya me habían dicho los padres que dudaban que hubiera órganos en nuestras misiones de Chiquitos. Me dijeron que sin duda había flautas y violines, pero órganos no. Volví a preguntar en Potosí. Me dijeron que nuestros padres de las misiones de Mojos fabricaban violines. ¿Y órganos?, pregunté. Me miraron sorprendidos. ¿No? No. Un chistoso, que nunca falta en nuestras comunidades, dijo que en San Pedro hacían campanas y campanillas. Por su cara, yo colijo que lo dijo como chiste. Pero yo lo tomé muy en serio.

No había pensado en eso. Y decidí ahí mismo aprender a hacer campanas y campanillas. Me lamenté mucho de no haber aprendido a fabricar violines y órganos en los dos años que estuve en Sevilla. Grave descuido, pero en los dos meses que estuve en Potosí, aprendí a fabricarlos con dos buenos maestros. Un criollo me enseñó a hacer violines y un andaluz a hacer órganos. El P. Superior me regaló un magnífico órgano.

En Chuquisaca lo que más me gustó fue el claustro de nuestra universidad de San Francisco Xavier. Ninguna iglesia de Chuquisaca me gustó tanto como la de San Lorenzo de Potosí. De Potosí y Chuquisaca retuve en mis ojos interiores ese cielo de azul intenso, el más límpido y puro que vi en toda mi vida, Desde entonces la palabra cielo para mí tiene ese color, y no el gris del cielo suizo. Recuerdo ahora las noches estrelladas que sin nubes ni neblinas permiten ver las estrellas, que por eso me parecen más bellas. Aquí la palabra noche no me produce tristeza, como en Suiza, sino mucha paz.

Salimos de Chuquisaca para dirigirnos a Chiquitos. Mucho gocé del espectáculo de las montañas, que me recordaban las de mi tierra. Pero allí, en mi Suiza natal, había hecho paseos a pie, muchas veces, pero nunca más de dos horas. Y ahora, iba en mula, por primera vez en mi vida, por caminos increíblemente peligrosos, pero con vistas extraordinarias, en un viaje más fatigoso que el de Buenos Aires a Córdoba.

En el segundo día de viaje, yo, que iba contemplando los variados paisajes que a cada curva se desenrollaban novedosos ante mis ojos, oí gritos. Algo grave sucedió. ¿Qué ha pasado?, pregunté. Se ha caído al precipicio la mula con nuestras provisiones, me dijeron. Yo pensé más bien, primero, en el arriero. ¿Y el arriero?, dije. Ha bajado en busca de la mula. Bajamos todos de nuestras cabalgaduras. Todos nuestros acompañantes indios estaban descendiendo al abismo con una agilidad pasmosa. Ni yo, ni ninguno de mis compañeros jesuitas, dos españoles y un alemán, nos atrevimos a imitarlos. Uno de los padres españoles, bendiciendo, hizo cruces sobre el precipicio. Poco a poco fueron regresando todos, sanos y salvos gracias a Dios, por supuesto sin la mula. Sólo los ayudamos a hacer llegar a destino lo poco que pudieron recoger. Retomando el camino pensé: Felizmente no se cayó la mula que lleva el órgano. Ave María.

Nada especial tengo que anotar de Santa Cruz de la Sierra. Nos alojamos, por supuesto, en nuestro colegio, que pertenece a la provincia del Perú. Debido al cansancio de todos nosotros, decidimos quedarnos allí un tiempo. Los padres nos dijeron que ellos tenían una misión de chiquitanos a 18 leguas de Santa Cruz. En vez de quedarme en Santa Cruz, que nada interesante tenía para mí, me lancé otra vez a los caminos con uno de los españoles, tan impaciente como yo de conocer chiquitanos. Nos fuimos pues, a la misión de Desposorios, o Buenavista, reducción de chiquitanos y chiriguanos de los padres de la provincia del Perú. Ese fue mi primer contacto con los chiquitanos. Me di cuenta de inmediato que tenían una gran facilidad para la música. Y además, cantaban con tanto entusiasmo y gusto, que me hicieron olvidar las fatigas del viaje, que fueron muchas.

El 15 de julio de 1730 llegué por fin a destino, al pueblo de San Javier. En estas regiones no hay más que la estación del verano, con visitas rápidas pero intensas de un frío que viene del sur. Hay lluvias, tormentas y viento. No hay granizo ni nieve. La gente de este pueblo no me llamó especialmente la atención, como no me llamó la atención la gente que vi en las ciudades y campos desde Buenos Aires. En cambio, me llamaron mucho la atención los animales. El oso hormiguero no parece dibujo sino caricatura. Los jabalíes son antipáticos y los monos son simpáticos. Hay uno que me mira burlón y se da la vuelta tapándose la boca como riéndose de mí. Me paso horas contemplando al tucán, de pico enorme y colores vistosos, que por su parte me mira con asombro, como estudiándome.

En 1739 pasé a San Rafael, donde viví hasta 1749. Volví a San Javier en 1750. Luego, estuve en Concepción de 1754 a 1756, y en San Juan de 1757 a 1760. Estuve sucesivamente en Santo Corazón, Concepción, San Miguel, San Juan y San Ignacio, de 1761 a 1768. En ese año nos expulsaron. Sí, en todos estos pueblos fabriqué violines, órganos, violonchelos, contrabajos, clavicordios, espinetas, arpas, trompetas y chirimías.

Los chiquitanos, padre mío, a mí me enseñaron más música que yo a ellos. Supe con más claridad que antes que la música es uno de los más bellos dones de Dios. Yo cantaba y bailaba con ellos. Quiero que quede en claro una cosa. Llegué a estas tierras como maestro, principalmente de música. Le diré, padre provincial, que los chiquitanos me enseñaron realmente el valor de la música. Estos chiquitanos saludan al sol con música de flautas. En la noche despiden al día bailando. Yo cantaba y bailaba con ellos, alabando a Dios. Sin tan buenos alumnos yo no hubiera sido nunca buen maestro. Los coros de nuestras misiones, padre mío, no tenían nada que envidiar a los coros de Europa. Perdóneme, padre, estoy muy cansado, aunque Dei beneficio fruor, senex, optima valetudine” [6].

Después de escribir esa carta el padre Martín se fue a dormir. Al día siguiente lo encontraron muerto. Estaba ya en el cielo viendo el sol sin ocaso y las estrellas no tapadas por las nubes.

Antonio Huyssens (1696-1768)

El joven Antoon Huyssens inició su vida de jesuita el dos de febrero de 1714. Había hecho sus estudios en el colegio de los jesuitas de Bruselas, su ciudad natal, desde los nueve años de edad, llamando siempre la atención por su brillantez en todas las materias, pero sobre todo por su extraordinaria capacidad para aprender idiomas. Cuando tocó las puertas del noviciado ya tenía en su bagaje el flamenco, el francés, el alemán, el latín y el griego.

Uno de los padres que dio informes sobre él escribió: “Bonas litteras attingit feliciter iam inde a puero” [7]. Terminado el noviciado, hizo sus estudios de filosofía en Lille, con tal aprovechamiento, que cada uno de sus profesores, sin excepción alguna, escribió al provincial pidiendo que ese estudiante tan bien dotado sea destinado a enseñar su materia.

Terminados sus estudios de filosofía, fue destinado al colegio de Cambrai, donde permaneció de 1716 a 1721, como profesor de latín y retórica. Hizo los estudios de teología en Ypres, de 1722 a 1726, con su brillantez acostumbrada. Se ordenó sacerdote el 23 de octubre de 1725. Teniendo en cuenta su capacidad poco común para toda clase de materias, pero especialmente para los idiomas, los superiores pensaron destinarlo al equipo de los bolandistas.

¿Quiénes eran los bolandistas? En 1603, un jesuita llamado Heribert Rosweyde, profesor en el colegio de Amberes, propuso a los superiores autorización para dedicarse a coleccionar, estudiar, analizar y publicar los documentos referentes a las vidas de los santos. Expuso con claridad la necesidad de poner coto en las biografías de los santos al excesivo número de historias pueriles e inverosímiles y leyendas absurdas, de las que estaban llenas las cabezas no sólo de los fieles, sino también de no pocos sacerdotes y obispos.

Habiendo convencido sin dificultad a los superiores, con todos los permisos necesarios el padre Rosweyde se dedicó a una ardua investigación en abadías, conventos y cabildos catedralicios en toda Europa. En una buhardilla de la casa de los jesuitas de Amberes reunió una cantidad impresionante de documentos. Publicó en 1615 las vidas de los padres del desierto de Egipto y Siria. A la muerte del padre Rosweyde (1629), los superiores designaron al padre Jean Bolland para que continuara su encomiable labor. Bolland se entusiasmó de tal modo, que decidió ampliar el estudio a todos los santos de todos los tiempos y lugares. Pero ese trabajo no podía hacerlo solo. Así nació el equipo llamado de los bolandistas.

A la muerte del padre Bolland (1665), los superiores decidieron que esa obra debía continuar. Y fue siempre considerada como prioritaria por los padres jesuitas flamencos, y elogiada y bendecida por los padres generales. Por eso, no es de extrañar que tanto los bolandistas como los superiores hubieran puesto la mirada en el brillante Antoon Huyssens.

Pero Antoon tenía su corazón puesto en la China. Sin avisar a nadie, durante todos sus años de estudiante había leído libros sobre la China, y gramáticas y diccionarios de la lengua china. Y, naturalmente, aprendió chino. Un día le habló a su director espiritual de su deseo de ofrecerse para ir a la China. Este le dijo que debía escribir al padre general manifestándole su deseo de ir a las misiones, pero sin precisar a dónde, siempre dispuesto a ir a donde lo manden. "Si es voluntad de Dios, lo mandarán a la China", le dijo.

Cuando llegó a todas las provincias la carta del padre general Miguel Angel Tamburini, pidiendo voluntarios para las misiones, Antoon le escribió ofreciéndose, sin especificar un lugar concreto, para trabajar en lejanas tierras por la salvación de las almas. Era muy tenaz Antoon. Sus cartas se fueron escalonando, 8 en el lapso de tres años: de Cambrai el 20 de enero y el 22 de abril de 1723, de Douai el 16 de enero de 1724, el 16 de enero de 1725, el 13 de septiembre de 1725, el 5 de octubre de 1725, el 11 de febrero de 1726 y el 9 de abril de 1726. Por fin, la respuesta le llegó a mediados del año 1727. Con mano temblorosa el padre Antoon desdobló el papel. El padre general Miguel Angel Tamburini lo destinaba al virreinato del Perú, a la provincia del Paraguay. Se fue de inmediato a la capilla, y de rodillas, en el silencio de su corazón fue repitiendo: "¿Virreinato del Perú? ¿Provincia del Paraguay?” Ni sabía dónde estaba. Y se dijo: "Sí, vamos al Perú, a la provincia del Paraguay".

Al finalizar el año 1727 Antoon partió a Sevilla sin mirar atrás. Por supuesto, lo primero que hizo al llegar a destino fue sumergirse en el estudio del castellano. Ya antes de un mes hablaba el castellano con acento sevillano, casi sin equivocarse. Además, supo que en Buenos Aires había negros esclavos del Congo y Angola. Se las ingenió para hacerse llegar de Portugal catecismos en los idiomas de ambos países. Para descansar del estudio del castellano se puso a estudiar la "Doutrina Cristâ ordenada a maneira de dialogo para insinar os mininos" del padre Marcos Jorge, S.J., traducida al congolés por el padre Mateus Cardoso, S.J., editada en edición bilingüe interlineal, arriba el texto portugués y abajo el texto congolés, y el catecismo en kimbundo-portugués del padre Francisco Pacconio, S.J. "Gentío de Angola suficientemente instruído nos mysterios da Nossa santa Fee".

El 24 de diciembre de 1728, en el barco San Bruno partieron del puerto de Cádiz 60 sacerdotes y 7 hermanos jesuitas, entre ellos Antoon Huyssens, que ya se hacía llamar Antonio. España estaba en guerra con Portugal, Holanda e Inglaterra. Durante todo el viaje los jesuitas estuvieron dominados por el temor, no a tormentas, sino a posibles ataques de naves portuguesas, holandesas o inglesas. Llegaron sin novedad a Buenos Aires el 17 de abril de 1729.

Como los superiores no le daban todavía ningún destino definitivo, el padre Antonio se puso a trabajar con los negros esclavos procedentes principalmente del Congo y Angola, hasta que, por fin, después de un año largo de espera, fue destinado a la reducción de San José, de guaraníes. Estuvo allí casi dos años, y en tan breve tiempo aventajó a muchos en el conocimiento del guaraní. En 1731 las autoridades de Charcas pidieron a los jesuitas volver a intentar la apertura de misiones en el territorio de los chiriguanos, que estaban nuevamente levantados en una revuelta sin precedentes, y allá fue destinado el padre Huyssens.

El padre Huyssens escribió al padre Lodewijk Molisse en 1732: "El año pasado de 1731 las autoridades de Charcas han pedido al padre provincial de esta provincia del Paraguay volver a intentar la apertura de misiones en el territorio de los chiriguanos, que están nuevamente levantados en una revuelta más brava que las anteriores, y yo he sido destinado para esta empresa, que humanamente me parece que va directamente al fracaso, puesto que por todos los datos que he averiguado, he llegado a la conclusión de que los cuatro padres que allá vamos nos meteremos directamente en el fuego.

Llegué a Tarija a principios de este año de 1732, y lo primero que hice fue sumergirme en la biblioteca de la comunidad para averiguar todo lo posible acerca de los chiriguanos, y de ese modo supe que el gobernador de Santa Cruz de la Sierra, el año de 1585 pidió a nuestros padres de Lima la fundación de una casa en su territorio, y que allá fueron los padres Diego Martínez y Diego Samaniego, quienes al cabo de algunos años, después de varias entradas a las tierras de los bárbaros chiriguanos, hicieron unos apuntes de gramática y catecismo en la lengua de ellos. Yo, por más que busqué y rebusqué, no encontré ninguno de esos apuntes en nuestra biblioteca, que está muy mal abastecida.

Por lo oído a un criado chiriguano que tenemos en esta casa de Tarija, me di cuenta de que la lengua chiriguana no difiere mucho de la lengua guaraní de nuestras misiones de las gobernaciones de Asunción y Buenos Aires, y cotejadas la una con la otra se ve que es algo así como nuestra lengua de Flandes comparada con la de Holanda, y así con esfuerzo no muy grande creo que podré con ella en no pocos meses.

Nuestros padres de la provincia del Perú no lograron abrir misiones permanentes entre los chiriguanos de las regiones comarcanas a Santa Cruz por su ferocidad de ellos y movimiento continuo de una parte a la otra. Los padres de la provincia del Paraguay, con la aprobación del padre general Tirso González se establecieron en Tarija, y desde 1691 comenzaron su labor entre los chiriguanos de estas partes, y al igual que los de la provincia del Perú, fracasaron, porque muchas veces los pueblos españoles de la frontera de los chiriguanos han sido destruidos o incendiados, y ahora el padre provincial me destina a fundar misiones en esos territorios. Parto ya con la bendición de Dios.

Antes de la llegada de los castellanos a estos territorios de la audiencia de Charcas, unos indios bárbaros que hablaban una lengua de la familia guaraní, y que a sí mismos se llamaban mbya, palabra que no he sabido descifrar, en los límites meridionales del Collasuyo ofrecieron resistencia a las avanzadas de los incas, quienes para evitar las incursiones de estos advenedizos, que se cosechaban el maíz y la papa, y se comían las llamas, tuvieron que establecer a lo largo de un inmenso territorio un número considerable de pucaras, es decir fortalezas. A esos invasores las autoridades del Collasuyo les dieron el nombre de chiriguanos, adoptado por los españoles, nombre con el que son conocidos ahora tanto la nación como la lengua.

Unos dicen que la palabra chiriguano viene de los vocablos de la lengua quichua chiri (frío), y guano, (estiércol), lo que viene a ser un término ofensivo, como quien dice excremento frío. Otros dicen que viene de los vocablos, también de la lengua quichua, chiri (frío) y guana, que es lo mismo que escarmentar, o tomar lección y sacar provecho para no repetir lo mal hecho o que causa a uno alguna clase de inconveniente o desasosiego, por lo cual ya no volverá a caer, de donde la palabra chiriguana, como se lee en algunos escritos, sería lo mismo que persona que en llegando a tierras frías, por el disgusto o malestar que en ellas siente, decide no regresar a ellas. Según muchos, los chiriguanos de algunas regiones hablan una lengua contaminada con la lengua chané, que no pertenece a la familia guaraní. No leí en ninguna parte, pero sí oí decir a varios de nuestros padres que los chiriguanos de la parte de Santa Cruz vencieron en guerra a los chanés y los hicieron sus esclavos. Eso explicaría también las diferencias que hay en las diferentes regiones, dependientes de Tarija o de Chuquisaca o de Santa Cruz de la Sierra. Esos pueblos se entremezclaron, tal vez por el mutuo intercambio de mujeres, o por tomarlas por la fuerza en sus guerras o por alianzas para luchar contra otros pueblos o por ambas razones.

Estos chiriguanos han hecho y hacen a los castellanos los mismos y hasta peores daños que hicieron a los incas, y así, como uno de los posibles remedios para impedir sus desmanes, incendios, robos y asesinatos en los pueblos de españoles, las autoridades de Lima y de Santa Cruz de la Sierra, como ahora también las de Tarija, pensaron en pedir el socorro de nuestros padres para ver de calmar su ferocidad sujetándolos en reducciones, y convirtiéndolos a nuestra santa religión, hacer de fieras sanguinarias mansos corderos".

La muerte del padre Julián Lizardi en 1735, interrumpió nuevamente la labor de los jesuitas entre los chiriguanos. Sólo el padre José Pons, con la debida autorización de los superiores, se quedó a trabajar entre los chiriguanos, viviendo a su aire de ellos, yendo de un lado para otro, sin residencia permanente. El padre Antonio Huyssens pasó entonces a la casa de Tarija, donde permaneció hasta 1738 como “obrero de españoles e indios”. Viajero incansable, en sus recorridos, dando misiones populares, se llegó muchas veces a territorios de lengua quichua en comarcas de Potosí y Chuquisaca, y así, como quien colecciona sombreros, añadió una más a su ya larga lista de idiomas.

En 1738 fue destinado a las misiones de Chiquitos, al pueblo de San Ignacio de Zamucos, situado al sur, a 80 leguas de San Juan Bautista y a 100 leguas de San José de Chiquitos. Apenas llegado, el padre Antonio se lanzó, con su entusiasmo habitual, a estudiar zamuco y ugaraño, llegando a ser el único jesuita que logró descortezar ambos idiomas. Habiendo salido de un caldero hirviente, que eran las misiones de chiriguanos, el padre Huyssens cayó en una catarata en ebullición, pues la ancestral enemistad de los zamucos y de los ugaraños no pudo ser vencida por los misioneros.

El padre Huyssens fue uno de los muchos jesuitas que hicieron el intento de comunicar las reducciones de Chiquitos con las guaraníes, buscando una ruta por el río Pilcomayo, para evitar el largo viaje por Santa Cruz, Tarija y Tucumán. Esas expediciones tenían además el objeto de encontrar a las llamadas naciones bárbaras, que habitaban a ambos lados del Pilcomayo, con el fin de evangelizarlas. El padre Huyssens era tenaz. Salió en exploración en 1738, 1739, 1740 y 1745, fracasando siempre en su intento, unas veces por no poder cruzar los ríos y los esteros, otras veces a causa de la huída de los que lo acompañaban, y otras debido a los ataques de los tobas.

En 1745 se hizo insostenible la vida en común de zamucos y ugaraños. No pudiendo vencer sus rivalidades, resolvieron irse cada grupo por su lado. Todos abandonaron el pueblo. Como Abraham y Lot, unos se fueron a un lado, y otros a otro. Los zamucos se fueron con el padre Juan Jiménez, español, a San Juan Bautista, y los ugaraños con el padre Antonio Huyssens a San José de Chiquitos.

El padre Huyssens escribió al padre Lodewijk Molisse en 1746: “Estos chiquitanos son más altos que los zamucos y ugaraños. A diferencia de éstos, tienen los rasgos finos, son esbeltos, de rostro sonriente, afable. Son más aficionados que ellos y que los chiriguanos a la música. Les encanta cantar y bailar. Y también jugar. Juegan a la pelota más con la cabeza que con los pies. Son expertos arqueros. Se flechean los unos a los otros en juego de entrenamiento, como mimando un combate, puesto un grupo frente al otro. En estos combates de ficción las flechas tienen en la punta un sólido botón de madera. No son, pues, puntiagudas, pero dan con fuerza en el pecho o en la cabeza, y bien quisiera yo que no se entretengan ni se entrenen conmigo estos jóvenes en tales entretenimientos y entrenamientos. Veo que cuando les dan en el cuerpo, cierran la boca para no gritar, para no dar ocasión de burla o mofa, pero bien que les duele.

No los he visto en combate verdadero. Me dicen los padres que en guerra son temibles. Dicen que combaten con más fiereza que los chiriguanos, lo que me cuesta creer. Dicen que no hace muchas décadas envenenaban sus flechas con una ponzoña llamada curare, que hacía que una herida por pequeña que fuese se tornaba en incurable. Son en verdad en su mayoría de temperamento ígneo. Pero tan pronto como se enardecen se aquietan. Son de buen entendimiento, vivaces. No son inconstantes como los zamucos.

En estas nuestras misiones la lengua chiquitana ha sido elegida como lengua general, pues en cada uno de nuestros pueblos están mezclados los indios de diferentes naciones y lenguas tan variadas entre sí como son el flamenco y el castellano. En cada pueblo, los de una lengua están en un barrio y los de otra en otro, y hablan entre ellos su idioma. Pero en la escuela, en los talleres, en la iglesia, ya desde los primeros tiempos se ha empleado el chiquitano. Y así como las naciones de cazadores y pescadores han sido asimiladas a la nación de los chiquitanos, que ya eran semi sedentarios, así se resolvió que las otras lenguas cedieran el paso a la lengua chiquitana.

Debo decir que más de un padre se lamenta de que los primeros misioneros hubieran tomado esta decisión, pues sostienen que esta lengua chiquitana es más dificultosa de aprender que el chiriguano, y yo que me sé tantas lenguas, diré que lo que cuesta a la mayoría es aceptar que hay dos hablas, una masculina y otra femenina, y así, por poner un ejemplo, diré que para decir mi padre los hombres dicen naqui yy y las mujeres dicen yxup. Esto desespera a los que se ponen a estudiar esta lengua. Nuestros padres afirman que lo que se aprende en un mes en chiriguano se aprende en dos años en chiquitano.

En todas estas lenguas de estas partes las variantes de un grupo o tribu en una misma lengua son muy grandes, tanto en la fonética, como en el vocabulario y la sintaxis. Y así, para escribir las oraciones y las canciones es forzoso crear una nueva lengua, que podríamos llamar lengua escrita, fusionada de diferentes variedades para poder ser usada en todas, algo así como en las lenguas alemanas, y según sé, como pasa también con el árabe.

Yo escribo mucho en lengua chiquitana, dando preferencia a la de San José. Ahora estoy traduciendo la Imitación de Cristo, de Kempis. Yo no siento esas dificultades que sienten los demás. Ya dije en otra carta desde Asunción que el guaraní me parecía una lengua majestuosa y enérgica, de mucha armonía y delicadeza. La chiquitana es más precisa, más musical, más onomatopéyica, y me es más fácil verter en ella los conceptos cristianos que por ejemplo en zamuco, lengua en la que no podía fácilmente expresar mi pensamiento por la poca copia de vocabulario que tienen”.

El 15 de agosto de 1767 llegaron a Santa Cruz de la Sierra las órdenes de Martínez de Tineo. El gobernador, Luis de Nava, a las cuatro de la mañana del 5 de septiembre de 1767 se presentó en la casa de los padres con un escribano y dos testigos. Se reunieron en el comedor los seis padres de la comunidad y el padre Manuel Urigoitia, misionero de San José de Chiquitos. Como el secretario de don Luis de Nava no podía leer el decreto, debido al llanto que lo sacudía, el superior, padre Juan Crisóstomo Zamorano, español, le pidió el documento y lo leyó con voz audible, y luego, después de devolverlo, sin decir palabra salió del comedor y se fue a la iglesia, a donde lo siguieron los padres, don Luis de Nava y sus acompañantes.

El coronel Severino Gutiérrez, comandante del regimiento acantonado en Santa Cruz para acudir a la frontera de Mojos con el Brasil, asediada por los portugueses, fue el comisionado para proceder a la expulsión de los jesuitas de las misiones de Chiquitos. El 29 de septiembre de 1767 salieron de San Javier los padres Simón Ridruejo, Antonio Escalante y Joaquín Céspedes, todos españoles. El padre Huyssens, de 72 años, estaba postrado en cama. El coronel Gutiérrez no se atrevió a llevarlo a Santa Cruz. Dejó en el pueblo a dos soldados como custodios del padre Huyssens, y prosiguió su recorrido a los otros pueblos.

El coronel Gutiérrez escribió al presidente de la audiencia, Victorino Martínez de Tineo, manifestándole su parecer de no sacar al sacerdote enfermo. La respuesta de Martínez de Tineo, fechada el 5 de diciembre de 1767, llegó a Santa Cruz bien avanzado el mes de enero, en plena época de lluvias: "Se rechaza como inconveniente y contrario a las reales instrucciones del extrañamiento el que se quede ningún sujeto de la Compañía de Jesús en aquellos pueblos, aun a título de viejo o de enfermedad habitual, como ahora se propone".

Desde que llegó la orden del extrañamiento el padre Huyssens en pocos días envejeció muchos años. Sólo a ratos, como relámpagos, recuerdos sin contexto iluminaban su mente. Sin embargo, cuando la gente se fue acercando a él, recobró la lucidez como saliendo de una bruma. Se demoró la salida del padre Huyssens a Santa Cruz, porque casi todo el pueblo quiso confesarse con él. Incluso algunos de los soldados se confesaron.

Julián Villanueva (1734-1819)

El 2 de junio del año del Señor de 1734, en la iglesia matriz de la villa de Cochabamba, el reverendo padre Ignacio Lazcano, de la Compañía de Jesús, bautizó solemnemente a un niño del día, nacido en la misma villa, hijo legítimo de los esposos Cosme Villanueva y Petrona Ampuero, con los nombres de Julián, Felipe, Cosme, Damián. Fueron sus padrinos sus abuelos maternos Juan Crisóstomo Ampuero y Dominga Llanos. Todos los datos fueron debidamente asentados con buena letra y mala ortografía en el libro de bautizos de españoles por el cura propio Ildefonso Lizárraga, de que dio fe.

Julián fue el último hijo de sus padres. Antes que él nacieron Mónica, Catalina y Vicente. Entre Vicente y Julián había cinco años de diferencia. Dicen que entre los dos hubo un niño, Francisco, que murió a los pocos días de nacido. Julián se crió casi como hijo único. No conoció ni a sus abuelos paternos ni a su abuelo materno, que fallecieron cuando él era muy niño. Julián pasó su infancia, alternativamente en Cochabamba, en el pueblo de Caraza y en Chilijchi, la finca de sus padres, situada en las afueras del pueblo de Caraza, en un valle en el que abundaban los molles.

Y aunque allí había también muchas jarcas, sauces, pinos, algunos álamos y cuatro palmeras, la finca se llamaba Chilijchi, en honor al único chilijchi [8] que había frente a la casa de hacienda. La casa de Caraza estaba situada en la plaza mayor, frente a la iglesia parroquial, pero en realidad los Villanueva estaban más tiempo en la casa de Chilijchi .

Desde su más tierna infancia Julián aprendió a hablar los dos idiomas que oía a su alrededor, el castellano y el quichua. Su padre, don Cosme, no le dirigía la palabra sino en castellano. Su madre, doña Petrona, alternaba una u otra lengua, según las circunstancias. Para mostrarle su gran amor le decía en quichua palabras dulces y tiernas. En el mismo idioma se expresaba cuando debía reñirlo por alguna falta. En las demás ocasiones le hablaba en castellano. Su abuela materna, doña Dominga Llanos, a pesar de ser una señora de prosapia, que sacaba a relucir a cada paso su origen español, pues uno de sus abuelos había sido "español de España", no le hablaba sino en quichua. Se contaba en la familia que Juliancito, descalzo y montado en un caballo de palo, corría a todo correr por el camino que iba de Chilijchi a Caraza, y que Doña Dominga le dijo: “Zapatusniykita churakuy. Khishkachikuwaq”. Y que él contestó muy serio: “¡Ooj! ¿Caballu patapichu khiskachikuyman? [9]

La numerosa servidumbre estable y los pongos semaneros le hablaban, por supuesto, solamente en quichua. Los parientes y amigos de la familia hablaban casi siempre en castellano entre ellos, excepto cuando contaban chistes o relataban entre comillas lo dicho en quichua por los criados, mayordomos, vecinos de Caraza y colonos de las fincas. Pero muchas señoras, como la abuela Dominga, se sentían más a gusto hablando en quichua, incluso con los miembros de la familia.

Desde bien niño, su formación cristiana estuvo principalmente a cargo de su abuela materna en Caraza. A los siete años Julián fue inscrito en Cochabamba, en el colegio San Luis Gonzaga de los padres jesuitas, quienes le enseñaron nuevos rezos, historia sagrada, a leer y escribir en castellano, gramática latina, números y cantos. De entre los padres del colegio, el más amigo de la familia era el padre Ignacio Lazcano, que había estado en las misiones de Mojos, y que además de ser profesor en el colegio, era el procurador de esas misiones en Cochabamba.

Todos los años, por Cuaresma y Semana Santa, y por Navidad, el padre Lazcano iba a Caraza a confesar y predicar en castellano, y se alojaba en la casa de los Villanueva en Chilijchi. Un padre agustino del convento de Caraza, el padre Miguel Soto, pariente de don Cosme Villanueva, era el confesor y predicador en quichua. Algunas tardes don Cosme, doña Petrona y los padres Lazcano y Soto jugaban una partida de tresillo, y todos los días, después de almuerzo, don Cosme y el padre Lazcano jugaban chaquete o ajedrez.

El padre Lazcano celebraba misa los domingos en la iglesia del pueblo y los demás días en la capilla de Chilijchi o en la iglesia parroquial de Caraza, a petición del párroco. El padre Soto siempre en la iglesia de su convento. Julián era el monaguillo de los dos padres, un día del uno y otro día del otro.

Cobró Julián gran afición a las ceremonias litúrgicas. Sobre todo cuando iba la familia a la iglesia de Caraza o al convento de los padres agustinos, se sentía fascinado por las procesiones y culto en general. Le gustaban mucho las bandas y los danzantes, pero más que nada las solemnes celebraciones de Semana Santa. Su familia, ya desde varias generaciones, era la encargada de hacer el monumento del Jueves Santo.

Imitando a los sacerdotes, desde un balcón de la casa de hacienda predicaba en quichua o castellano a los maizales y durazneros. Y en la casa celebraba la misa en su cuarto, y con permiso especial en la capilla. Su abuela, doña Dominga, le fomentaba esa inclinación, haciéndole ornamentos y proporcionándole imágenes y candeleros. Cuando vio que el niño usaba un badilejo a guisa de atril, se desprendió de uno que tenía en su aparador de porcelanas. Pero otras veces, Julián se entretenía en otros pasatiempos, como combatir con espadas de palo o a k'urpazos [10] y marlazos con los hijos de los terratenientes vecinos, con los chicos del pueblo y con los hijos de los colonos.

Julián tenía diez años cuando murió su abuelita doña Dominga. Esa muerte fue su primera experiencia de sufrimiento. En 1747, cumplidos los trece años, Julián fue enviado a Chuquisaca, a proseguir sus estudios en el colegio San Juan Bautista, de los padres jesuitas, considerado como antesala para el ingreso a la universidad de San Francisco Javier, regentada por los mismos padres, donde debía estudiar ambos derechos, según decisión de don Cosme. En Chuquisaca estudió Julián latín e historia de los romanos y aprendió a hacer versos. No aprendió a cantar, pero se hizo famoso como actor de teatro. Los domingos iba con el padre Alfonso Barrionuevo, natural de Potosí, a Charcoma. Los dos hablaban muy bien el quichua. El padre Barrionuevo daba misiones a los adultos y Julián daba catecismo a los niños.

Al término de sus estudios, cuando tenía ya 16 años de edad, comunicó a sus padres su inquebrantable voluntad de hacerse jesuita. Don Cosme protestó. Doña Petrona no pudo articular palabra, pero lo abrazó y lo besó, llorando. Una mañana, en compañía del padre Ignacio Lazcano salieron de La Paz rumbo a Lima, cuatro jóvenes: Julián Villanueva y Pedro Muñoz, cochabambinos, Juan Goenaga, chuquisaqueño, y Tomás Sarmiento, paceño.

Muchas son las horas de viaje en mula de Chuquisaca a Oruro y de Oruro a Lima. Julián, contemplando a ratos el paisaje, cerrando a veces los ojos, abre las puertas del recuerdo para revivir el pasado, que ahora le parece a la vez muy remoto y muy cercano. A medida que iba dejando los paisajes familiares, iba aumentando en Julián la nostalgia de su tierra.

A ratos no contemplaba el paisaje del altiplano, sino que volvía a ver en su mente el paisaje de Caraza. Iba viendo con cariño las casas de los mozos, los terrenos sembrados, los campesinos encorvados, los pastores con sus ovejas, los arrieros con llamas y mulas, los poblados, los cerros, los molles, los sauces, los maizales, los papales, los cactus, las ulalas, las retamas, los cardosantos.

Mientras miraba el paisaje, sus pensamientos volaron a Cochabamba y a la Caraza de su infancia. Llegaron a la huerta de Chilijchi, donde su padre cuidaba con amor sus árboles frutales y sus flores. Se fueron a los campos que había recorrido junto a su padre, a caballo, admirando los maizales. Recordó la alegría de las cosechas anuales y la tristeza de ese año en que llegaron las langostas. Recordó el llanto de su madre cuando él dejó para siempre la casa paterna. Y recordó, cuando él, arrodillado, recibió por última vez la bendición de su madre: "Dios Padre guarde tu alma. Dios Hijo guarde tu cuerpo. Dios Espíritu Santo guíe y gobierne tus pasos. Amén".

Los cuatro jóvenes de Charcas, juntamente con cinco de Lima, tres de Arequipa, dos del Cuzco y uno de Pisco, comenzaron su noviciado en Lima el 15 de agosto de 1752. En el noviciado Julián se sintió a gusto desde el primer instante, pero al cabo de pocos meses, empezó a extrañar intensamente a su familia. Y además, añoraba el sol, las estrellas, las lluvias, e incluso las tormentas. El cielo casi siempre enfurruñado de Lima aumentaba su tristeza. Pero firme en su vocación, venció sin mayor esfuerzo su amartelamiento, cosa que no sucedió con un arequipeño y un cuzqueño, quienes antes de terminar el año habían vuelto a sus tierras.

Don Cosme y Vicente escribían a Julián con frecuencia. Doña Petrona y las chicas únicamente por su cumpleaños y muy escuetamente. En 1757 Julián recibió la noticia de la muerte de su padre y en 1759 la de su madre. Esos dolores, sufridos en soledad y silencio, lo llenaron de tristeza y nostalgia. En 1760, aun antes de hacer sus últimos votos, Julián renunció a su herencia a favor de sus hermanos Mónica, Catalina y Vicente.

En 1762, terminados sus estudios sacerdotales, el padre Julián Villanueva fue destinado a Chuquisaca. De paso a Chuquisaca, se quedó dos meses en Cochabamba. Supo que de común acuerdo sus hermanos habían resuelto el siempre problemático asunto de la herencia. Mónica se había quedado con la casa de Cochabamba, Catalina con la de Caraza y Vicente con la de Chilijchi. Y la finca había sido dividida en tres partes. Todos sus hermanos estaban casados y las risas y los llantos de los niños alegraban las tres casas.

Desde que llegó a Chuquisaca Julián fue profesor de quichua en la universidad de San Francisco Javier, director de ejercicios espirituales y predicador y “obrero de españoles e indios”, es decir dedicado a la pastoral en castellano y quichua, en la ciudad y en el campo. Como predicador cuaresmal iba todos los años a Tarabuco, y como acompañante del arzobispo en sus visitas pastorales, a veces con el padre Alfonso Barrionuevo y a veces él solo, estuvo en casi todas las parroquias urbanas y rurales de Chuquisaca, Cochabamba, Potosí y Tarija.

Llegó de pronto la orden de expulsión de los jesuitas. El presidente de la audiencia de Charcas, Victorino Martínez de Tineo, había decidido inicialmente proceder en Chuquisaca a la ejecución de las órdenes del rey el 4 de septiembre de 1767. Al saber que ya se había llevado a cabo la expulsión en San Miguel del Tucumán, adelantó la fecha. El 17 de agosto, rumores de motín, o de invasión, o de alguna otra clase de peligro, sobresaltaron a los padres de la universidad y del colegio. "Algo grave está pasando". A petición del padre rector de la Universidad, Filiberto Duarte, arequipeño, el padre Julián Villanueva salió a la calle para averiguar qué sucedía.

El presidente Martínez de Tineo, mediante bando, había dado órdenes de llevar armas y tomar plaza de soldados a todos los vecinos de 15 a 60 años de edad, exceptuando únicamente a los estudiantes y eclesiásticos. Formados diferentes grupos, con jefes y cabos, debían comparecer en la plaza del matadero. A las ocho de la noche del día 17, todos debían presentarse en el palacio del presidente.

Volvió el padre Villanueva a la universidad. En la sala principal estaban todos, incluyendo a los padres y hermanos del colegio San Juan Bautista. Durante todo el día muchos de los padres habían recibido visitas de profesores, alumnos, padres de familia, amigos, y algunas autoridades. Nadie sabía lo que sucedía. El padre Villanueva dijo que oyó a alguien decir que debían sacar de la ciudad a los jesuitas.

A las ocho de la noche, con ruido estremecedor de tambores y pífanos, las tropas rodearon la universidad y el colegio. Cercada la plaza y todas las bocacalles, mediante bando se comunicó la orden del presidente de que ningún vecino salga de su casa en las calles acordonadas, ni transite por la plaza y por el mercado. Colocadas tres horcas altas en la plaza, un pregonero leyó el bando de la expulsión de los padres jesuitas: "Por desacato al Rey Nuestro Señor". Ese pregón se leyó en las calles principales con redoble de tambores.

El 18 de agosto de 1767, a las tres de la mañana, resonaron fuertes aldabonazos en la residencia de los jesuitas. Por orden del superior el hermano portero estaba ya alerta. Con todo, se quedó atónito al ver gente armada. Irrumpieron tres señores, seguidos de una compañía entera de granaderos. Eran el presidente Victorino Martínez de Tineo, el oidor José López Rincón y el escribano Isidoro Toledo. Pidieron ser conducidos al cuarto del padre rector. A éste le ordenaron hacer llamar enseguida a todos los padres. El pobre hermano, como en pesadilla, fue despertando a todos: "¡Nos detienen! ¡Nos detienen!". Todos los jesuitas fueron obligados a reunirse en la capilla de la comunidad para oír la orden del extrañamiento.

Fueron llegando a la capilla 10 sacerdotes y 6 hermanos coadjutores, varios de ellos visiblemente asustados. Con voz de bando, el escribano Isidoro Toledo leyó el decreto: “¡Por orden del Rey!”. Terminada la lectura se hizo un silencio de muerte. Al cabo de un instante, dijo el padre Duarte: "Ya cumplió vuestra señoría las órdenes recibidas. Sírvase despejar esta casa, pues no somos criminales. Sabe muy bien que acataremos las órdenes del rey".

Cuando salieron los jesuitas, custodiados como criminales, estalló el motín popular como una granizada repentina. Con dificultad apartaron los soldados a los que seguían a los padres, muchos silenciosos, muchos llorando y algunos gritando contra el rey y el presidente. Abriéndose paso a codazos, una chola se acercó al padre Julián Villanueva, y llorando le besó las manos, y con rapidez le quitó el bonete de su cabeza, diciendo: "Un recuerdo", y desapareció. Siempre escoltados, los expulsados fueron llevados a Oruro bajo la custodia del capitán José Cárcamo.

Dos hermanos coadjutores del colegio San Juan Bautista se encontraban ausentes, el peninsular Bartolomé Lozano en la hacienda de Caraparí, y el alemán Juan Korrek en la hacienda de Mojocoya. Martínez de Tineo envió órdenes al justicia mayor de Tomina para que los despache a Chuquisaca. Los dos hermanos fueron conducidos con escolta de un oficial y 4 soldados, pero sólo uno de ellos, el hermano Lozano, llegó a Chuquisaca. El hermano Juan Korrek emprendió la fuga, pero fue arrestado después en Paria, cerca de Oruro. Con las manos atadas fue llevado a Tacna.

Llegados a Oruro, los padres fueron hospedados, a expensas del real erario, en el convento de San Agustín, donde ya estaban los dos padres y un hermano del colegio de Oruro, y fueron atendidos con mucha caridad por los padres agustinos. Cuando supieron que habían llegado los padres de Cochabamba, y que estaban hospedados en el convento de San Francisco, fueron a verlos con licencia del corregidor don Saturnino Almanza.

El padre Lazcano llamó aparte al padre Villanueva y le dijo: "Tu hermano Vicente ha venido con nosotros”. Dijo algo a un padre franciscano y más tarde se presentó en la sala don Vicente Villanueva, sombrero en mano. Los dos hermanos se confundieron en un fuerte abrazo, tratando de contener los sollozos. Sin decir una palabra don Vicente le entregó la carta del padre Soto. La carta decía: “Recordado Julián: No puedo olvidar tus juegos de niño, cuando celebrabas misa con las casullitas que te hacía tu abuelita. Que Dios te bendiga y te acompañe siempre. Estoy seguro que desde el cielo tus padres y abuelitos pedirán por ti. Nunca te olvidaré en mis oraciones. Miguel Soto”.

Después de un larguísimo viaje de pesadilla, por fin los expulsos llegaron a Ferrara. Fueron recibidos, ni mal ni bien, por las autoridades eclesiásticas y civiles y por el pueblo en general. Julián sabía que ya se encontraban en Ferrara jesuitas de las provincias de México y Aragón, sin contar a los italianos.

Lo primero que preguntó el superior de los italianos fue quién era el provincial o el superior de la expedición. El provincial era el padre Gumersindo Gómez, limeño, pero era uno de los que llegaron más maltrechos. Si todos estaban como para ir al hospital, él se hallaba a las puertas de la muerte. Como de los tres consultores de la provincia sólo había uno en el barco, durante el viaje el padre Gómez había nombrado consultores a los padres Luis de Fuentes y Julián Villanueva y superior “de la expedición” al rector del colegio San Pablo de Lima, padre Juan de Dios Ramos. Consultados rápidamente los consultores, el padre Ramos, natural de Huamanga, fue presentado como provincial “ad interim” [11].

Supieron los recién llegados que en Ferrara estaba de superior “ad interim” de los peruanos el padre Gabriel Cabrera, natural de Arequipa, maestro de novicios. Como el padre Juan de Dios Ramos estaba casi tan mal como el padre Gómez, lo primero que hizo fue pedir ser relevado de su cargo. Reunidos rápidamente los ocho jesuitas consultores ad interim de la provincia del Perú, acordaron nombrar provincial al padre Gabriel Cabrera. No tardó en llegar de Roma su nombramiento. Su primer acto fue acomodar a los recién llegados.

Quedaban muy pocos lugares disponibles para acoger a los jesuitas de la provincia del Perú. Los jesuitas de las provincias de México y Aragón estaban ya bien acomodados. Lo primero que se resolvió fue juntar en un lugar a los estudiantes de las tres provincias. Los padres de San Francisco cedieron su segundo claustro a los novicios. Los estudiantes de humanidades, los más numerosos, se establecieron en un castillo medieval, cuyos propietarios vivían en Roma. Los de filosofía en un monasterio benedictino abandonado. Y los teólogos en el segundo y tercer patio en la casa de un canónigo.

Lógicamente, jesuitas de cada una de las tres provincias deberían ser los formadores. El padre Villanueva, destinado al juniorado, se instaló en el monasterio benedictino, con el cargo de profesor de latín y castellano. Un día le avisaron que lo buscaba un padre de la provincia de Aragón. Julián lo recibió en una terraza desde la cual se veía toda la ciudad de Ferrara.

El visitante se presentó. “Benito Capdevila, de la provincia de Aragón, nacido en Cervera”. Sin circulonquios de ninguna clase, fue directamente al grano. “Estoy recopilando gramáticas, vocabularios, catecismos y todos los escritos posibles en las lenguas de los indios de América. Me han dicho que usted sabe una de esas lenguas”.

“El quichua”, dijo Julián. “He sido profesor de ese idioma en Chuquisaca. Todos mis apuntes se han quedado allí”. “No importa”, dijo el padre Capdevila. “Vuestra reverencia podrá rehacerlos. Como todo trabajo debe ser retribuido, tengo permiso de mi provincial para disponer de una parte del pago que me hace un marqués, de cuyos hijos soy preceptor de latín”.

“Le acepto el trabajo, pero no es por el dinero”, dijo Julián. “Dejémonos de discusiones”, dijo el padre Capdevila. “Usted necesitará cuadernos, y además, aunque disponga de lo necesario, de su trabajo debe beneficiarse su comunidad. No andemos con remilgos ni con argumentos de votos de pobreza. San Pablo dice que el operario debe vivir de su trabajo. Mi marqués me paga más de lo justo, y ya doy una buena parte a mi comunidad, al teologado donde vivo”. “¿Qué enseña vuestra reverencia?, preguntó Julián. “En el teologado solamente hebreo. Además, doy clases de latín y francés a los hijos del marqués, que no me quitan sino tres horas por semana. Como verá, tengo mucho tiempo disponible”.

Julián quedó encantado. Este trabajo, además de llenar sus horas vacías, le recordaba su tierra. No le costó mucho rehacer los apuntes de gramática que había escrito para sus clases en Chuquisaca. Comenzó por el vocabulario. Iban pasando las palabras de la memoria pasiva a la memoria activa. Después se lanzó a la gramática, siguiendo el modelo de una gramática latina. Siguió con las conjugaciones del presente, del pasado y del futuro. Y luego, con las declinaciones: nominativo, genitivo, acusativo, dativo, vocativo y ablativo.

Terminado el trabajo, lo copió todo para quedarse con un ejemplar. Al cabo de dos meses, según lo convenido, visitó al padre Capdevila, el cual quedó entusiasmado y hasta emocionado. Le hizo repetir los sonidos una y otra vez. Era sorprendente la facilidad con que el padre Capdevila reproducía muy bien los sonidos que habían desalentado a tantos peninsulares en el Perú: Tanta (junto, unido), T’anta (pan), Thanta (cosa vieja, en mal estado).

Sin rumores escuchados, Julián empezó a sentir la atmósfera cargada de algo indefinible. ¿Intuición, presentimiento, sospecha? Le preguntó al padre Capdevila: “¿ No nota algo extraño? Los servidores de esta casa nos huyen. No quieren acercarse a nosotros”. Le dijo el padre Capdevila: “A los jesuitas ya no nos quieren. Fíjese en la gente, y sobre todos en nuestros amigos y conocidos”.

Efectivamente, Julián se dio cuenta de que en la calle la gente o no veía a los jesuitas, o si los había visto, claramente esquivaba su mirada. Una tarde, cuando salió a pasear fuera de la ciudad, en el portón de una mansión leyó este letrero: “Ingresso libero per tutti tranne che per gesuiti”. [12].

El 23 de julio de 1773 Julián estaba adaptando al quichua moderno el catecismo trilingüe (castellano, quichua y aymara) del tercer concilio limense (1584, 1585), cuando sonó la campana a rebato. “Otra vez nos detienen dijo alguien”. Todos sabían ya de qué se trataba. Los jesuitas fueron concentrados en el salón más grande del castillo.

Un sacerdote secular, acompañado de otros cinco, les dijo que deberían reunirse con los otros jesuitas en la Iglesia Catedral. Por todas las calles fueron llegando a la catedral los jesuitas. Los transeúntes miraban asombrados y callados el lento avanzar de los jesuitas. También ellos sabían ya lo que pasaba.

Julián pensaba que las cosas sucedían no como la anterior vez. No hubo protestas, no hubo llanto, pero tampoco hubo manifestaciones de alegría. Si la salida del Perú, más que procesión parecía entierro, en esta ocasión parecía que todos eran llevados como ovejas al matadero, para ser ahorcados. Dada la fama que los jesuitas tenían de revolucionarios, parecía que los transeúntes estaban defraudados al no presenciar escenas de rebeldía. Fueron llegando poco a poco a la Iglesia Catedral los jesuitas italianos, aragoneses, mexicanos y peruanos. Los ancianos ya no tenían lágrimas para llorar. Los demás tampoco lloraban, pero casi todos tenían los ojos humedecidos o iban mustios y enmudecidos. Algunos, muy pocos, hablaban en voz baja.

Julián pensaba que todos pensaban en el futuro inmediato. Goenaga se le acercó y le dijo que había oído decir que dejando de ser jesuitas, pasarían a ser miembros del clero secular, con libertad de entrar a alguna orden religiosa. Los estudiantes irían al seminario, a otra orden religiosa o a sus casas. ¿A qué casas podrían ir los jóvenes expulsos que hubieran decidido no ir al seminario ni pasar a otra orden religiosa, si no se les estaba permitido volver a sus lugares de origen? Añadió Goenaga que otros decían que no se permitiría a los sacerdotes el ejercicio del ministerio sacerdotal.

En el largo trayecto, para no pensar en la tranquilidad del tiempo pasado, ni en la pesadilla del tiempo presente, ni en la incertidumbre del tiempo futuro, Julián se puso a meditar las catorce estaciones del Vía Crucis. Comenzó su meditación contemplando a Jesús en el huerto de los olivos. “Fiat voluntas tua”[13]. Ya al final, cuando entraban a la Iglesia Catedral, pensó en la oración de Jesús en la Cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, y dijo: “Padre, perdónalos, aunque saben lo que hacen”.

El obispo les leyó, sin emoción aparente, y pausadamente, el breve de supresión de la Compañía de Jesús, “Dominus ac Redemptor” [14], firmado por el papa Clemente XIV el 21 de julio. Esas palabras cayeron como lápida sobre un cadáver. Julián pensó: “Consummatum est” [15]. Una frase se clavó en la mente y en el corazón de Julián: “Para salvar el cuerpo a veces es necesario amputar un miembro”.

Al volver a la casa escribió: “Toda nuestra vida hemos mostrado amor y respeto al papa. Hemos hecho voto de obedecerlo para ir a cualquier lugar a donde él nos envíe. Se dice que los borbones han amenazado al papa con un cisma como el de Inglaterra, si no suprime la orden de los jesuitas. Ahora el papa nos manda desaparecer, porque juzga que así salvaremos a la Iglesia. Desaparezcamos pues del escenario, pero si Dios quiere reapareceremos cuando surja un papa que no sea juguete de los poderosos de este mundo. Clemente XIII nos defendió con valentía ante las cortes. Esas cortes, no los cardenales, pusieron en el trono papal a Ganganelli, el papa Clemente XIV, que no es catorce veces clemente”.

Julián buscó de inmediato al padre Capdevila para pedirle que le consiga un trabajo de preceptor en alguna casa de condes o marqueses. “Como el marqués Emiliani y yo ya sabíamos que sucedería esto, me dijo que continuaría en mi trabajo y que yo me iría a vivir con él. Tiene cinco hijos, pero con hijos de amigos y parientes suman 12. Ya desde antes les daba clases de italiano el padre Luigi Martini. El también se irá a la Villa Emiliani. Yo le hablaré de usted para que se haga cargo de los pequeños y les enseñe gramática latina”.

En el año de 1774 el marqués arregló al lado de la capilla una parte de la casa para los ex jesuitas, donde vivían independientes. Con el padre Juan Goenaga, convocado de inmediato por el padre Villanueva, se organizó una comunidad de cinco: el padre Capdevila, superior, escritor y profesor de francés; el padre Martini, ministro, profesor de religión e italiano, y director de ejercicios espirituales; el padre Villanueva, encargado de la capilla, profesor de latín y director de ejercicios espirituales; el padre Goenaga, profesor de música y pintura; el hermano coadjutor español Andrés Queralt, jardinero, carpintero y fac totum [16]; y el hermano coadjutor italiano Pietro Bruzzone, cocinero de los marqueses y de los jesuitas, que comían aparte, salvo los días festivos, que comían con los marqueses.

Con ese arreglo salieron ganando los marqueses y los ex jesuitas. Los marqueses ya no tenían que pagar sueldos y los ex jesuitas tenían todo lo necesario para vivir. Además, los españoles recibían una suma mensual, que les enviaba el gobierno español a los españoles, y la Santa Sede a los italianos. Aunque era exigua, era de todos modos una ayuda.

Todos los días cada uno de los cuatro sacerdotes celebraba misa en la capilla, a diferentes horas y por separado. Los ayudantes eran los dos hermanos coadjutores y un hijo del marqués, llamado Francesco. Los domingos el padre Villanueva, acompañado siempre por el joven Francesco, celebraba la misa a las 7:00 en el convento de las carmelitas, y luego visitaba cárceles y hospitales. En 1785 el joven Francesco Emiliani pidió ser admitido en la Compañía, sin oposición de sus padres.

La zarina Catalina de Rusia, que pocos años antes de la supresión de la Compañía había anexado al imperio ruso los territorios católicos de Estonia, Letonia, Lituania y parte de Polonia, conocidos como la Rusia Blanca (Bielo Rusia), alegando no ser católica no había promulgado el breve pontificio. Por lo tanto, en sus dominios no fueron suprimidos los padres jesuitas. Se decía que Clemente XIV discretamente le había hecho llegar su agradecimiento.

Hasta 1780 los jesuitas de la Bielo Rusia no pudieron admitir novicios, ni siquiera de su territorio. A la muerte del papa Clemente XIV, sus sucesores permitieron primero la admisión de jóvenes de su territorio, y posteriormente de jóvenes de otras naciones. Mantuvieron, sin embargo, durante muchos años, la prohibición de readmitir ex jesuitas.

Los ex jesuitas, en Italia, Francia, Austria, Países Bajos y Estados Unidos principalmente, con la autorización expresa o tácita de los obispos y de los gobernantes se habían constituido en grupos, más o menos semejantes a las comunidades antiguas, en algunos casos incluso con un superior local, que ejercía como provincial. Ya se sabía que iban yendo a Bielo Rusia jóvenes de todos esos países.

El padre Capdevila, que mantenía correspondencia por razones lingüísticas, con muchos ex jesuitas de casi todos los países, por medio de sus numerosos amigos logró la admisión del joven Francesco Emiliani en la Rusia Blanca.

Sabiéndose ya muy enfermo, el padre Capdevila llamó al padre Villanueva y le dio todos sus apuntes recogidos por él, referentes a las lenguas habladas en las provincias de la Compañía, de México, del Perú, del Paraguay y de Chile. Y luego, con autorización de los marqueses hizo llegar de Francia a un ex jesuita, recién ordenado, el abate Jean-Claude de Villette, quien lo sustituyó en sus clases de francés. El 8 de marzo de 1790, falleció el padre Benito Capdevila.

En un ambiente de rutina casi monástica se fueron sucediendo los años. Murió el marqués. Su viuda, doña Mónica, hizo construir un colegio al otro extremo de la villa, bastante lejos de la casa grande. Los ex jesuitas pasaron a vivir a ese colegio, que sin oposición de las autoridades se llamó colegio San Ignacio. Se les agregaron dos más, el español Pedro Gálvez y el italiano Giulio Scappola. El padre Gálvez fue el profesor de historia y literatura, y el padre Scappola de física y matemáticas. En su testamento doña Mónica dispuso que ese colegio pase a los ex jesuitas. Como ellos no tenían personalidad jurídica, quedó registrado como propiedad del obispado.

El padre general, Lorenzo Ricci, preso en el Castel Sant’Angelo, murió el 24 de noviembre de 1775. En octubre de 1782 llegó a Ferrara la noticia de que los jesuitas de la Rusia Blanca, con autorización del papa habían elegido vicario general vitalicio al padre Estanislao Czerniewicz, con plena autoridad, como general. Los ex jesuitas en su fuero interno lo consideraron su general.

El 7 de marzo de 1801, a petición del zar Pablo I y del padre vicario general, Francisco Kareu, el papa Pío VII había reconocido oficialmente a la Compañía en Rusia. El padre Kareu pasó a ser el primer general de la Compañía de Jesús, que empezaba a dar los primeros pasos fuera del túnel, camino a la luz.

Poco después, ese mismo año, el papa Pío VII había permitido su existencia en Cerdeña. El 30 de julio de 1804, a petición de Fernando IV, en Nápoles y Sicilia. En 1810 el ya sacerdote Francesco Emiliani se incorporó a la comunidad del colegio de Villa Emiliani. Entonces sólo vivían el padre Villanueva, ya muy anciano, y el padre de Villette.

Y por fin, el 7 de agosto de 1814, por el breve “Sollicitudo omnium ecclesiarum” [17] Pío VII restableció la Compañía de Jesús en todo el mundo. Dijo que en estos tiempos de mar proceloso la nave de la iglesia necesitaba de la ayuda de expertos remeros. Viajaron a Roma el padre Emiliani, que ya era jesuita, y el padre de Villette. El padre Villanueva, por su edad avanzada no pudo viajar a Roma. En un ambiente emotivo y festivo se proclamó en la iglesia del Gesù la restauración de la Compañía de Jesús en todo el mundo. El padre Tadeo Brzozowski, fue el primer general de la Compañía restaurada en todo el mundo.

Los padres de Villette y Villanueva pidieron ser admitidos en la restaurada Compañía de Jesús. Los padres italianos se hicieron cargo del colegio San Ignacio de la villa Emiliani, que pasó a tener personería jurídica. Los jesuitas de las provincias de España y América pasaron a formar parte de la provincia de España, menos los de México, que tenían suficiente número para constituirse en provincia aparte. El padre Emiliani se quedó en Ferrara. El padre de Villette volvió a Francia, y Julián fue destinado a España, a Valencia, donde murió el 3 de enero de 1819.

Tomás Sarmiento (1734-1800)

El padre Tomás Sarmiento llegó a Juli un día de feria de 1762. Debido a la gran cantidad de mercancías puestas en el suelo, que era difícil no pisar, a la cantidad de animales que podían pisarlo a uno y a los interminables abrazos de bienvenida, parecía que nunca llegaría a la casa de los padres, a descansar, por fin.

Había en Juli cuatro iglesias de piedra, con pinturas y estatuas, obras de artistas locales, y con altares recubiertos de plata. San Pedro pertenecía a los cuancollos, la Santa Cruz a los chinchallas, la Asunción a los llamados incas, que desde ahora estaría a cargo del padre Tomás, y por último, San Juan Bautista, a los ayancas. Cuancollos, chinchallas, incas y ayancas, hablaban aymara.

Poco a poco, Tomás fue conociendo el paisaje circundante. No se cansaba de contemplar los nevados, el Ulla, el Caracollo, el Sapacollo y el Salipucara. Fue a visitar las murallas de piedra, ya en ruinas, que habían hecho los antiguos. Contemplando el altiplano y el lago Titicaca, había llegado algunas veces a sentir fuertemente la presencia de Dios, a percibir su grandeza. Pensó que en contacto con la naturaleza recién estaba aprendiendo a orar.

Tomás había aprendido el aymara juntamente con el castellano, pues en La Paz, en su casa paterna, toda la servidumbre hablaba únicamente aymara. Sólo que, notaba ahora, que tenía la lengua como trabada, y no recordaba ni las palabras más comunes. Pero al cabo de muy pocos meses, ya se expresaba con soltura, causando la admiración de los padres, algunos de los cuales, con más de veinte años de permanencia en Juli, o no hablaban en absoluto o hablaban de la forma más chistosa, como niños, confundiendo las consonantes y construyendo las frases al revés.

Como encargado de la iglesia de la Asunción, le asignaron 40 comunidades del campo. Pero al cabo de un año, debido a su conocimiento del aymara, lo nombraron administrador de las ocho estancias, en las que se cultivaba papa, papa lisa, oca, quinua y cebada. Había en ellas, en total, quince mil llamas, cinco mil ovejas y ochenta cabezas de ganado vacuno. Una parte del producto se destinaba a los pobres, otra a los músicos y sacristanes, otra a los enfermos y viudas, y a todos los que no tenían con qué pagar el tributo al rey, y otra por último, para ayuda de los mitayos, que cada año debían ir a Potosí, teniendo que recorrer una distancia de 150 leguas.

Un año después, se murió el enfermero y boticario de Juli, el hermano Antonio Delp, alemán. Un hermano, también alemán, pasó a ser el administrador de las fincas. Tomás, que siempre fue aficionado a las hierbas medicinales, y que en sus visitas a las haciendas había aprendido mucho de los janpiris [18] y, sobre todo, de los callawayas [19], que continuamente visitaban los pueblos del altiplano, acabó siendo el enfermero y boticario de Juli. En 1766 fue nombrado superior de Juli.

El 2 de septiembre de 1767, por la mañana, el jilacata [20] Silvestre Limachi preguntó por el padre superior. El jilacata le dijo que por unos arrieros sabe que están botando a los padres jesuitas de todas partes, que dice que los han sacado ya de Tucumán, y que los están sacando de Tarija y de Chuquisaca. De inmediato el padre Sarmiento reunió a los otros cinco padres y les comunicó la noticia. Se presentó nuevamente Silvestre Limachi con los cuatro alcaldes. Limachi dijo: "Hemos mandado chicos a los caminos para que con pututus [21] nos avisen cuando vean polvareda".

A las cinco de la mañana del día 3 de septiembre, sonaron, lastimeros y persistentes, los pututus. De inmediato, las campanas de las cuatro iglesias de Juli tocaron a rebato. Cuando las campanas callaban se seguía oyendo el sonido de los pututus. Mucho antes de llegar al pueblo de Juli, el comisionado, don Filiberto Moruno, justicia mayor de Potosí, que venía con 50 soldados, al oír los pututus y las campanas envió dos soldados a pedir refuerzos a Ilavi, donde estaba ya un ejército acantonado, en previsión de disturbios.

Al ver a la muchedumbre enfurecida, que con picotas, palos y piedras impedía el paso de los soldados, Moruno decidió esperar. Llegaron los refuerzos: una tropa de 200 soldados. De todos los puntos seguía llegando la gente, hombres y mujeres, ancianos y niños. Con el parecer de sus acompañantes: dos alcaldes ordinarios de Chucuito y los alcaldes mayores de Yunguyo, Zepita y Desaguadero, y el capitán de la tropa, Moruno decidió no intervenir. Los mismos soldados estaban asustados. Presentían que podían ser linchados.

Corría la voz de que habían venido soldados a degollar a los padres. Al caer la noche, la plaza y las calles adyacentes seguían llenas de gente, y había fogatas por todas partes. A medianoche, con lluch'u[22] y poncho, entró Moruno a la casa de los padres. Reunidos todos, les leyó la orden del rey. Habló con el padre Tomás Sarmiento y le dijo que a su parecer no había modo de sacar a los padres sin librar batalla. El padre Sarmiento le pidió permiso para consultar con los padres. Al cabo de un momento le dijo: "Saldremos con sombrero, lluch'u y poncho, uno por uno, cada media hora. Mande usted a alguien que nos escolte". Y así, de uno en uno, acompañados por soldados, también vestidos con lluch'u y poncho, los seis jesuitas de Juli salieron en dirección de Tacna.

El puerto del Callao era una de las llamadas "cajas de depósito", donde fueron literalmente hacinados los jesuitas. El 28 de diciembre de 1767 zarpó del Callao "El Peruano", rumbo al Cabo de Hornos, con 181 jesuitas. Entre ellos estaban los padres Laureano Arenas, Ignacio Lazcano, Manuel de Casafranca, Juan de Dios Lopetegui, los hermanos Santiago Jócano y León Bravo, el padre Pedro Muñoz, que quería dejar de ser jesuita, y el padre Rosendo Lora, que quería serlo nuevamente, procedentes de Cochabamba. Estaban también los padres Julián Villanueva, Gerónimo Bossa y Alfonso Barrionuevo y los hermanos Bartolomé Lozano y Juan Korrek, procedentes de Chuquisaca. Los otros jesuitas de Chuquisaca irían en otro barco. De Juli estaba solamente el padre Tomás Sarmiento. En el barco había también 4 novicios de la Provincia del Perú. Junto con los jesuitas iba un padre dominico, peninsular, devuelto a España por el virrey por haber defendido a los jesuitas en Lima, desde el púlpito.

Entre los jesuitas expulsos, ya en Lima se habían ido formando varios grupos que empezaron a ser conocidos como disidentes. En el barco se apartaban de los otros y ya no se sentían ligados a los superiores. La inmensa mayoría eran criollos, deseosos de volver un día a sus tierras. Muchos de ellos, tocados del resentimiento contra los peninsulares, que iba en aumento en los virreinatos, procuraban alejarse de éstos. Uno de los disidentes era el cochabambino Pedro Muñoz, que había sido compañero de estudios, en toda la formación, de Julián Villanueva, de Tomás Sarmiento y de Juan Goenaga.

Julián veía con creciente desagrado que Tomás conversaba mucho con Pedro Muñoz, que era uno de los jefes de los disidentes, y que con gran habilidad y fuerza de convicción, arrastraba a muchos, comunicándoles su amargura, sosteniendo que había que salir de la Compañía, y que con seguridad las autoridades permitirían el regreso al Perú de los ex jesuitas.

Les costó mucho a Julián, al padre Lazcano y al padre Arenas, mantener a Tomás alejado de los disidentes. Tomás se estaba ya convenciendo de que dejando la Compañía podría volver al Perú. El desastre del exilio, el amor crecido a la tierra natal, que se abandonaba a la fuerza, la comunicación entre los amargados y acobardados, irrumpían sin freno. Entre los peninsulares y entre los extranjeros, bohemos, flamencos, sardos, había pocos disidentes. La mayoría de los peninsulares y extranjeros, hondamente preocupados por lo que veían, trataban de poner calma en la tempestad de las almas. Julián, pensando en Tomás, escribió unos versos. Entre varios hicieron copias para que fueran distribuidas entre los no disidentes y los disidentes:

"Mi querida Compañía,

como apresada con fierro,

triste de noche y de día ,

te diriges al destierro.

Jesuita, hijo mío,

toda la tierra es tu tierra.

A un nuevo campo te envío,

que es de amor, y no de guerra”.

A esos versos el padre Alfonso Barrionuevo les puso música andina. Y así, sobre todo al caer la tarde, muchos jesuitas los cantaban, unos alegres, otros serios y algunos emocionados.

Un hermano flamenco, que por ser enfermero era bien recibido por todos, se acercaba con preferencia a los disidentes. Atendía a todos con amor casi materno. Y acabó siendo el único vehículo de unión entre todos los jesuitas del barco. Fue este hermano, de apellido Raest, quien logró alejar de los disidentes a Tomás y a algunos más. Mucho tiempo después, ya en Ferrara, Tomás le contó a Julián que lo que lo decidió, principalmente, a alejarse de los disidentes, fue la lectura y el canto de unos versos que le entregó una tarde el hermano Raest.

Con el papel de los versos en la mano, Julián le dijo: "Tenemos que amar a la Compañía, pero saliendo de la tristeza y mirando el futuro con paz en el corazón. Ya no mires atrás. No debemos permitir que nuestras lágrimas nos ahoguen. No tenemos derecho a quedarnos en la oscuridad. Vayamos a donde vayamos, estemos donde estemos, tenemos que ser jesuitas, dedicados a comunicar el evangelio a todos, no solamente a los americanos. Ese amor a la patria, que todos sentimos, puede volverse peligroso, pues nos hace olvidar nuestra obligación de ser apóstoles en cualquier parte del mundo. Lo que yo veo en muchos de los nuestros es que está prevaleciendo su condición de peruanos sobre su condición de cristianos, de religiosos, de jesuitas".

Preguntó Tomás: "¿Y qué haremos en el exilio?" Julián le contestó: "Nuestra misión es confesar mientras haya penitentes, predicar mientras haya oyentes y rezar mientras podamos".

"El Peruano" arribó al Puerto de Santa María el 30 de abril de 1768. Los jesuitas, conducidos a Cádiz, fueron hacinados en un edificio llamado La Guía. Los padres Laureano Arenas e Ignacio Lazcano, con otros quince enfermos, fueron llevados al hospital San Juan de Dios. Pocos días después el padre Arenas falleció, repitiendo en latín la fórmula de los primeros votos: "…ut vitam in ea perpetuo degam" [23]. Los 4 novicios de la provincia del Perú fueron hospedados en el convento de San Francisco, donde se encontraron con 35 novicios de la provincia del Paraguay, 17 de la de México, 16 de la del Nuevo Reino de Granada y 9 de la de Chile. Apenas llegados a Ferrara falleció el padre Lazcano, atendido por Julián Villanueva. Ferrara, situada en medio de la inmensa llanura del Po, acogió a los jesuitas expulsos de las provincias de Aragón, México y Perú. Se imponía sobre las casas plebeyas el inmenso castillo de los duques de Este, con sus cuatro torres pintadas de rojo. Los jesuitas italianos tenían un colegio. Estos jesuitas, con la ayuda de los padres de familia y de muchas amistades fueron acomodando a los recién llegados en palacios y vetustos caserones abandonados. Ferrara era una ciudad fantasma. Tomás fue acomodado en una mansión cerrada de la familia Rondinelli, que se había trasladado a Roma.

Un día Tomás recibió una visita inesperada. Un padre de la provincia de Aragón, Benito Capdevila, le propuso escribir una gramática en lengua aymara. El nunca había escrito nada en aymara. Se lo dijo. “No importa”, contestó el padre Capdevila. “Usted escribirá. Recibirá una suma inferior a lo justo, pero recibirá algo”.

Medio acongojado, Tomás fue a ver a Julián Villanueva. Se dio cuenta Julián del parecido que había entre el quichua y el aymara. Era sorprendente. Le enseñó a escribir los sonidos inexistentes en castellano, y le ayudó a encajar, mal que bien, la sintaxis aymara en el esquema de la lengua latina.

Después de más de tres semanas sin destino, sin ocupación fija, por fin Tomás fue llamado por el provincial, padre Gabriel Cabrera. Habían sido condiscípulos en toda la formación. El padre Cabrera le dijo que la pensión real que cada uno de los jesuitas recibía alcanzaba apenas para comer, y que era por lo tanto necesario que cada uno tenga una ocupación remunerada, y que él debía pensar en lo que debía proponer para subsistir.

Las casas de formación ya contaban con el personal necesario. Si bien se pudo encontrar alojamiento para todos, y se recibía alguna ayuda de los jesuitas italianos, del obispo y de muchos amigos de la Compañía, había que pensar en que cada uno tenga algo que hacer, y mejor si se podía conseguir un trabajo remunerado.

Después de pensar un rato, “puedo ser enfermero o boticario”, dijo al fin. El padre Cabrera sonrió. “Claro”, dijo. “Si ya en el juniorado usted nos curaba con barro y con hierbas. Hablaré con el rector del colegio San Luigi Gonzaga, que me pidió un capellán para un hospital. Estuve pensando a quién podría enviar y no me acordé de usted. Hoy mismo iremos a verlo”.

El rector del colegio San Luigi Gonzaga era el padre Giovanni Imoda. El padre Cabrera llevó al día siguiente al padre Sarmiento al hospital. El director no estuvo de acuerdo al principio, pues se dio cuenta de que Tomás no sabía italiano. Tomás adivinó al instante la causa de su vacilación. En algo bastante parecido al italiano dijo: “En duos menses yo aprenderé”.

Efectivamente, antes de los dos meses ya hablaba el italiano con soltura, cometiendo muy pocos errores. Quedó admitido como capellán, con cuarto en el mismo hospital. Pero no acabó ahí la cosa. Se vio muy pronto que era un enfermero de extraordinario nivel. El director del hospital le sugirió que siga cursos de medicina. Tomás aprendió medicina prácticamente practicando con el mismo director y estudiando hasta altas hora de la mañana, flanqueado por dos grandes candelabros. El día de año nuevo del año 1772 el director le dijo que el 6 de enero, festividad de los santos reyes, recibiría su toga de médico.

Un día todos los jesuitas fueron notificados de que deberían presentarse en la catedral. Ya no se trataba de un rumor sino de una certeza. Los jesuitas serían suprimidos. En un silencio de muerte la catedral se fue llenando. Entraban los jesuitas de todas las edades, italianos, aragoneses, mexicanos, peruanos. Llegó el obispo, con mitra y capa pluvial. Leyó el breve del papa pausadamente. Al final se le quebró la voz. Ordenó a los ex jesuitas que se arrodillaran. Les dio la triple bendición y ahí acabó todo.

El padre Sarmiento llegó a ser director del hospital. En 1790, anciano y enfermo, fue acogido por Julián en la Villa Emiliani, donde falleció en 1800.

Juan Goenaga (1734 – 1801)

A su llegada a Santa Cruz, el padre Juan Goenaga fue cálidamente acogido por los cinco jesuitas de la comunidad: tres sacerdotes y dos hermanos. Tres días más tarde continuó su viaje a Buenavista. A la entrada del pueblo, el cura doctrinero, padre Jorge Salvatierra, criollo de Lima, y los feligreses, lo recibieron con fiesta, con cariño, y lo hicieron pasar bajo arcos triunfales al son de los sonidos disonantes de campanas, tambores y cornetas.

Cinco años vivió el padre Goenaga en Buenavista, pueblo formado por chiquitanos y chiriguanos. De inmediato se dio a conocer como extraordinario músico y pintor. En ambos campos pudo desarrollar sus cualidades sin ningún contratiempo. Los jesuitas de Santa Cruz de la Sierra servían de puente entre los misioneros de Mojos y los de Chiquitos. De ese modo pudo Goenaga mejorar sus conocimientos y conocer las partituras del gran Zípoli.

Por otra parte, cada año iba a las misiones de Chiquitos. Pasaba un mes con el padre Martín Hutter para mejorar sus conocimientos en música, pintura, arquitectura y carpintería. Lo que más lo entusiasmó fue fabricar violines. Después pasaba al pueblo del padre Antonio Huyssens para aprender chiriguano y chiquitano. Cuando ya se sentía un poco más seguro, a punto ya de hablar con soltura, fue destinado en abril de 1755 a las misiones de Mojos, al pueblo de San Pedro.

De Buenavista a Paila fueron doce horas de recorrido a caballo por un camino muy cómodo. Todo era verde, verde y verde. Monotonía. Goenaga se ponía a pensar con nostalgia en los cerros de su tierra natal, que ofrecían nuevas vistas a cada recodo de los caminos. Al ver los ríos se quedó mudo, fascinado por la grandiosidad, la hermosura, la inmensidad de la naturaleza y la pequeñez del hombre. A los ocho días de navegación llegó a San Pedro.

Desde niño aprendió en su casa a jugar chaquete, y en Lima había jugado ese juego muchas veces, especialmente con Julián Villanueva. Un buen día se le ocurrió la brillante idea de fabricar tableros de chaquete. La madera era fácil de conseguir. Hizo los dados de huesos. Luego le vino la idea de fabricar escritorios, con muchas cajas y cajoncitos secretos, no fáciles de encontrar. Lo primero que hizo fue instalar una fábrica de violines, tableros de chaquete y escritorios. Los tableros de chaquete y los escritorios llegaron a ser en poco tiempo la principal fuente de ingresos para las misiones de Mojos. Los arrieros los llevaban a Cochabamba, de donde el padre Ignacio Lazcano los enviaba a Chuquisaca y a Lima. La enorme dificultad de hacer llegar a Cochabamba, pasando por Santa Cruz, chaquetes, escritorios, cacao, vainilla y almendras, constituyó siempre un problema para los misioneros.

Ya el hermano José del Castillo, en 1683 había intentado abrir ese camino. Se decía que faltando solamente diez días para llegar a destino, había fallecido ahogado en un río. Igualmente infructuosos fueron los intentos realizados por el padre Ignacio Lazcano desde Cochabamba y por el padre Atanasio Berger desde San Ignacio. Goenaga resolvió dedicarse personalmente a abrir ese camino, pero apenas llegado lo nombraron superior de la misión.

Esta vez sin profesor, se puso con ahinco a aprender el idioma del lugar, llamado canichana, que le pareció más dulce, más armonioso, y por lo tanto más fácil que el chiquitano y el chiriguano. Para la Semana Santa de 1756 estaba ya pasablemente habilitado para oír confesiones, pero no se atrevía todavía a predicar. Al año siguiente estuvo ya en condiciones de predicar el sermón del mandato del Jueves Santo, y el de la pasión el Viernes Santo.

En 1763 una peste asoló las misiones de Baures, causando la muerte de más de 500 personas, entre ellas la de un misionero andaluz, cura de Magdalena, el padre Juan Manuel Cifuentes. A esta desgracia se sumó otra. Los portugueses acantonados en el fuerte Beira, al otro lado del Itenes, atacaron el pueblo de Santa Rosa. En el ataque murieron más de 100 personas. Los portugueses se llevaron unos 50 cautivos, entre ellos al padre Atanasio Berger, alemán, quien más tarde fue cambiado por un capellán portugués, encontrado herido a una legua de Santa Rosa. El padre Berger escribió al padre Goenaga comunicándole que en Beira se rumoreaba que los jesuitas serían expulsados de los territorios españoles como lo habían sido ya de los territorios portugueses. El padre Goenaga de inmediato escribió a los padres de Santa Cruz, transmitiéndoles el rumor.

Frente al fuerte portugués no había más que un insignificante rancherío, pomposamente llamado guarnición, formado por veinte soldados cochabambinos y chuquisaqueños y seis civiles voluntarios cruceños, muy jovencitos. Llegó de Santa Cruz un capitán español, Eulalio Mucientes, con cien soldados más, entre españoles y criollos. Se presentó al capitán español el cura de San Pedro, Juan Goenaga, con doscientos canisianos. Los portugueses no pudieron vencer a los españoles. Se evitó el avance de los portugueses, pero lamentablemente, se perdieron muchas vidas humanas.

En 1765 llegó a Mojos el coronel de ingenieros don Antonio Aymerich, con 500 hombres, paceños, orureños, cochabambinos, potosinos, chuquisaqueños, cinteños, vallegrandinos y cruceños, esperando órdenes para atacar a los portugueses acantonados en Santa Rosa. Apenas llegados, los soldados se entregaron al saqueo, atenaceados por el hambre. Abrumados por el calor y cansados del largo viaje, muchos se volvieron a sus tierras y algunos se pasaron a los portugueses. Uno de los soldados se inventó esta copla:

"Es Mojos, en pocas voces,

unas pampas pantanosas,

unas aguas cenagosas,

unos padres vicedioses,

unos caimanes feroces,

dos telares de algodón,

tal cual caballo rabón,

una maligna terciana,

unas indias con sotana

y unos indios sin calzón.

Es una región sin trigo,

es un perenne hormiguero,

es un terrible aguacero,

un sur, cruel enemigo.

Es la muerte. Poco digo.

Es un infierno a los ojos,

es murciélago con piojos,

y si bien lo he de decir,

cuanto mal puede venir,

es definición de Mojos".

En un mes, siete sucesivos correos, a caballo, en mula, o en canoa, cruzando valles, cordilleras, ríos y llanos cenagosos, hicieron llegar a San Pedro las órdenes reales. El coronel don Antonio Aymerich se encontraba en San Pedro, alojado en la casa de los padres. El 5 de octubre de 1767 un estafeta militar trajo cartas para el padre Goenaga y para el coronel Aymerich. A Goenaga se le comunicaba que habiendo fallecido el presidente de la audiencia de Charcas, don Juan de Pestaña, en abril de ese año 1767, su majestad el rey Carlos III había nombrado para sucederlo a don Victorino Martínez de Tineo.

Además de la carta en la que se le comunicaba el nombramiento del nuevo presidente, Aymerich recibió su orden de proceder a la expulsión de los jesuitas. Aymerich no salía de su asombro. La orden decía: “Deberá caer de improviso como el rayo sobre los padres, apoderarse de todos sus bienes y papeles, y formar acto continuo inventarios de todo lo confiscado”. Le angustiaba sobre todo, la orden de “expulsar a todos, sin exceptuar a los ancianos y enfermos, bajo pena de muerte a los comisionados culpables de no ejecutar esa disposición en todo su rigor”.

Pensando en el anciano padre Juan Ollé, catalán como él, se sintió abrumado. Leyó repetidas veces la extraña orden del rey. Grande también era su congoja pensando en el padre Mayer, quien con toda dedicación estaba colaborando con las autoridades españolas en la búsqueda de un lugar adecuado para establecer un fuerte español. A pesar de sus diferencias, había surgido entre ellos una profunda amistad. El presidente Pestaña, muy amigo de los padres jesuitas, había muerto. Y ahora, el nuevo presidente, cumpliendo órdenes del rey, ordenaba la expulsión de los jesuitas. Se preguntaba Aymerich qué hubiera hecho Pestaña, que apreciaba tanto como él al padre Mayer.

Terminados sus estudios sacerdotales en 1750, el P. Karl Mayer, alemán, había sido destinado a las misiones de Mojos, al pueblo de Magdalena. Al año de su llegada, el virrey del Perú, José Manso de Velasco, pidió a los padres de Mojos que designaran a uno de ellos como asesor de las autoridades españolas para la demarcación de límites entre los territorios dependientes de España y Portugal. El padre Mayer era el único capacitado para esa labor, y fue, naturalmente, el elegido.

Durante nueve años, valiéndose de antiguos mapas portugueses y españoles, de su propia experiencia, y de datos proporcionados por los jesuitas y los pobladores de las reducciones, el padre Mayer elaboró un nuevo mapa de la zona, entre los ríos Mamoré y Marañón, por un lado, y los ríos Apurimac y Manu, por el otro. En 1760 entregó el mapa al presidente de la audiencia de Charcas, Juan de Pestaña.

En 1765 el presidente Pestaña, pidió al padre Carlos Mayer que estudie, juntamente con el coronel Aymerich, el lugar más adecuado para fundar un fuerte español, que además pudiera tener población estable, a fin de poder defender mejor la frontera con el Brasil. Aymerich y Mayer no pudieron ponerse de acuerdo. Aymerich opinaba que el lugar más adecuado era en la confluencia de los ríos Itenes y Mamoré. En cambio, el padre Mayer opinaba que el mejor sitio era la desembocadura del Manu en el Mamoré. Según él, era el mejor lugar, pues esa región producía vainilla, cascarilla, palo santo, goma, copal y algodón.

Sin romper la paz profunda del atardecer, llegaba a oídos de Aymerich el canto de los fieles reunidos en la iglesia. En el comedor el padre Goenaga le preguntó si el nuevo presidente Martínez de Tineo continuaría los planes de Pestaña. Extrañamente, como ido o alelado, Aymerich sólo dijo: "No sé", y alegando cansancio, se fue a su cuarto. Al verlo salir, el padre Goenaga pensó repentinamente en el rumor de expulsión al que se refirió el padre Berger. Después de un momento de oración en la capilla, salió a pasear por las calles silenciosas de San Pedro, para despedirse.

Aymerich no pudo dormir. Pensaba ahora que sin los jesuitas poco se podría hacer contra los portugueses. Los mejores defensores de las fronteras eran los indios de las reducciones. Los soldados del interior no servían. Y los indios, sin la intervención de los padres, no podrían ser reclutados. Estaba seguro de que otros sacerdotes, seculares y frailes franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios, de cuya inminente llegada hablaban los despachos, no podrían sustituir a los jesuitas.

En la audiencia de Charcas sólo los jesuitas conocían las lenguas de Mojos. Debido a su salida repentina, su larga experiencia no podría ser transmitida a sus sucesores, que llegarían como catapultados, sin ninguna orientación y sin cohesión de grupo. Era claro que las misiones pasarían a manos militares o civiles. Ninguna otra orden religiosa podría hacer lo que los jesuitas hacían.

Al día siguiente, Aymerich entró a la iglesia. Era domingo, misa cantada. Coro de adultos y de niños, solos de niños, voces de ángeles, órgano, violines, arpas, bajones. Aymerich, la cabeza entre las manos, siguió, con creciente angustia la solemne liturgia. En ninguna parte de la audiencia de Charcas se celebraban las misas con tanta perfección y belleza como en las misiones de los jesuitas de Mojos y Chiquitos.

Aymerich no podía callarse por más tiempo. Después del desayuno buscó al padre Goenaga. Mirando al suelo, sin palabras, le entregó el despacho. Goenaga sólo dijo: "¿Por qué?". Y sin esperar respuesta, dando la espalda a Aymerich, salió a la plaza y se alejó, caminando lentamente, repentinamente envejecido.

Una noche triste es una noche muy larga. El padre Goenaga, cerrando los ojos veía las caras, oía las voces, las risas de los niños y los cantos de su coro. Caras y nombres de ancianos, adultos y niños llegaban a su mente para pasar a su corazón, donde se convertían en plegarias. Repetía los nombres de los pueblos, recordando los lugares: San Pedro, Loreto, Trinidad, San Ignacio, San Borja, Magdalena….Eran pueblos prósperos. Había en ellos telares, forjas, talleres de cerámica y carpintería. En las vastas llanuras se cultivaba el cacao. El ganado, introducido por los jesuitas, era una verdadera bendición. "¿Qué dirán los padres? ¿Y nuestros mojeños?”

Sabía Aymerich que debía sacar a los jesuitas antes de que comenzaran las lluvias. Resolvió reunirlos a todos en Loreto, puerta de salida a Santa Cruz. De acuerdo con Aymerich, el padre Goenaga escribió a los padres con instrucciones precisas para evitar la alarma de la gente. El comisionado enviado a Magdalena escribió a Aymerich pidiendo que se permita quedarse al padre Ollé por causa de su edad muy avanzada. Le contestó Aymerich: "Animará vuestra señoría al padre Ollé a que siga a sus compañeros, pues no puede quedarse ninguno, y espero lo aliente vuestra señoría con su buen modo. El rey ordena que nadie se quede, aunque haya de morirse por el camino". Y estampó su firma, avergonzado.

Cuando ya estaban saliendo los jesuitas, los miembros del cabildo indígena de Loreto entregaron al coronel Aymerich una carta al rey de España, pidiéndole "devolver a nuestros padres". Aymerich se la dio al padre Goenaga.

Pasadas ya las lluvias, el 22 de mayo de 1768 salieron los padres de Santa Cruz. Eran los últimos, 7 misioneros de Mojos y 5 de Chiquitos, entre los cuales se encontraba el padre Antonio Huyssens. Los padres Ollé, Mayer y Huyssens fueron penosamente transportados en hamacas desde Santa Cruz, rumbo a Mizque, a Cochabamba y a Oruro.

A las pocas horas de salir de Santa Cruz, el padre Ollé entró en agonía. Se detuvo la caravana. Los soldados, todos respetuosos, destocados y avergonzados, oían desde lejos los cantos y los rezos. Un chiquitano, que acompañaba al padre Huyssens, y que no conocía al padre Ollé, se acercó al moribundo y le besó las manos. Fue la despedida que no pudieron darle los mojeños. Lo enterraron al borde del camino. Llegaron a Cochabamba el 2 de julio, y fueron conducidos al convento de Santo Domingo. Esa noche, en agonía larga y penosa, murió el padre Mayer, asistido por el P. Goenaga.

El 22 de agosto reanudaron los expulsos su viaje. Hasta el camino de salida a Caraza los acompañó mucha gente, como en procesión. Muchos rezaban. Aquí y allá dirigían los rezos un padre agustino y un sacerdote secular. Por el llanto, más que procesión, parecía un entierro. En Caraza les dieron de comer los padres agustinos. Cerca ya de Tapacarí, apareció un agustino dando grandes voces: "¡Padres míos! Que el Señor los bendiga y castigue a los malvados que dejan sin pastores a los cristianos!". Como no se callaba, los soldados se lo llevaron a rastras.

Llegados a Oruro, fueron hospedados en el convento de San Francisco. Al amanecer del 7 de septiembre de 1768 murió el padre Huyssens. Ya en el largo viaje se había fijado el padre Goenaga que el padre Huyssens no soltaba un maletín. Lo abrió y vio que contenía cuadernos con apuntes de diversos idiomas. Pensando que algún día esos escritos serían útiles, se quedó con el maletín.

Los misioneros que venían de los últimos confines, 16 de Mojos, 2 de Chiquitos y 7 de Maynas, salieron de Panamá el 1º de marzo de 1769. Llegaron a Chagres el 5, después de un viaje accidentado, en el que la nave perdió el timón. Frente a Bocachica los tomó un temporal y casi naufragaron. El 25 de marzo arribaron a Cartagena de Indias y salieron de allí el 11 de mayo, rumbo a La Habana, en varios navíos que transportaban tropa. Llegaron a La Habana el 13 de junio. No se les permitió bajar a tierra.

El día 27 los misioneros de Mojos y Chiquitos fueron trasladados a la urca "La Sueca", y emprendieron el viaje al Puerto de Santa María. Durante el viaje murió el padre alemán, Atanasio Berger, misionero de Mojos. El 24 de agosto de 1769 llegaron al puerto de Santa María, última "caja de depósito".

Los españoles, peninsulares y criollos, fueron separados de los extranjeros. Sabiendo que nunca más se verían, se abrazaron, y como tantas otras veces en sus vidas, sin mirar atrás siguieron adelante. Los peninsulares y criollos fueron enviados a los Estados Pontificios. Los de la provincia del Perú fueron a Ferrara, y los de la provincia del Paraguay a Faenza. Los extranjeros, a sus respectivos países. Fueron puestos aparte los disidentes de todas las provincias, que habían manifestado por escrito su voluntad de dejar la Compañía de Jesús. Ellos pensaron que podrían regresar a sus tierras, pero fueron enviados a Roma.

Ferrara era una ciudad decaída, de pasado glorioso. Los ancianos y enfermos fueron acogidos en el colegio de la Compañía, de los padres italianos. Más de 500 jesuitas de las provincias de Aragón, México y Perú, tuvieron que buscar acomodo en vetustos caserones y en palacios abandonados.

El padre Goenaga, destinado al filosofado, fue nombrado profesor de música. Al principio se sintió cohibido, con un si es no es una especie de complejo de inferioridad, sobre todo con respecto a los jesuitas de la provincia de Aragón. En el barco le había hecho mucho daño un comentario de un padre peninsular toledano, quien opinaba que los de la provincia de Aragón: aragoneses, catalanes, valencianos y mallorquines, eran soberbios y miraban con desprecio a los jesuitas de Castilla, Toledo y Andalucía. “Ellos son de la santa provincia”, dijo con sorna. El padre Goenaga se quedó pensando. Los únicos catalanes que había conocido eran el padre Ollé y el coronel Aymerich. El padre Ollé era un jesuita sumamente piadoso y sencillo, nada engreído. Y el coronel Aymerich le parecía un hombre correcto, quizá demasiado serio y de pocas palabras, pero de trato muy agradable.

Comentó sobre este punto con Julián Villanueva. Este se rió y dijo: “En todas partes se cuecen habas y en mi tierra a calderadas. Lo que yo creo es que hay de todo en todas partes, y que es un absurdo clasificar a las personas con estereotipos. Pero esos estereotipos existen. Curiosamente, siempre hay algunas personas que corresponden a los estereotipos”. Y añadió: “Muchos opinan que el más estirado y creído es el vascongado padre Urrunaga, ganando a todos los catalanes. Yo he vivido con él y sé que se puede comparar a una tuna, patanpi infierno, uranpitaq cielo [24]. Y de más de un andaluz se puede decir lo contrario, que son parecidos al ají, patanpi cielo, uranpitaq infierno [25].

Yo he conocido bastantes catalanes y me parecen en general muy tratables. Pero es cierto que se suele poner un cartel en la frente de las personas. Así como entre nosotros, los limeños están clasificados como pedantes, los arequipeños como alegres, los cuzqueños como sucios, los paceños como hoscos, los potosinos como amables, los chuquisaqueños como picantes, los cochabambinos como ladrones y los tarijeños como flojos, en general los no aragoneses a los aragoneses los consideran amargados, a los catalanes “mich’as” [26], a los valencianos ociosos, y a los mallorquines sonsos. Y los aragoneses dicen que los vascos son gritones, los gallegos ignorantes, los castellanos dominantes y los andaluces danzantes.

Volviendo al peninsular del que me hablabas, sin decirme el nombre, pero yo supongo de quién se trata, te diré que me parece muy curioso y lamentable, que un jesuita se exprese sobre otros jesuitas en los mismos términos que los enemigos de la Compañía”.

El padre Goenaga se entregó de lleno a su nueva tarea. Era el organista oficial en las celebraciones litúrgicas, daba clases de solfeo y dirigía el coro. Haciendo revivir mentalmente las partituras del recuerdo, a veces tocaba y cantaba las “Alabanzas a San Ignacio” de sus añoradas misiones de Mojos:

“San Ignacio, fundador,

te invocamos protector.

Santo Ignacio, confesor,

tus hijos con esperanza,

llenos de fe y amor

entonamos tu alabanza.

Está en su Dios inspirado,

y de la Virgen María

su espíritu iluminado.

Fundó así la Compañía

con el nombre de Jesús.

En su instituto consigna

que carguen con la cruz

a mayor gloria divina.

En un solo libro encierra

sus preceptos y ejercicios.

Aplauden el cielo y la tierra

tan benéficos servicios”.

Ya sabía que un padre catalán, de apellido Capdevila, iba visitando las casas de los mexicanos y peruanos buscando jesuitas hablantes de lenguas americanas. En efecto, no tardó mucho el padre Capdevila en hacerse presente. Era un hombre impresionantemente blanco, de ojos azules, color de cielo o de mar. Recordó el padre Goenaga la amada lengua canichana y se puso a escribir su gramática.

Aún así, muchas eran las horas de ocio. En tantas horas vacías su mente volvía a llenarse con los recuerdos de las misiones de Mojos. Para no dejarse vencer por la nostalgia resolvió dedicarse a las labores manuales y volver a su oficio de carpintero. En la casa había ya tres hermanos coadjutores carpinteros, y muy buenos. Supo, sin falsa humildad, que los superaría de inmediato, y que ellos acabarían siendo sus ayudantes.

Rechazada con energía esa posibilidad, pensó en la huerta y en la jardinería, pero ambas actividades eran el dominio de los hermanos coadjutores y de los estudiantes. Un día que salió a pasear por el campo se hizo repentinamente la luz. Se dedicaría a la pintura. Volvió a la casa como una exhalación, y sin pensar más pidió al rector del juniorado, padre Estanislao Lladó, catalán, permiso para dedicarse a esa ocupación, sin dejar la música, y por lo tanto con autorización plena para comprar caballete, bastidores, pinturas y pinceles.

El padre Lladó, que era preceptor de los hijos de un comerciante rico, logró que éste le provea del material necesario. El padre Lladó le aconsejó hablar con el hermano Sinforiano Samaranch, también catalán, de oficio pintor, que vivía en el teologado. El hermano Samaranch era un pintor clásico, especializado en temas del Antiguo y del Nuevo Testamento, retratos, paisajes y naturalezas muertas. No le gustó a Juan el estilo realista del hermano Samaranch. El pintaría otra cosa. Después de aprender a preparar los bastidores y a combinar los colores, Juan decidió independizarse del hermano Samaranch, y armó su taller en su propio cuarto.

Pasaba más o menos una media hora en la capilla, sentado, en silencio, con los ojos cerrados, en contemplación no de la vida de Cristo, sino de la vida cotidiana en las misiones de Mojos. Luego pintaba sin descanso más de dos horas seguidas. Y así, fueron apareciendo en los lienzos los danzantes, la procesión del Corpus Christi, mujeres haciendo chocolate, hombres cazando, niños cantando y jesuitas en canoa o a caballo. Se pintó a sí mismo tocando su violín.

En la mañana del 23 de julio de 1773 la noticia recorrió las casas de todos los jesuitas de Ferrara: era inminente la supresión de la Compañía. A mediados de agosto llegó la noticia: el papa había firmado el breve de supresión el 16 de agosto. Todos los jesuitas que había en Ferrara debían reunirse en la iglesia catedral. El 25 de agosto el obispo les leyó el breve pontificio. Julián Villanueva, con la autorización del marqués Emiliani y del padre Capdevila, propuso a Juan incorporarse a su colegio, proposición que fue aceptada sin vacilaciones.

Desde 1792 el padre Juan Goenaga fue perdiendo paulatinamente la memoria. En 1800, ya sin pasado ni presente, con los ojos perdidos paseaba por los corredores cantando, predicando y rezando en canichana. Falleció el día de los Reyes de 1801.

Manuel Urigoitia (1737-1773)

Mientras daba acción de gracias de rodillas, después de la primera misa de la mañana, el párroco de la parroquia de San Miguel en la ciudad de Bilbao, don Miguel de Ziburu, sintió dos golpes suaves en su hombro derecho. En voz baja, el sacristán Zacarías Zabaleta le dijo que una señora deseaba verlo. El sacerdote se dirigió al atrio, donde lo esperaba una anciana. Con muchos circunloquios y digresiones, jadeando y tosiendo a ratos, en una mezcla de vasco y castellano, dijo que un niño de como de 12 años, llamado Manuel Urigoitia, se había quedado solo en este mundo, puesto que hacía pocos días había fallecido su abuela, con quien el niño vivía desde que se quedó huérfano de padre y madre, hará como cosa de cinco años, y aunque el niño Manuel tenía un tío, era como si no lo tuviera, pues el dicho tío era un borrachín de cuenta y las más de las veces no trabajaba, y que nunca se sabía dónde estaba, y ella, que no era sino vecina y amiga de la abuela del niño Manuel, no podía cargar con el chico porque tenía a sus espaldas un marido que no trabajaba, pero que a ella le daba mucho pero mucho trabajo, y una hija abandonada por su marido, que sí trabajaba, pero tenía tres hijos pequeños que debían quedarse conmigo, que soy su abuela. Ella pedía ahora que su reverencia, señor cura, que tenía modos de solucionar los problemas, viera de acomodar al niño Manuel en la ciudad grande, en una familia con posibles y temerosa de Dios, pues en el pueblo nadie podía ni quería cargar con el niño.

Don Miguel, que mientras hablaba la señora se iba pasando la mano nerviosamente por la cabeza, después de un instante de silencio, le dijo que por de pronto lo trajera ya, y que luego él vería lo que se podía hacer. A las pocas horas volvió la señora con Manuel.

Don Miguel pensó de veras, al principio, buscar una familia que se hiciera cargo del niño, como que hizo algunas visitas a sus amistades con este propósito, pero muy pronto decidió tenerlo en su casa, cautivado por su simpatía, sus buenos modos, su piedad y su amor al trabajo. Manuel dio vida y alegría a la casa parroquial. También se encariñaron con él, y mucho, el sacristán Zacarías Zabaleta, su mujer y sus dos hijas, que acabaron queriéndolo como a un hermano. Don Miguel, con paciencia infinita fue puliendo el castellano del niño, tachonado de concordancias vizcaínas. Con él, Manuel, que ya sabía, por supuesto, leer y escribir, y hacer cuentas, mejoró mucho sus conocimientos. Y, viéndolo muy avispado, don Miguel le dio clases hasta de gramática latina.

Pasó un año. Manuel era ya un perfecto sacristán. En la misa sabía responder al sacerdote en latín, sin equivocarse. Sabía hacer hostias y fabricar velas. Tenía una habilidad especial para colocar las flores en los floreros. Tocaba las campanas mejor que el sacristán Zacarías Zabaleta, tan bien y con tanto entusiasmo, que daba gusto, y barría la iglesia mejor que la mujer y las hijas del sacristán Zacarías Zabaleta. Era él quien regaba las plantas, daba de comer a las gallinas y hacía los mandados. Muy aficionado a la música, aprendió a tocar el tuxtu, y ya empezaba a ser tomado en serio como pelotari en el frontón contiguo a la iglesia. Un día se murió don Miguel de Ziburu de repente.

Llegó un nuevo cura que trajo consigo a una hermana suya y al marido y a los hijos de ésta. En resumen, y para decirlo todo de una buena vez, el sacristán Zacarías Zabaleta y su familia y el niño Manuel fueron despedidos. Zacarías Zabaleta y su familia encontraron rápidamente acomodo en otra parroquia. Rogaron con encarecimiento a su nuevo párroco que acogiera también a Manuel, pero no fueron escuchados. Manuel fue acogido, un poco a regañadientes, para decir la verdad, por la amiga de su abuela, por cuya mediación había sido recibido por don Miguel.

Como a los dos meses se presentaron en la casa de esa señora dos alguaciles, quienes se llevaron a Manuel. La señora, que sabía muy bien lo que estaba ocurriendo, ni pidió explicaciones a los alguaciles ni se las dio a Manuel. Los alguaciles, sin decirle ni media palabra, lo llevaron directamente a un barco. El mismo día en que cumplía trece años de edad, Manuel se hizo a la mar. En un cuaderno, único recuerdo que conservaba de don Miguel de Ziburu, anotó. "He dejado Bilbao el 19 de septiembre de 1750".

Lo inscribieron en el registro del barco como paje de escoba, y lo pusieron a las órdenes de un hombrón, antipático y refunfuñón, llamado Gaspar Corta. El primer domingo que pasó a bordo, Manuel se acercó con la mayor naturalidad al capellán don Emeterio Arrizabalaga para ayudarle la misa. Lo hizo tan bien, que desde entonces su oficio fue el de sacristán y criado del capellán, y felizmente ya nada tuvo que ver con ese Gaspar Corta.

En Sevilla cambió de barco y de capellán. En el nuevo barco quedó inscrito como sacristán y criado del capellán. Entendió durante el viaje el significado de la palabra eternidad. Aprendió también dos nuevas palabras: peste y escorbuto. La ración diaria era escasa: un caldo sospechoso y tres onzas de trigo molido. La única carne que de vez en cuando comían, era de rata. Muchos de los viajeros enfermaron y dos murieron.

Manuel llegó a Buenos Aires bien flaquito, escarmentado de volver otra vez a la mar. Se ocultó. La nave continuó al Cabo de Hornos sin él. Una mañana, un hermano lego del convento de San Francisco lo encontró dormido en el atrio del templo. Fue atendido con solicitud por los padres franciscanos. Un mes más tarde, el padre guardián le dijo que un mercader necesitaba un chico en su tienda. Manuel no quería dejar el convento, pues había ya empezado a ejercer con eficiencia su oficio de sacristán. Con suaves modales fue obligado a irse con el mercader.

Su trabajo, además de barrer la tienda, el patio y la acera, consistía en cargar y descargar cajones, acomodarlos en un almacén, y hacer, como en Bilbao, toda suerte de mandados. El mercader, Antonio Fuentes, no le permitía oír misa sino los domingos y fiestas de guardar. "¿Para qué más? ¿Dónde se ha visto semejante cosa?", decía.

Pasó un año y medio. Una tarde se presentó en la tienda un padre jesuita, vestido casi como don Miguel de Ziburu. De su conversación con el mercader, Manuel sacó en limpio que el padre se dirigía al interior. "¿Hay mar en el interior?", preguntó. El padre jesuita sonrió. "En la gobernación del Tucumán, donde yo vivo, hay cerros, bosques, llanuras, ríos, lagos, pero mar…, mar…,no". En un momento en que el mercader salió de la tienda, Manuel, mirando al padre jesuita, dijo: "Yo me quiero ir contigo al interior". "¿Te tratan mal?". "No, no. Pero yo me quiero ir. Me quiero ir".

Lo que lo impulsaba a irse con el jesuita no era sólo, ni principalmente, su temor a ser enrolado otra vez como grumete, temor que siempre lo acompañaba, sobre todo cuando tenía que ir al puerto con el mercader Fuentes en busca de mercancías. Tenía, además, otro motivo. En voz más baja añadió: "Quiero ser sacerdote".

El padre Juan Antequera, español, no tuvo ninguna dificultad en convencer al mercader de cederle al muchacho, después, claro está, de vencer su resistencia con algunas monedas de plata. El viaje a Córdoba se llevó a cabo en una caravana impresionante. Carrozas nunca vistas antes, con muchos caballos, mulas de carga, viajeros a caballo y a pie. Manuel se quedó boquiabierto, estupefacto, ante las inmensas llanuras despobladas, que le recordaban la inmensidad del mar, pero esta vez no sufrió nada. En los descansos aprendió a beber una bebida, que el padre Antequera llamaba "caá en mate", que se tomaba a veces caliente y a veces fría, no en taza como en su casa, sino en un calabacín con un sorbete a modo de chupador, llamado bombilla, que pasaba de boca en boca.

Llegado a Córdoba, Manuel fue internado en el convictorio de Montserrat, de los padres jesuitas, donde vio más niños y curas juntos que nunca antes en toda su vida. Rápidamente se hizo muy popular, entre los profesores por su gran capacidad para los estudios, sobre todo para el latín, y entre los alumnos por su extraordinaria habilidad como actor de teatro, músico y cantor. Huelga decir que se distinguió como acólito, y llegó a ser muy pronto prefecto de la Congregación Mariana del colegio. Ninguno de los padres se sorprendió lo más mínimo cuando, cumplidos los 16 años, Manuel manifestó su deseo irrefrenable de ser admitido en la Compañía de Jesús.

En la misma ciudad de Córdoba comenzó su noviciado el 11 de septiembre de 1753. Terminados sus estudios el año 1766, el padre Manuel Urigoitia fue destinado al pueblo de San José de Chiquitos en la audiencia de Charcas. El superior, padre Antonio Huyssens, le convidó una taza de leche caliente, y sin más, le mostró todo el pueblo, con pelos y señales, explicándole que por lo pronto, su obligación, que debía comenzar al día siguiente, era, por la mañana, visitar a los enfermos de la enfermería y supervisar los trabajos de la carpintería, y por la tarde, aprender con él, con el mismísimo padre Huyssens, el idioma chiquitano.

Urigoitia, recién apeado de la cabalgadura, con cansancio acumulado por el larguísimo viaje desde Santa Cruz, sin ver posadas en el camino, teniendo por colchón el suelo y por frazada el cielo, siguió como sonámbulo al padre Huyssens, que caminaba veloz, indicando aquí la capilla, allí la escuela, allí la carpintería, allí el taller de pintura, allí el taller de escultura, aquí la sala de cantos, allí esto y allí estotro.

Al día siguiente, después de misa, el padre Manuel Urigoitia entró al comedor, a tomar desayuno. Un loro que estaba parado junto a la puerta, como un portero importante de una casa importante, le dijo: "Buenos días, Su Señoría". El padre superior, Antonio Huyssens, sin más trámites llevó al loro a su lugar en el patio detrás del comedor. Manuel supuso que el padre superior quería evitar que el loro hiciera faltar a los padres a la regla de guardar silencio durante el desayuno, como se estilaba en las casas de formación. Pero como el padre Huyssens no dejó de hablar como loro durante el desayuno, pensó en otra posibilidad: que el loro hablaba empleando vocablos inconvenientes. El otro padre de la misión, el bohemo Juan Skarek, apenas salió del comedor el padre Huyssens, le explicó sonriendo que sus finos oídos no podían soportar los agudos chillidos del loro.

Después del desayuno, conforme a las indicaciones recibidas, el padre Manuel visitó a los enfermos, limitándose a sonreírles, pues ni pudo hablarles ni pudo entender lo que decían. Pasó luego a la carpintería. Allí, por lo menos, pudo entender lo que hacían y juzgar que su labor, más que de carpintería propiamente dicha, era de tallado. No salía de su admiración al ver la rapidez y habilidad con que uno de los jovencitos, no tendría ni quince años, hacía la talla de un angelito exactamente igual al que tenía por modelo delante de sus ojos.

Cuando volvió a la casa, el padre Skarek le estaba diciendo al padre Huyssens: "Unos bárbaros han aparecido en territorio de la misión. Parece que se han llevado algunas vacas. No nos tiene que preocupar la pérdida de las vacas, sino su evangelización". "¿La evangelización de las vacas?", preguntó el padre Manuel. "No diga tonterías", dijo el padre Huyssens. "No estamos para bromas".

De inmediato se armó una expedición en busca de los infieles. Formaban parte de ella los padres Skarek y Urigoitia y 25 jóvenes de San José. Al atardecer oyeron voces. Siguiendo adelante, vieron como una docena de hombres, todos muy jóvenes, sentados a un lado y otro del camino, con sus arcos y flechas. El padre Skarek les habló en chiquitano. Uno de ellos, aparentemente el jefe, le contestó, según el parecer de Manuel, en el mismo idioma, pero por lo visto no era así, pues uno de los acompañantes de los padres, que después supo Manuel que se llamaba Matías, hizo de intérprete entre el padre Skarek y el jefe de ese grupo.

Manuel no entendió absolutamente nada de ese intercambio de palabras entre dos personas, llevado a cabo a través de intérprete, que, según le pareció a Manuel, por su cuenta añadía cosas, pues su traducción duraba más tiempo que lo dicho por el padre Skarek, y con más energía. Manuel se daba cuenta, por la seriedad de los rostros y por el tono de las voces, que la conversación se efectuaba con tirantez. Pero en un momento dado, a algo que dijo Matías respondió el jefe muy enojado. Matías dijo algo más, también en tono enojado, sin traducir al padre Skarek ni lo que dijo el jefe ni lo que él le respondió. Vio de pronto Manuel que los acompañantes de los padres blandieron sus machetes y que los otros, aprontando sus flechas fueron retrocediendo, caminando de espaldas, hasta darse a la fuga a toda velocidad.

En el camino de regreso, debido al castellano averiado del padre Skarek, quien además, estaba visiblemente contrariado, con ayuda de Matías, con dificultad reconstruyó Manuel el diálogo del que había sido testigo. Los intrusos dijeron que estaban escapando de unos “castillas” [27]. El padre Skarek dijo que en la misión podían acogerlos. El jefe dijo que tenían que volver a su pueblo, que estaba lejos. Matías le dijo que se habían robado vacas. El hombre dijo que habían matado un animal para comerlo. Matías dijo que se habían llevado veinte vacas, que no podía comer cada uno de ellos una vaca.

Ya anochecía y empezó a llover. Los de San José hicieron enramadas para pasar la noche. Al romper el día, el padre Skarek, sin prevenir a nadie, se distanció del campamento. Manuel oyó de pronto unos gritos, repetidos. Matías le dijo: "Dicen que han encontrado muerto al padre Juan". Corrió Manuel junto con los otros. A cierta distancia vio el cuerpo inerte del padre Skarek, atravesado por tres flechas. De rodillas, anonadado, hizo la señal de la cruz sobre el muerto. Se dio cuenta de que sus acompañantes salían todos corriendo. Corrió tras ellos gritando en castellano: "¡No! ¡No! No los persigan!". Pero nadie oyó sus gritos.

Manuel se quedó solo, llorando como nunca había llorado antes. Más tarde, uno tras otro fueron llegando los 25 jóvenes, a quienes Manuel quiso consolar, en vano, con palabras, pero todos entendieron sus lágrimas, que siempre significan lo mismo en todos los ojos humanos.

En 1767 el padre Juan Goenaga, superior de las misiones de Mojos, informó a los padres de Santa Cruz de la Sierra que el padre Atanasio Berger, que había caído prisionero de los portugueses, y que fue intercambiado con un capellán portugués que fue encontrado herido, dijo que entre los portugueses corría el rumor de que los jesuitas serían expulsados de los territorios españoles, como lo fueron ya de los territorios portugueses. Los padres de Santa Cruz pasaron el dato a los misioneros de Chiquitos. El padre Manuel Urigoitia fue designado para viajar a Córdoba y comunicar la noticia al provincial del Paraguay. A su retorno, cuando se encontraba en Santa Cruz, fue detenido juntamente con los padres de esa comunidad, pertenecientes a la provincia del Perú.

La mayoría de los jesuitas de la provincia del Paraguay fueron transportados a la ciudad de Faenza, y algunos a Ravena, Brisighella e Imola, donde estaban los de Chile. Manuel Urigoitia apenas llegado a Faenza fue alojado en el convento de los servitas, y después en la Villa Cantoni, con el cargo de maestro de novicios. Ya reorganizados los jesuitas, el padre Agustín Moreira, español, recibió del padre general, Lorenzo Ricci, el nombramiento de provincial del Paraguay.

El 13 de julio de 1769, al saber que el padre Ricci había nombrado provinciales en sustitución de los que habían terminado su período o fallecido, el rey Carlos III le hizo notificar mediante notario que en adelante se abstuviera de nombrar provinciales usando los nombres de territorios españoles, y que ni aún el nombre de asistente de España debía subsistir. Todas las provincias debieron cambiar sus nombres. La del Paraguay se llamó provincia de San José.

Un día el padre Juan Goenaga, que había sido el superior de las misiones de Mojos, le hizo llegar al padre Urigoitia un maletín con los papeles del padre Huyssens, escritos en diversos idiomas. Como un mes más tarde, Manuel recibió la visita de un padre de la provincia de Aragón, Antonio Capdevila, que vivía en Ferrara, quien le dijo que estaba recopilando material de las lenguas de indios de la América, y que el padre Goenaga, de la provincia del Perú, le había dicho que tenía él en su poder unos escritos de un padre misionero de Chiquitos. Al ver la cantidad y la calidad de los escritos, exclamó: “Esta sí que es obra de primera categoría”. Se llevó el maletín comprometiéndose a mandarle los originales lo antes posible.

El 25 de agosto de 1773, muy temprano, recibió Manuel la visita del hermano coadjutor Eulogio Ontiveros, español, de la casa Rondinelli. “Tenemos que ir a la catedral”. En el camino dijo el hermano: “Parece que nos expulsan de nuevo”. “Peor”, dijo Urigoitia. “El rumor es que nos suprimen”. “¿Qué quiere decir?”. “Que dejaremos de ser jesuitas”. “¡Dios mío! ¿Qué haremos?”. “Cada uno tendrá que buscar su sustento”. “Ustedes, los sacerdotes, están apañados, pero nosotros, los hermanos, ¿qué haremos?”. “Ustedes son artesanos de muchos oficios. Conseguirán trabajo más pronto que los sacerdotes”. “Yo soy de oficio zapatero”. “Yo soy capellán del asilo de ancianos, a quienes les vendría muy bien que alguien les arregle los zapatos. Usted se viene conmigo”.

En nombre del obispo Vidal de Buoi, un canónigo comunicó a los jesuitas la decisión del papa: La Compañía de Jesús quedaba suprimida. Había corrido el rumor de que los sacerdotes no podrían ejercer su ministerio, y de que no serían admitidos ni como sacerdotes seculares ni como religiosos. Ese rumor resultó falso, por lo menos en la diócesis de Faenza.

Pasados tres días el padre Urigoitia fue a ver al obispo y le pidió quedarse a vivir en el asilo de ancianos, del que ya era capellán, y permiso para que vivan con él el hermano Eulogio Ontiveros y el estudiante Agustín Cárdenas. El obispo accedió inmediatamente a su petición. Esa misma noche Ontiveros y Cárdenas se fueron con él al asilo. Al día siguiente el padre Urigoitia no se presentó en la capilla para celebrar su misa cotidiana. El hermano Ontiveros lo encontró muerto. Agustín dijo: “Ha muerto de tristeza”.

Agustín Cárdenas (1744 – 1824)

Agustín Cárdenas nació en Tarija el 7 de marzo de 1744, justo en la casa situada frente al colegio de los padres jesuitas, con quienes, desde muy niño pasaba más tiempo que con su familia. Más que monaguillo, fue el compañero habitual de los padres en sus clases de catecismo en el mismo pueblo, y en sus misiones rurales.

En su casa la palabra chiriguano era prácticamente sinónimo de demonio. Sus padres, sus tíos, y los amigos de éstos, contaban continuamente cómo los chiriguanos atacaban los pueblos, matando gentes, descuartizando a los niños o robándoselos, quemando las casas, cosechando lo que los labradores habían sembrado y regado, y comiéndose las vacas, y en vez de asustarse como sus hermanos y amigos al oír esas historias, Agustín se llenaba de deseos de llegar a ser algún día su misionero.

A los padres les oía contar cómo había muerto el P. Julián Lizardi en Concepción cuando estaba celebrando misa, cómo habían llegado unos chiriguanos del valle del Ingre, le habían amarrado las manos y los pies y lo habían flecheado. Ya a los doce años, Agustín estaba totalmente decidido a hacerse jesuita, pero tuvo que esperar debido a la oposición terminante de su padre, pero tanto insistió, que acabó cumpliendo su deseo, que siempre tuvo desde tan niño, como dijo su madre a su padre.

Agustín Cárdenas comenzó su noviciado en Córdoba en 1766. Un día de fiesta el padre Manuel Urigoitia, misionero de Chiquitos, llegado a Córdoba para hablar con el provincial, avanzó al centro del refectorio. Era alto y grueso, de cejas pobladas. Dijo con voz de bajo: "Voy a cantar un canto marinero que cantan los vascos cuando después de un largo viaje contemplan las ansiadas playas". Una cascada de sonidos raros salió de su garganta. Nadie entendió ni una sola palabra, pero la melodía era pegajosa. La voz robusta del padre llenó el amplio comedor. Acabado su canto, como alegres castañuelas resonaron los aplausos.

Sabiendo que el padre Urigoitia venía de Chiquitos, Agustín le dijo que había pensado en aprender chiquitano en vez de chiriguano ya que por lo visto nadie hablaba ya de recomenzar las misiones entre chiriguanos, que hablaban ese idioma. El padre Urigoitia le dijo que sin profesor no podría aprender chiquitano. Y ya que se enseñaba guaraní en el noviciado, estudiara esa lengua, de la cual el chiriguano era una variante. Por otra parte, también en la provincia del Paraguay, en la región de Salta, de la gobernación del Tucumán, colindante con la audiencia de Charcas, se hablaba también chiriguano, y que además, debía prepararse para ser destinado a cualquier lugar de la provincia del Paraguay, y no necesaria ni principalmente a las misiones chiquitanas y chiriguanas de la Audiencia de Charcas. Y la lengua principal de la provincia del Paraguay, era el guaraní.

El 12 de julio de 1767 se leyó en Córdoba el decreto de expulsión de los jesuitas. Los 133 jesuitas de la ciudad, del colegio máximo, de la universidad y del convictorio de Montserrat, fueron reunidos en la capilla del colegio máximo, donde se les leyó el decreto. Los 40 novicios, entre ellos Agustín Cárdenas, separados ya de los padres, fueron llevados al convento de San Francisco, donde fueron hospedados por separado en celdas, salas, recibidores y almacenes, sin poder salir, como presos.

Durante dos días fueron recibiendo visitas. Uno de los novicios, cordobés, fue sacado por su padre, sin ofrecer ninguna resistencia. Quedaban 39. Otro, también cordobés, visitado por sus padres, quienes llorando querían persuadirlo a quedarse, manifestó su firme decisión de seguir a los jesuitas. Varios franciscanos, y hasta un dominico y un sacerdote secular, también los visitaron, unos para persuadirles a quedarse, otros para animarlos a cambiar de orden, otros para animarlos a seguir firmes en su vocación. Uno de los novicios se pasó a los franciscanos. Quedaban 38.

En la noche del segundo día, todos fueron reunidos en una sala. El escribano dijo que leídos los nombres, debían decir: "Me quedo" o "Me voy". Y añadió: "Les doy media hora de reflexión". Apenas salió el escribano, uno dijo: "No tiene sentido irse. Yo por supuesto me voy a mi casa". Quedaban 37. Nadie más dijo nada. Uno sollozaba. Dos se fueron a un rincón a hablar en voz baja. Uno se sentó en el suelo con la cabeza entre las rodillas, llorando. Era Celestino Blanco, natural de Asunción, que era el bedel de los novicios. Volvió el escribano. "¡En nombre del Rey!", dijo. Leyó los nombres. Llegado su turno, Agustín dijo: "Me voy con los padres". Celestino Blanco, que seguía llorando, dijo: “Me voy con los padres”. Hecho el cómputo, 35 decidieron seguir a los padres, y 2 decidieron quedarse. Estos salieron de la sala. El 11 de septiembre de 1767 los 35 novicios de la provincia del Paraguay zarparon de Buenos Aires en la nao "La Venus", y llegaron al Puerto de Santa María el 7 de enero de 1768.

Todos los novicios de las diferentes provincias fueron trasladados a Jerez, y allí fueron distribuidos en diferentes conventos: San Francisco, Santo Domingo, La Merced. Sin maestro de novicios retomaron su vida de noviciado. En todos esos conventos recibían frecuentemente la visita de señores del gobierno, que los presionaban para que no siguieran a los padres a los Estados Pontificios. Los novicios hacían oración, oían la misa conventual, asistían al coro, se brindaban para los menudos quehaceres, y tenían sus recreos, siguiendo en todo, sin dificultad, el horario al que estaban acostumbrados.

Durante esos días, cinco novicios cedieron a las presiones, y firmaron el "documento de liberación". Creían, equivocadamente, que los devolverían a sus países de origen. Y así, salieron 1 del Paraguay, 1 del Perú, 3 de México y 1 del Nuevo Reino de Granada. El novicio de la provincia del Paraguay era Celestino Blanco, natural de Asunción. Fue la salida que más había impresionado a Agustín.

Los 34 novicios perseverantes de la provincia del Paraguay fueron reunidos con los novicios de las otras provincias el 1º de diciembre de 1768 en el convento de San Francisco y recibieron la intimación de salir de España, por sus propios medios, en el plazo de seis meses. Se miraron consternados. No tenían dinero. No tenían parientes en España. No conocían a nadie. Un padre franciscano se movió incansable y consiguió la ayuda de personas generosas del Puerto de Santa María, Cádiz y Jerez, y les ayudó a fletar un barco.

Salieron a Roma el 26 de enero de 1769. Se presentaron ante el padre Lorenzo Ricci, general de la Compañía de Jesús. Cuando su secretario le avisó quiénes eran, dijo: "¡Dio sia benedetto!” [28]. Entraron los novicios y se arrodillaron. El P. Ricci no dejaba de contemplarlos uno a uno. Profundamente emocionado, los hizo levantar, los estrechó en sus brazos y los bendijo. Al toque de campana, toda la comunidad de la curia generalicia bajó a la iglesia, donde se cantó el Te Deum.

En el viaje desde Jerez, Agustín Cárdenas había sido elegido bedel por sus compañeros “por aclamación”. A mediados de 1769 llegaron a Faenza los 34 novicios. Se instalaron en una villa, una casa de campo, situada en las afueras de la ciudad, ofrecida generosamente por su propietario el Conde Cantoni. Habiendo fallecido en el mar su maestro, el padre Bernardino Ramírez, natural de Asunción, fue nombrado maestro de novicios el P. Manuel Urigoitia. A fines de 1769 llegó Celestino Blanco, quien después de mucho llanto había decidido seguir a los jesuitas en el destierro. Había viajado solo desde Jerez. Los novicios eran nuevamente 35.

El padre Urigoitia ratificó a Agustín en el cargo de bedel de los novicios. Después de tantas emociones vividas, con muchas cavilaciones, mucha oración, poco estudio y poco descanso, se entabló por fin la vida comunitaria con el mismo ritmo de antes.

A las 5: 00 el bedel, Agustín Cárdenas, tocaba la campanilla para despertarse. Se rezaba en latín, en forma alternada, el Te Deum, con mucho sueño, mucho grito, mucha precipitación y poca devoción. Después del aseo y la tendida de camas, se tocaba de nuevo la campanilla a las 6: 00 para la oración. A continuación venía la misa de 7: 00 a 7: 30, poco más o menos. Y luego los novicios iban al comedor, donde tomaban el desayuno en silencio.

A las 8: 00 el padre Urigoitia, les explicaba las constituciones. A las 9: 00 tenían clases de latín con el padre Esteban Páez, cordobés. A las 10: 00 el hermano Cárdenas tocaba la campanilla para el recreo. A las 10: 30 el padre maestro les daba clases de música. A las 11: 30 tenían estudio de latín. A las 12: 00 tocaba el bedel nuevamente la campanilla para hacer el examen de conciencia de medio día. Y luego venía el almuerzo en silencio.

Algunos días, con motivo de alguna fiesta, o cuando venía de visita el padre provincial, el padre Urigoitia daba “Deo Gratias”[29], que quería decir permiso para hablar. Terminado el almuerzo venía el recreo, llamado “quiete”, que quiere decir quietud, descanso, silencio. El bedel indicaba las ternas de los que saldrían a pasear por los amplios jardines de la quinta de Cantoni. A las 14: 00 tocaba el bedel la campanilla, y entonces la bulla producida por 35 voces juveniles callaba de repente, interrumpiendo la palabra comenzada. Al alboroto sucedía de golpe un silencio monástico.

Todos caminaban en filas, como monjes trapenses. Algunos se iban a hacer la siesta, y otros, con permiso del padre Urigoitia seguían paseando en el jardín, o se iban a practicar el piano o el armonio. Agustín, con permiso del padre Urigoitia, en ese tiempo estudiaba guaraní.

El ayudante del maestro de novicios, padre Pedro Brito, natural de Asunción, que había sido el profesor de guaraní en Córdoba, aceptó con gusto seguir enseñando a Agustín, el único que le pidió ese favor. Por otra parte, entre los 35 novicios había seis de la gobernación de Asunción, con quienes en el recreo de la noche, con permiso del padre maestro practicaba guaraní. Las clases las daba el padre Brito a Agustín los jueves a las 10: 00.

A las 15:00 en Córdoba todos estudiaban guaraní. Ahora, en Faenza, se estudiaba italiano. El profesor era un padre italiano llamado Paolo Colpo. A las 16: 00 venía el recreo y a las 17: 00 la merienda. A las 17:30 rosario, a las 18:00 lectura del libro “Ejercicio de perfección y virtudes cristianas”, escrito por el “P. Alonso Rodríguez de la Compañía de Jesús, natural de Valladolid”. A las 19: 00 letanías, cena y recreo. A las 21: 00, nuevamente suena la campanilla, que interrumpe el alboroto juvenil.

Agustín se acordaba de la inscripción que había en el convento de los padres franciscanos de Tarija:

“De silencio es esta casa,

de retiro y oración.

Guarde, pues, circunspección

el que a sus recintos pasa”.

El padre maestro expone el tema de meditación para la oración matutina. Luego viene el examen de conciencia, y a dormir. Y así un día y otro día, un mes y otro mes también, hasta que una tarde el padre Urigoitia convocó a todos los novicios. Les dijo que el padre provincial les había concedido los votos a todos. “Por fin”, se dijo Agustín. Hicieron los votos ante el padre provincial el 15 de agosto de 1770.

Los ahora “juniores”, hechos los votos cambiaron de casa. Se fueron a otra villa, la Villa Grimaldi, más alejada de Faenza. Con el caos producido por la expulsión, se habían descompaginado los cursos de los juniores. En la Villa Grimaldi había ya 40 juniores de segundo y tercer año, de los cuáles cinco eran de la provincia de Chile, llegados de Imola. Al llegar los nuevos juniores, la comunidad casi se había doblado.

Al latín y al italiano, se añadió el griego. Además, se estudiaba ahora las obras de Cicerón y Virgilio y la historia de Grecia y Roma. Todos los días había que dedicar una hora a la redacción. Los lunes y martes en castellano, los miércoles y jueves en italiano y los viernes en latín. Uno de los números de los festejos de Navidad consistía en concursos literarios, prosa, poesía y narración en castellano, italiano y latín. Dicen que cuando estaban todavía en Córdoba, en vez del italiano el concurso era en guaraní. En la Navidad del año 1772, Agustín sacó el segundo premio de narración en castellano por sus “Memorias de un novicio”, que narraba su viaje desde Córdoba del Tucumán hasta Faenza.

Los domingos por la mañana, Agustín iba, ya desde el noviciado, al asilo de ancianos, acompañando al padre Urigoitia. Por la tarde los juniores jugaban bochas. Ya se rumoreaba que era inminente la supresión de la Compañía. Agustín había decidido presentarse al obispo para continuar sus estudios eclesiásticos en el seminario.

Llegó la noticia más pronto de lo esperado. Un silencio de muerte cayó sobre los juniores. La larga caminata hasta la catedral fue una pesadilla peor que la anterior. Esa vez por lo menos se tenía la certeza o la esperanza de seguir siendo jesuitas, pero ahora…

El obispo había permitido que los estudiantes continúen sus estudios con el título ahora de seminaristas en las mismas casas que antes, con los mismos profesores. Incorporadas las casas al seminario diocesano, Agustín pudo estudiar sin dificultad filosofía y teología con profesores ex jesuitas. Aunque se resignó ya a no regresar a su tierra, se siguió dedicando al estudio del guaraní. Por medio de un padre de la audiencia de La Plata, que vivía en Ferrara, Julián Villanueva, uno de los principales colaboradores del padre Capdevila, Agustín consiguió gran cantidad de gramáticas.

Ya desde el noviciado Agustín se había dedicado con empeño al estudio del latín, y desde el juniorado del griego. En teología se entusiasmó con el hebreo. Todo eso además del italiano, que llegó a hablar y escribir con perfección. Y sucedió lo que tenía que suceder. Ordenado sacerdote el 2 de febrero de 1780 como secular, incardinado en la diócesis de Faenza, acabó siendo profesor de latín, griego y hebreo. Como descanso de esas actividades se puso a traducir los salmos al guaraní.

Restaurada la Compañía de Jesús por el papa Pío VII, el padre Agustín Cárdenas pidió su readmisión. Constituida la provincia de España, pasó a pertenecer a ella y fue destinado a Madrid como profesor de latín, griego y hebreo, naturalmente. Murió el 25 de diciembre de 1824.

Ad maiorem Dei gloriam [30]

Javier Baptista, S.J.

POR ORDEN DEL REY

Novela

POR ORDEN DEL REY

Novela

Javier Baptista, S.J.

Laureano Arenas (1690-1768)

El joven Laureano Arenas, después de un largo paseo a orillas del mar se dijo a sí mismo, por fin, que ya había llegado la hora de escribir la carta que tantas veces había redactado en su cabeza. Aunque ya estaba decidido a hacerse jesuita, y contaba con la aceptación de sus padres, estaba posponiendo el momento sin ninguna razón. Al regresar a su casa se hizo la señal de la cruz y escribió:

"En Lima, a los veinte días del mes de febrero de este año del Señor de 1706. Al Padre Fernando Suárez, provincial. Mi reverendo Padre Fernando Suárez. Escribo ésta con mucha humildad en Nuestro Señor, haciéndole saber cómo de muchos años a esta parte el Señor se ha servido hacer nacer en mi corazón ardientes deseos de servirlo en la santa Compañía de Jesús, con muchos pensamientos de trabajar entre chunchos [31] y sobre todo de ir a la doctrina de Juli o a las misiones de los moxos, y sintiéndome muy llamado a servir a nuestro Dios como misionero en lejanas tierras, me ha parecido bien manifestar mi preferencia por esos lugares de indios en vez de Lima, estando siempre empero con ánimo de obedecer, y si con parecer contrario a estas aspiraciones mías me dejan los superiores en Lima, mi ciudad natal, o en otra ciudad de españoles, lo aceptaré con gozo buscando siempre el bien de mi alma y de otras. De mi familia sé decir que somos piadosos, muy respetuosos de todas las leyes, mi padre es boticario de oficio y tiene buen pasar, un hermano de mi madre es padre de San Francisco. Tengo tres hermanos y dos hermanas, quienes estarán siempre pendientes de mis padres en la enfermedad y en la edad

avanzada. Tengo recibidos los sacramentos de bautismo, confirmación, confesión y comunión, y mi salud, gracias a Dios, es buena. Estudié en nuestro colegio de San Martín de Lima, como bien sabe Vuestra Reverencia, y estuve y estoy en la Congregación Mariana. Pueden dar razón de mí todos los padres y hermanos de Lima. Guarden con bien Nuestro Señor y Nuestra Señora a Vuestra Reverencia. De usted su humilde servidor. Laureano Arenas".

Laureano Arenas fue recibido en el noviciado de Lima el 2 de febrero de 1708, e hizo en el colegio San Pablo, de la misma ciudad de Lima, todos sus estudios de humanidades, filosofía y teología. Habiéndose ordenado sacerdote en 1720, de inmediato fue destinado a dar misiones populares en todo el territorio de la provincia del Perú. Muy pronto se destacó como predicador notable. Durante 20 años dio misiones populares y ejercicios espirituales, y varias veces, en Lima, Cuzco, Arequipa, Huamanga, La Paz, Potosí, Chuquisaca, Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra. Fue sin duda el jesuita que conocía mejor la provincia del Perú.

Su profunda espiritualidad, su tacto y prudencia, hicieron que fuera nombrado provincial del Perú, de 1743 a 1749. Visitó en 1746 la misión de Mojos, de la que quedó prendado. En Mojos ordenó que se haga la delimitación bien precisa de los terrenos de las reducciones y que se pinte en una de las paredes del primer patio de la reducción de San Pedro un mapa detallado de las misiones de Mojos.

Tan bien lo hizo como provincial, que en 1750 el padre general Francisco Retz lo nombró visitador y provincial de la provincia del Paraguay, para hacer cumplir el tratado de límites entre España y Portugal, suscrito el 13 de enero de ese año 1750 en Madrid, conocido luego por los jesuitas como el "triste tratado". El padre Arenas quedó muy sorprendido al recibir la carta del padre Retz. Una frase de la carta le hizo entrever las razones de ese nombramiento. El padre general suponía que su corazón no estaría muy apegado a los pueblos guaraníes.

A orillas del río de La Plata, en territorio español según los españoles, y en territorio portugués según los portugueses, en 1680 Portugal había fundado un pueblo, al que había llamado Colonia del Sacramento, conocido como Colonia o como Sacramento. Ese mismo año España tomó Colonia. En 1681 se suscribió un tratado entre España y Portugal, por el cual la Colonia del Sacramento volvía a Portugal. Recién en 1683 las autoridades de Buenos Aires la devolvieron a los portugueses por órdenes de Madrid.

Los españoles no dejaron de atacar Colonia. En sus ataques, por orden del gobernador de Buenos Aires participaban los guaraníes de las reducciones de los jesuitas, los cuales iban con ellos como capellanes. Por el tratado de 1701 Portugal entregó Colonia a España. Por el tratado de Utrecht de 1715, España renunció a Colonia.

Las autoridades de Buenos Aires, siempre temerosas debido al avance de los portugueses, y deseando eliminar el continuo contrabando que se llevaba a cabo en la Colonia del Sacramento, la retomaron en 1723, 1725 y 1737. En 1735 murió en la Colonia del Sacramento el padre Juan Werle, alemán, que acompañó como capellán a 4.000 guaraníes de las reducciones.

Seis días antes de firmarse el tratado, el padre general, Francisco Retz, el 7 de enero de 1750 había aconsejado al provincial del Paraguay, padre Antonio Santamaría, evacuar los pueblos antes de la llegada de los comisionados, y permitir, a los que lo desearen, quedarse en sus pueblos bajo régimen portugués. Esa carta llegó demasiado tarde, y además, el padre Santamaría, provincial, y el padre Teodoro Wasmann, superior de la misión, y todos los demás misioneros, sin excepción, sabían bien que los guaraníes no aceptarían de ningún modo dejar sus tierras, ni tampoco quedarse en ellas bajo régimen portugués.

Por otra parte, las reducciones que no estaban comprendidas en el tratado estaban ya superpobladas. Y ya no había espacio suficiente para fundar siete nuevos pueblos en condiciones favorables. Por un lado tendrían que acercarse demasiado a los poblados españoles, con peligro de conflictos e incluso de enfrentamientos, y por otro se encontrarían en continuo peligro de ser atacados por los bárbaros.

Con la esperanza de lograr cambios en el tratado, evitando la entrega de las misiones a Portugal, el padre Santamaría, de acuerdo con todos los misioneros, en vez de proceder ya a la evacuación de los pueblos afectados, multiplicó los esfuerzos para convencer a las autoridades españolas no sólo del daño que se ocasionaría a las misiones, sino también del peligro que suponía para los territorios españoles ese notable acercamiento de los portugueses.

El 13 de enero de 1750 se suscribió en Madrid el tratado por el cual Portugal cedía a España la Colonia del Sacramento a cambio de siete pueblos de las misiones de los jesuitas en la gobernación de Buenos Aires. Por ese tratado Portugal renunciaba a la Colonia del Sacramento, a la libre navegación en el río de La Plata y a la zona situada entre los ríos Yapurá y Amazonas, en los confines con la audiencia de Quito. A cambio, España cedía a Portugal la región de Castillos Grandes, hasta el nacimiento del río Ibicuí, el territorio entre los ríos Uruguay e Ibicuí, en la gobernación de Buenos Aires, y el territorio situado entre el pueblo de Santa Rosa y la banda oriental del río Guaporé, en la audiencia de La Plata.

Confirmada la noticia de la suscripción del tratado, el padre Santamaría, que antes había escrito pidiendo que se evite la inclusión de los siete pueblos en el tratado, volvió a escribir al provincial de Toledo pidiendo que insista en la modificación del tratado, que tal como estaba suscrito, era sumamente perjudicial a España, teniendo además en cuenta la imposibilidad de realizar el traslado de tanta gente a territorios no comprendidos en el tratado.

Uno de los padres, doctrinero del pueblo de San Miguel, Joaquín Arrázola, natural de Santiago del Estero, por iniciativa propia, informando al provincial, escribió al padre Francisco Segovia, jesuita confesor del rey Fernando VI, manifestándole que su conciencia le impedía obedecer la orden impartida. Le escribió: “Obedecer una orden humana que va en contra de las leyes natural, divina, eclesiástica y civil es ofender a Dios”.

El padre Arenas llegó a Córdoba el 27 de enero de 1752. A su llegada se encontró con las cartas del nuevo general de la Compañía, Ignacio Visconti, elegido el 4 de julio de 1751, fechadas el 21 de julio del mismo año, dirigidas a él y al superior de la misión, padre Teodoro Wasmann, ordenando a todos los jesuitas de la provincia del Paraguay facilitar por todos los medios posibles la tarea de los comisionados reales, “sin resistencia, contradicción ni excusa, bajo pena de pecado mortal”.

El provincial saliente, padre Santamaría, le dijo al padre Arenas: "Portugal cede a España, además de la Colonia del Sacramento, zonas infectadas de paludismo, difíciles de colonizar, y España cede a Portugal la banda oriental del río Uruguay, fértil, bien poblada, dos veces más grande que Portugal". Y añadió en voz más baja: "Me parece que ni el rey de España ni nuestro padre general se han dado cuenta de esto".

Preguntó el padre Arenas: "¿No puede intervenir el padre Segovia ante el rey?". Dijo el padre Santamaría: "Hemos intentado por diversas vías hacerle llegar nuestro parecer, y también por medio del provincial de Toledo, pero o no le llegan los papeles, o no entiende o se desentiende. Con mi permiso el padre Joaquín Arrázola ha enviado al padre Segovia un memorial impugnando la demarcación con energía. No ha llegado aún ninguna respuesta".

Con fuerte acento alemán, bien gutural, el padre Wasmann se puso a recorrer con su grueso dedo índice el mapa puesto en la mesa grande del comedor de la residencia del provincial en Córdoba: "Son siete los pueblos que tenemos que entregar a Portugal: San Borja, San Nicolás, San Luis, San Lorenzo, San Miguel, San Juan y Santo Angel, con un total de 30.000 habitantes, aproximadamente. Y no contamos los bárbaros que no están en las reducciones. Calculo que serán el doble, por lo menos. Además, los pueblos de Concepción, Santa Cruz, Santo Tomás y San Javier, que quedan del lado español, tienen tierras en el lado que hay que ceder a Portugal.

Dijo el padre Santamaría: "Si nuestros guaraníes se quedan en sus pueblos, todos serán esclavizados. Y tampoco aceptarán dejar sus tierras. Parece que nadie le ha hecho entender esto a nuestro padre general. Supongo que sabe Vuestra Reverencia que tanto el rey de España como el rey de Portugal suponen que los guaraníes se resistirán, y han firmado un convenio por el cual se comprometen ambos a hacer cumplir el tratado por medio de las armas, si es necesario. Y le digo a vuestra reverencia, que no podremos evitar una masacre".

Viendo ya que era imposible evitar el traslado, el padre Arenas ordenó al padre Wasmann comunicar la noticia a los guaraníes de los siete pueblos y designó a cuatro misioneros para buscar terrenos adecuados para establecer los nuevos pueblos en la margen occidental del río Uruguay. Después de agotadora búsqueda, los padres y sus acompañantes no pudieron encontrar sitios aptos. Los lugares disponibles carecían de agua, eran pedregosos o estériles, estaban infectados de hormigas, o se encontraban muy cerca de los belicosos charrúas, que impedirían sin duda el asentamiento de poblados en tierras que consideraban suyas.

El 20 de febrero de 1752 llegaron a Buenos Aires el padre José Valverde, comisionado del padre general Ignacio Visconti, y Gaspar Campoverde, comisionado del rey de España. Un padre dijo: “El Valverde y el Campoverde nos van a dejar sin valle verde ni campo verde”. Unas semanas antes había llegado el comisionado portugués, Antonio Andrade.

Convencidos por el padre Arenas, el padre Valverde y el comisionado Campoverde insistieron ante el comisionado portugués sobre la necesidad de conceder a los guaraníes un término de tres años. Andrade dio su consentimiento. El padre Valverde informó del acuerdo al padre Arenas, quien comunicó a las reducciones que podían proceder a preparar las sementeras para la próxima cosecha.

Sin embargo, retractándose del consentimiento dado, Andrade escribió desde Río Grande a Campoverde el 21 de abril de 1752 ordenando el inmediato traslado de los pueblos. Obedeciendo al padre Valverde, el padre Arenas y el padre Wasmann ordenaron a los guaraníes abandonar de inmediato sus pueblos. Muchos guaraníes no acataron la orden. Su rebelión (1754-1756), absolutamente inútil, y la represalia consiguiente por parte de las tropas españolas y portuguesas, que fue en realidad una masacre, fue llamada con todo descaro "guerra guaraní" por los españoles y los portugueses. Los jesuitas fueron acusados de ser los instigadores de la desobediencia al rey.

Terminado tan tristemente su provincialato en la provincia del Paraguay, en 1757 el padre Arenas volvió a la provincia del Perú. Al dejar su cargo escribió al padre general: “Nuestros padres vivieron primero una gran confusión en 1750, producida por la noticia de la entrega de los siete pueblos a Portugal, y luego, en 1751 creyeron ingenuamente que era posible encontrar un arreglo que permita modificar el tratado, vana esperanza que en cuanto llegó el padre visitador en 1752 fue amenguando, y luego en 1753, el celo del padre visitador por hacer cumplir el tratado y la urgencia puesta para llevarlo a cabo, atendiendo más al comisionado portugués que a nuestras instancias para proceder con calma, contribuyeron al alzamiento, que fue inevitable. Me voy con dolor, padre mío, porque sé que la historia que se escribirá de estos sucesos dirá que los indios, a quienes se considera sumisos, mansos y sin cabeza, sólo pudieron hacer lo que hicieron por haber sido soliviantados por nuestros padres en clara desobediencia a las órdenes de nuestro monarca, que Dios guarde, cosa que es absolutamente falsa”.

Llegado al Perú, el padre Arenas, a petición suya fue destinado a Mojos. Trabajó en San Ignacio hasta 1760, y luego fue nombrado superior del colegio San Pablo de Lima. En 1763 se supo que el virrey don Manuel Amat había decidido enviar a Mojos desde Arica una media docena de cañones y un contingente de 500 soldados para impedir el avance de los portugueses en territorios del virreinato.

El padre Arenas había dicho en un corrido de caballeros, que sólo la omnipotencia divina era capaz de poner en Mojos esas piezas de artillería a través de llanuras inundadas y cachuelas, y que en vez de mandar tropas desde Lima, lo que debía hacerse era reclutar gente de Santa Cruz, Cochabamba y Chuquisaca, y sobre todo, armar mejor a los indios. Y además, había dicho que no se necesitaba ser militar para saber que en vez de llevar cañones desde Arica, se los podía fabricar en las mismas misiones, pues donde se hacen campanas se pueden hacer cañones. Las opiniones del padre Arenas llegaron a oídos del virrey, quien insinuó al provincial que fuera servido de sacar de Lima a dicho padre, pues con su prestigio intervenía muy inconvenientemente en el gobierno. El padre Arenas tuvo que viajar, nada disgustado, a Cochabamba, como rector del colegio San Luis Gonzaga.

El gobernador de Buenos Aires, Francisco de Paula Bucareli, recibió unos despachos de Madrid el 7 de junio de 1767, por los que se enteró de que estaba encargado de la ejecución del decreto de expulsión de los jesuitas en las casas de la provincia del Paraguay, con excepción de las de Tarija y de las misiones de Chiquitos, confiadas al presidente de la audiencia de Charcas. Recibió además la comisión de hacer llegar el decreto al virrey del Perú, al presidente de la audiencia de Charcas y al gobernador de Chile.

El teniente José Ignacio de Merlo llegó a Chuquisaca con los despachos de Bucareli el 17 de julio de 1767, y al día siguiente continuó su viaje a Lima. Dentro de la jurisdicción de la audiencia de La Plata se encontraban las casas de Chuquisaca, Potosí, Cochabamba, Oruro, La Paz, Juli, Santa Cruz de la Sierra, y las misiones de Mojos, pertenecientes a la provincia del Perú, y las casas de Tarija y de las misiones de Chiquitos, pertenecientes a la provincia del Paraguay. Prontamente, Martínez de Tineo envió propios a todos esos lugares, con las normas precisas contenidas en el documento de don Pedro Pablo Abarca, conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla.

Los comisionados debían reunir la tropa necesaria disimuladamente. Procediendo con presencia de ánimo y precaución, los ejecutores tenían que rodear previamente las casas de los jesuitas con el objeto de impedir que nadie entre y salga sin su conocimiento y noticia. Reunida la comunidad al toque de campana, en presencia de un escribano y varios testigos, debía procederse a la lectura del real decreto y ocupación de temporalidades, expresando en la diligencia los nombres de todos los jesuitas concurrentes.

En el caso de encontrarse alguno ausente en otro pueblo o paraje no distante, debería el ejecutor requerir al superior mandarlo llamar, sin dar explicaciones, para que se restituya instantáneamente, y luego, con carta abierta de éste, enviar una persona segura para conducirlo sin pérdida de tiempo. Hecha la intimación, se procederá en compañía del superior y procurador de la casa, a la ocupación judicial de archivos, biblioteca común, libros de aposentos, distinguiendo los que pertenecen a cada jesuita.

Se cerrará la iglesia para proceder más tarde al inventario, con asistencia del superior y del procurador, en presencia del provisor, vicario eclesiástico o cura del pueblo. Los novicios deberán ser separados inmediatamente de los demás y trasladados a casas particulares, donde con plena libertad y conocimiento de la perpetua expatriación que se impone a los individuos de su orden, puedan tomar el partido a que su inclinación le indujese. Cada novicio, cualquiera que fuese su decisión, deberá firmarla de su nombre y puño. El comisionado no debe permitir presiones para que abrace el uno o el otro extremo, por quedar del todo al único y libre arbitrio del interesado. A los novicios que elijan el destierro no se les asignará pensión vitalicia por hallarse en tiempo de restituirse al siglo o trasladarse a otra orden religiosa, con conocimiento de quedar expatriados para siempre.

El 8 de agosto de 1767, el gobernador de Cochabamba, teniente coronel Gabriel Aldunate, se encontraba en Capinota en visita de recaudación de los reales tributos. Allí recibió los despachos enviados por el presidente de la audiencia de Charcas, Victorino Martínez de Tineo.

Al anochecer del 29 de agosto Aldunate hizo llamar a su casa, situada en la calle Santa Teresa, a cuatro capitanes. Les ordenó presentarse a las 9 de la noche con sus compañías, sin estruendo ni ruido alguno de cajas y tambores. Cada compañía contaba con cincuenta hombres. Convocó también para la misma hora a los miembros del cabildo. A todos les explicó las razones de la convocatoria y los exhortó a la fidelidad y cumplimiento de su obligación. Ordenó luego a los capitanes cercar a las 12 de la noche el manzano del colegio San Luis Gonzaga.

A las 4 de la mañana del día 30 de agosto, Aldunate, con los miembros del cabildo y algunos soldados, tocó la campanilla del colegio San Luis Gonzaga. Al hermano portero le dijo que llamara inmediatamente al padre rector. Aldunate entró al colegio acompañado por el alcalde ordinario de primer voto, Luis Peñafiel, el alcalde ordinario de segundo voto, Juan Santelices, y pararon de conjueces el alguacil mayor Filiberto Rodríguez y el regidor Manuel Alba. Estuvieron también presentes el escribano Lucas Mariscal, el capitán Justino Zapata y cuatro soldados.

Aldunate y sus acompañantes fueron recibidos en el cuarto del padre rector, Laureano Arenas. El gobernador lo saludó muy urbanamente, con lágrimas en los ojos. A petición suya ordenó el padre Arenas al hermano portero, Santiago Jócano, que convoque a su cuarto a todos los miembros de la comunidad. El hermano Jócano fue pasando por los diferentes aposentos comunicando la orden del padre superior. Todos fueron llegando uno por uno: Los padres Manuel de Casafranca, Ignacio Lazcano, Juan de Dios Lopetegui, el hermano León Bravo y el padre Alfonso Barrionuevo, de la comunidad del colegio San Juan Bautista de Chuquisaca, que había llegado a Cochabamba como acompañante del arzobispo Pedro Miguel de Argandoña, que estaba haciendo la visita pastoral.

Volvió el hermano Jócano. Al padre Arenas en voz baja le dijo: ”El padre Muñoz no está en su cuarto. Lo he buscado por todas partes. No está”. El padre Pedro Muñoz era maestro de gramática, misionero popular en castellano y quichua y confesor del convento de Santa Teresa. El padre Arenas le dijo al gobernador Aldunate: “Falta un padre, el padre Pedro Muñoz”. Aldunate frunció el ceño. Llamó al capitán Zapata: “Falta el padre Muñoz. Vaya a buscarlo con cuatro soldados. Búsquenlo en toda la casa, en la biblioteca, en la cripta, en el campanario, en las cúpulas. No dejen ni un rincón. Revisen también la huerta, las caballerizas, el corral, la troje y el horno. Y pregunten bien a los pongos”.

Todos en silencio esperaron. El gobernador Aldunate le dijo al padre Arenas: ”Haga traer sillas. Esperaremos lo que sea necesario”. No había en el cuarto del padre Arenas más que dos sillas. Ya los padres Lopetegui y Casafranca se habían sentado en la cama del padre Arenas, medio tendida rápidamente. Cumpliendo la orden del superior salieron a buscar las sillas los hermanos Jócano y Bravo. El gobernador Aldunate ordenó al alguacil que vaya con ellos. Regresaron pronto los de las sillas, pero casi dos horas pasaron y los soldados no volvían. Fueron todos regresando. “No está en ninguna parte”. Dijo Aldunate: “No podemos esperar más. Yo me ocuparé del padre Muñoz. Aquí todos lo conocemos. No podrá estar oculto mucho tiempo”. Ya sin esperar más, dio al escribano la orden de anotar los nombres y oficios de los padres y hermanos, indicando sus lugares de nacimiento y sus edades.

Procedió el escribano. Sacerdotes: Laureano Arenas, rector del colegio, criollo natural de Lima, de 77 años; Manuel de Casafranca, ministro, ecónomo y prefecto de sacristía, peninsular natural de Segovia, de 53 años; Ignacio Lazcano, procurador de las misiones de Mojos, peninsular natural de Guipúzcoa, de 64 años; Juan de Dios Lopetegui, padre espiritual de la comunidad y director de la escuela de Cristo, peninsular natural de San Sebastián, de 62 años; Pedro Muñoz, predicador, obrero de españoles e indios, criollo natural de Cochabamba, de 33 años (se ocultó); Alfonso Barrionuevo, predicador, obrero de españoles e indios, criollo natural de Potosí, de 58 años, de la comunidad del colegio San Juan Bautista de Chuquisaca. Hermanos: León Bravo, sacristán, cocinero, hortelano y ayudante del procurador de Mojos, criollo natural de Huamanga, de 42 años; Santiago Jócano, portero y limosnero, peninsular natural de Alava, de 60 años.

El escribano Lucas Mariscal leyó el decreto de expulsión: "¡Por orden del rey!". Todos los jesuitas inclinaron la cabeza. Se oyeron algunos sollozos, donde estaban los jesuitas y donde estaban los miembros del cabildo.

Al amanecer del 31 de agosto, la esposa del gobernador les mandó chocolate y mate. Al atardecer de ese día el arzobispo Argandoña visitó a los padres, y muy conmovido, les dio su bendición, que recibieron todos de rodillas. Llamando aparte al padre Arenas le dijo que el padre Muñoz, que estaba oculto, le había hecho llegar una carta en la que le decía que estaba decidido a dejar la Compañía y que le pedía ser recibido como sacerdote secular en la arquidiócesis. Dijo el arzobispo: “Yo le escribí diciéndole que las órdenes reales eran claras y estrictas. Le dije que a mí me habían notificado diciéndome que ninguno podrá quedarse pidiendo ser sacerdote secular o pasándose a otra orden religiosa. Le pedí que se presente voluntariamente a Aldunate. Le dije que también había sido detenido el cura doctrinero de Sipe Sipe, Rosendo Lora, natural de ese pueblo, quien había dejado la Compañía por lo menos hace diez años. Yo le digo a usted que he protestado por el hecho, y pedido que el sacerdote Lora sea puesto en libertad. Aldunate me ha dicho que están incluidos los ex jesuitas y que el cura Lora irá con ustedes”.

Terminada esa charla a solas, el padre Lazcano se atrevió a preguntarle: "¿Sabe por qué nos expulsan? ¿Es posible que alguien crea esa historia de desacato al rey?". Si los padres no sabían por qué los expulsaban, tampoco sabía mucho más el arzobispo. Al cabo de un rato dijo: "No hay más que conjeturas. Las autoridades de aquí dicen que algo grave habrán hecho los padres de España. Yo personalmente creo que algo tiene que ver con esto lo que ustedes enseñan en todos sus colegios y universidades, que la autoridad no le viene al soberano directamente de Dios sino del pueblo". "Pero, señor…", dijo el padre Arenas, "eso ya lo enseñó Santo Tomás". Y dijo el arzobispo: "Explíquele eso al rey y a sus ministros. Yo creo que esos señores, como sucedió en Portugal, acusan a los jesuitas, por supuesto injustamente, de azuzar al vulgo contra el gobierno. Lo único que puedo decirles es que ustedes han perdido el favor real que antes tenían".

El capitán Justino Zapata era el encargado de organizar el viaje a Oruro. Despachó por delante el carruaje que llevaba los colchones, petacas y alimentos. A las 11 y media de la mañana salieron los padres. Don Vicente Villanueva, se acercó sombrero en mano al gobernador Aldunate y le pidió que le permita ir hasta Oruro con los padres, con la esperanza de encontrar a su hermano, el padre Julián Villanueva, que sería trasladado allá desde Chuquisaca. Aldunate, con palmadas en su hombro, asintió con la cabeza, sin hablar.

Apenas se abrió la puerta de calle, se oyó, como un estruendo, el clamor de la gente. Unas mujeres, gritando y llorando, trataban de darles la mano, otras les alcanzaban un pequeño bulto. Tuvieron los soldados que abrirse paso a la fuerza. Cerca ya de la colina de San Sebastián, de una de las esquinas, donde estaba aglomerada la gente, se oyó una voz: "Allá van los jesuitas a poner pleito al rey". Y otro, cerrando y abriendo repetidas veces la mano, dijo: "Suitas lluqsisanku"[32].

Mucha gente siguió a los expulsos. Llegando ya a Pucara, camino de Caraza, el capitán Zapata, que durante todo ese tiempo no lograba despedir a la gente ni con ruegos ni amenazas, pidió a los padres que les digan que debían retirarse. El padre Barrionuevo y el hermano Bravo, en castellano y quichua lograron convencerlos.

Todavía hubo algunos, que desde lejos los siguieron hasta Caraza. Mirando atrás, se veía en los cerros grupos de gente. En Caraza se acercaron para darles víveres dos padres agustinos. Uno de ellos era el padre Miguel Soto, pariente y amigo de los Villanueva. El padre Soto se alegró mucho al ver a Vicente y al padre Lazcano. A Vicente le preguntó por Julián, y le dijo: “Dale esta carta y este mi rosario. Es ya muy viejo, pero en él Juliancito aprendió a rezar”.

En Colcha se acercó a saludarlos el cura del pueblo con algunos víveres. Después de seis días de viaje, los expulsos llegaron por fin, a Oruro. A los pocos días llegaron Muñoz y Lora. Muñoz no saludó, ni siquiera a Julián. En cambio, Lora se acercó muy cordialmente a los padres, y aparte le dijo al padre Arenas que quería ser readmitido en la Compañía. Muy atentamente le contestó Arenas: “Piénselo bien. Tiene tiempo para pensarlo. No se deje llevar de emociones. Hablará en Lima con el padre provincial”.

Martín Hutter (1694-1771)

El 22 de agosto de 1767 se presentó en la reducción de San Ignacio el capitán Alfonso Peralta, a caballo, solo, y vestido de civil. A las tres de la tarde se reunió con los tres jesuitas de San Ignacio en uno de los corredores del patio principal de la casa cural. Quien los hubiera visto de lejos, alrededor de una mesa redonda, tomando mate, no hubiera sospechado que les estaba leyendo el decreto de destierro. El cura doctrinero era el padre Lorenzo Mendizábal, español vascongado, y los otros dos los padres Martín Hutter, suizo, y Andrés Alvarado, cochabambino.

El padre Mendizábal, llamando a parte al capitán Peralta, le dijo que el padre Hutter, de 73 años, enfermo de gota, no estaba en condiciones de emprender el viaje. Peralta le dijo: “Yo tengo orden de llevarlos a ustedes tres a Santa Cruz. El padre joven y usted se irán conmigo ahora mismo. Se quedará todavía el padre anciano. Diga usted a sus indios lo que le parezca conveniente para no alarmarlos. En Santa Cruz expondrá Vuestra Reverencia al señor comisionado sus razones para que se quede el padre anciano, que a mí me parecen muy justas. Y ahora, haga ensillar dos caballos”.

Llamó el padre Mendizábal al alcalde y le dijo que él y el padre Alvarado debían ir a Santa Cruz para ultimar la compra de un par de mulas. No pasó nada y nadie se alarmó. Los tres padres entraron a la capilla. Se confesaron entre los tres. El P. Hutter se quedó solo en la capilla. Mientras con la mente, mirando al Sagrario, preguntaba por qué, llegaban a sus oídos el canto de los pájaros, el ensayo del coro de sus niños y el ruido acompasado de la carpintería.

El 29 de septiembre se presentó en San Ignacio el mismo capitán Peralta, pero esta vez de uniforme y con un destacamento de soldados. La noticia de la expulsión ya había cundido, y en la plaza, hombres, mujeres y niños, rodeaban en actitud amenazante a los soldados. Los caciques estaban ya preparados para evitar un alzamiento. Les costó mucho trabajo calmar a la gente.

Cuando el padre Hutter salió de la casa cural con su sombrero, una bolsa en una mano y en la otra un bastón, fue acogido por un profundo silencio. En el momento en que lo hicieron subir a la mula, se oyó un solo alarido. Unos gritaban: “¡Soy yay asika auna!”[33]. Cuando la mula pudo abrirse paso, aumentaron los gritos. El padre Hutter difícilmente pudo desprenderse de la mano de una viejita que repetía: “Soy yay asika auna!”. Un joven le dijo en castellano: “Vuelve pronto”. A alguien se le ocurrió cantar el “Ave maris stella” [34], y fue seguido por toda la multitud.

El padre Martín volvió a Suiza, a Lucerna. Ya no tenía parientes. Tampoco quedaba ningún compañero jesuita de sus años juveniles. El provincial le instaba a escribir sus memorias, pero él se resistía. Por fin un día se animó y escribió:

“En Lucerna, en el día 10 de diciembre de 1771. Padre Provincial: Hace tres años me expulsaron de mis misiones de Chiquitos. Me pide usted ahora que le narre mi vida. A usted le interesa mi autobiografía.

Nací en Baar en el año 1694. En medio de verdes praderas transcurrió mi infancia. Ahora que escribo estas líneas recuerdo claramente las aves, los árboles y las montañas que conocí de niño. Cuando veo otra clase de árboles y otra clase de montañas, y cuando oigo el canto de otra clase de aves, vuelvo siempre con la mente a mi tierra natal. No voy a decir que el paisaje de mi tierra es el más bello. Voy a decir que el paisaje de mi tierra natal me enseñó a creer en Dios y a admirar las cosas creadas. Contemplando las montañas y los pueblos aprendí a dibujar. Admirando los colores de las flores aprendí a pintar. Oyendo el canto de los pájaros aprendí a cantar.

En mi casa aprendí a amar al prójimo y a rezar mis oraciones, y en la casa parroquial aprendí el catecismo, los cantos religiosos y las primeras letras. El cura de nuestro pueblo era también lo que en otras partes llaman maestro de escuela. Nuestro párroco era muy aficionado a la música, y yo desde muy niño fui su alumno predilecto.

Yo era siempre el solista, o sea la estrella principal del coro parroquial. Todos decían que yo cantaba muy bien, y yo estaba muy consciente de ello. No puedo negar que me gustaba mucho la música, y tampoco puedo negar que me gustaba mucho que me felicitaran. A los 10 años me convertí en el organista de la iglesia. Nuestro párroco cada vez que yo cantaba o tocaba bien, y esto era siempre, me regalaba un pan. Y como no les daba pan a los otros niños, yo comía sólo un trozo y daba el resto, un día a uno y otro día a otro. Ese simple hecho me hizo muy popular.

Cuando cumplí 12 años, por consejo de nuestro párroco mis padres me mandaron a Lucerna, a esta ciudad tan hermosa, a orillas del Lago de los Cuatro Cantones, donde me llegará la hora de salir de este mundo, creo que dentro de poco. Fui inscrito en el colegio de los padres jesuitas. En esta ciudad, Lucerna, no me cansaba de admirar las iglesias, que ahora, ya en el atardecer de mi vida, he vuelto a admirar.

A partir de los 14 años me pasaba muchas horas imitando los dibujos de las fachadas y del interior de las iglesias. Uno de los padres jesuitas me presentó a un sacerdote secular que sabía mucha música, y ése me enseñó a componer. Diré que era buen alumno en latín y matemáticas, y en música era de lejos el mejor, pero reconozco que en gimnasia y en las competiciones de historia sagrada y profana nunca me iba bien. A los 17 años fui contratado como organista de la iglesia de los padres jesuitas, y a los 21, en 1715, después de haberlo pensado durante más de cuatro años, pedí y obtuve ser admitido en la Compañía de Jesús. Hice mi noviciado en Landsberg, en Baviera, una ciudad encantadora.

A los pocos meses de comenzar mi vida religiosa oí hablar de los indípetas. Ese término tan curioso, como usted sabe, quiere decir postulantes para ir a las Indias. El indípeta debía escribir directamente al padre general para presentar su solicitud de ser enviado a tierras lejanas.

Yo meditaba las palabras que se encuentran al final del evangelio de San Mateo, y siguiendo las instrucciones de nuestro padre San Ignacio, de hacer las meditaciones como si presente me hallase, me subía todas las mañanas con la imaginación a la montaña en la que convocó Nuestro Señor a los apóstoles, antes de subir al cielo. Y oía, como dichas a mí personalmente, esas palabras de envío a las regiones más apartadas del orbe, para enseñar las enseñanzas de Jesús a los paganos.

Durante ocho años, entre 1716 y 1724, escribí al padre general Miguel Angel Tamburini, en un latín cada vez más correcto, cuatro cartas, y cada vez con más ganas de ser enviado a las misiones y con más temor de no ser aceptado. Por fin, a los pocos meses de mi ordenación sacerdotal, en 1724, encontrándome en Eichstatt, Baviera, recibí la respuesta. Nuestro padre general me destinaba al virreinato del Perú, a nuestra provincia llamada del Paraguay.

Mis deseos fueron satisfechos. Dios prestó oídos a mi único anhelo, a mis ruegos y plegarias. He sido incluido en el grupo de aquellos afortunados que son enviados al nuevo mundo para promover el honor de Dios y la salvación del prójimo. En esto consiste mi mayor felicidad, mi más grande alegría, mi único fin, lo que toda mi vida he ansiado.

Llegué a Sevilla a principios de 1726, y como España estaba en guerra con Inglaterra, no salieron naves hasta el año 1728. Los que debíamos viajar a la América fuimos hospedados en el Hospicio de Indias Nuestra Señora de Guadalupe, anexo a nuestro colegio de San Hermenegildo. Mucho me sorprendió ver a la gente de todas las edades, de todas las clases sociales, y a cualquier hora, sentados en las plazas y en asientos a las puertas de sus casas, pasando el tiempo en charlas.

Estos sevillanos trabajan mucho y bien, pero sólo cuando tienen humor para ello, y cualquier motivo es motivo para largas conversaciones. La gente es muy alegre, muy amable, y sobre todo muy cortés con nosotros, por ser sacerdotes y por ser extranjeros. Acostumbrado a la seriedad y gravedad de las celebraciones religiosas en mi tierra natal, quedé asombrado al ver el estallido festivo de todas las fiestas, incluyendo la más seria de todas, que es el Viernes Santo, y que en Sevilla se convierte en la más bulliciosa.

Los que debíamos viajar, tanto españoles como extranjeros, fuimos dejados a nuestra libre voluntad e imaginación para llenar las largas horas de nuestras jornadas sin ocupación fija. Casi todos los españoles y un flamenco, que parecía sevillano, el padre Antonio Huyssens, se iban por los pueblos vecinos dando misiones o ejercicios espirituales. Este padre Huyssens es un perpetuum mobile [35].

Varios de los padres españoles se ofrecieron para ser nuestros profesores de lengua castellana. Me parece que yo estaba entre los alumnos menos aventajados. No entendía nada y no aprendía nada. Yo admiraba mucho al flamenco padre Huyssens, que llegó a Sevilla casi un año después que yo, sin saber absolutamente nada de castellano, y a los pocos meses ya hablaba corrientemente. Claro, él se pasaba todo el día en conversación con la gente de la calle. Reconozco que yo dedicaba más tiempo a estudiar la arquitectura de las iglesias, a estudiar la pintura y la escultura, a tocar el órgano, y a practicar toda clase de artesanías. Aprendí poco castellano y mucha música en Sevilla. Estos sevillanos están muy dotados para la música, pero son muy perezosos.

Nuestro superior, o jefe de expedición, procurador de la provincia del Paraguay ante Roma y Madrid, y que era el que nos había reclutado a todos, era el P. Samuel de Echeverría, del norte de España, que por su carácter parecía prusiano, totalmente opuesto a los sevillanos. Este padre tenía en una petaca unos libros de historia de las misiones de Chiquitos, recién impresos en Madrid. El libro se llama Relación historial de las missiones de los indios que llaman Chiquitos que están a cargo de los Padres de la Compañía de Jesús de la Provincia del Paraguay. Y su autor es el padre Juan Patricio Fernández. Ese libro, que yo devoré, se puede decir que me abrió las puertas de la que sería muy pronto mi tierra de promisión. El padre Huyssens lo tradujo al alemán.

Por supuesto, por las charlas que nos daba todas las tardes el padre Echeverría, dándonos a conocer la amplitud de obras de nuestros padres en esas tierras, yo podía suponer que no era nada seguro que yo pudiera poner mis pies en las misiones de Chiquitos. Pero, después de leer ese libro, yo lo deseaba ardientemente.

Por fin, en la víspera de la Navidad del año 1728 emprendimos el viaje en el barco San Bruno, a la verdad con mucho susto de ser atacados por navíos de guerra o por filibusteros. En el barco aprendí unos cantos de marineros a la Virgen del Carmen, que a partir de entonces canto todas las noches, viendo las estrellas, cuando hay estrellas, en voz baja para no molestar al prójimo, y no al viento a toda vela, como en el mar. La luna está al revés que en Europa. Su dibujo representa un arriero con sus mulas o un maestro con sus alumnos. Al contemplarla me decía que ese dibujo me ayudaba a pensar que yo debía ser guía y maestro. Llegamos a Buenos Aires el 19 de abril de 1729 después de casi cuatro meses de navegación.

A los pocos días de estar en Buenos Aires supimos que el padre Echeverría había sido nombrado provincial del Paraguay. Esa noticia se la tenía bien guardada en su coleto. Fue él, por tanto, el que nos distribuyó a los recién llegados a las diferentes casas de la provincia. Y creo que esto cayó a todos muy bien, puesto que en el largo tiempo que estuvimos con él en Sevilla, y además durante el viaje, oportunidad tuvo para conocernos. Me imagino que cuando nos miraba con esos sus ojos fijos, estaba ya calculando en qué lugar pondría a cada uno.

Con gran satisfacción mía yo fui elegido para las misiones de Chiquitos. Después de unos días de descanso la mayor parte de los recién llegados emprendimos el viaje, unos a caballo y otros en mulas. Con dolor mío se quedó en Buenos Aires el padre Huyssens.

El paisaje es muy diferente al de la risueña campiña suiza. Aquí y allí chozas de campesinos y casas de hacendados, a mucha distancia unas de otras. Ese viaje de 130 leguas españolas de Buenos Aires a Córdoba, por inmensas llanuras, se asemeja mucho a la navegación. Al océano de aguas le sucede un océano de tierra, con salidas y puestas de sol muy parecidas a las marinas, e igualmente hermosas.

Igual que cuando estuve en el mar, pienso que nunca llegaré al fin de este viaje. De pronto oigo voces que dicen que viene gente a nuestro encuentro. Cuando llegamos a un río, que llaman Tercero, nos encontramos con un grupo de padres, acompañados de algunos amigos. Emprendimos la subida por una cordillera. ¡Qué difícil es no comparar estas serranías con las suizas!

Llegamos a Córdoba, que me pareció muy poca cosa, menos ciudad que Buenos Aires. En el conjunto de casas de adobe, sin belleza alguna, se destaca nuestro colegio de Córdoba, muy bien construido. Este colegio tiene varias estancias, más extensas que las de Buenos Aires. Creo que con mejor administración se podría sacar más provecho de estas tierras.

Conocí en Córdoba a un gran músico, Doménico Zípoli. Es decir, no lo conocí personalmente, pues había muerto hacía tres años. En Sevilla, el padre Huyssens, que se entera de todo, me habló de este jesuita italiano, a quien calificó de músico extraordinario. Y en el barco, en uno de los atardeceres tranquilos me acerqué al padre Echeverría, que contemplaba la puesta de sol, y le pedí que me hablara del padre Zípoli. Para empezar, me dijo que no fue sacerdote. Quedé sorprendido. Me dijo: Terminó todos sus estudios sacerdotales pero no se ordenó por no haber obispo ni en Córdoba, ni en Asunción, ni en Buenos Aires. Se murió cuando ya se pensaba en llevarlo a Chuquisaca.

Lo primero que hice al llegar a Córdoba, después de visitar al Santísimo, claro está, fue ver la tumba del maestro Zípoli. Sobre los primeros datos proporcionados por el padre Echeverría, completé en Córdoba mi averiguación sobre este maestro. Zípoli se había formado desde niño en la catedral de Prato, famosa en toda Europa por sus niños cantores.

Con la ayuda del duque de Toscana estudió música en Florencia a los pies del organista Giovanni María Casini. Después continuó sus estudios en Nápoles, Bolonia y Roma. En Roma compuso dos oratorios: San Antonio de Padua y Santa Catalina, virgen y mártir. En 1715 fue nombrado organista de la iglesia del Gesù, de los jesuitas. En 1716 publicó sus sonatas, que lo hicieron famoso.

Ese mismo año entró en el noviciado de Sevilla. ¿Por qué fue a dar a Sevilla? Nadie me lo supo decir. Siendo aún novicio fue destinado a la provincia del Paraguay, e hizo todos sus estudios en Córdoba. En todo ese tiempo fue maestro de capilla, organista, compositor y director del coro. Yo tuve el privilegio de tocar sus piezas en Córdoba, en su mismo órgano, y quedé fascinado. Por supuesto, conseguí que me regalaran algunas copias, aunque me dijeron que las había en todas las casas de la provincia del Paraguay. Ya en Santa Cruz de la Sierra me enteré que de allí pasaban también a nuestras misiones de Mojos, de la provincia del Perú. Y con toda razón, digo yo.

A fines de septiembre de 1729, cuatro de nosotros seguimos viaje a nuestras misiones de Chiquitos. Nuevamente emprendimos el viaje, esta vez rumbo a Santiago del Estero. En este viaje, como cuando temíamos los ataques de los corsarios en el mar, volvimos a tener miedo. Nos decían que podíamos ser atacados en cualquier momento por indios salvajes. Pero en todo nuestro recorrido hasta llegar a Santiago del Estero no vimos ni un indio, ni de lejos. En Santiago del Estero nos quedamos cinco días. Nos dieron mulas descansadas. Nunca había hecho tanto camino en cabalgadura.

Llegamos a Tucumán. Luego pasamos a Salta, donde tuve el gusto de conocer a mi paisano Karl Rechberg, quien no cabía de gozo al poder hablar con alguien en el idioma de nuestro cantón, después de doce años. Su alegría fue tan grande, que para que nunca me olvide de él me regaló un hermoso reloj de mesa, fabricado en Suiza.

El 22 de diciembre partimos a Jujuy, donde pasamos la Navidad. Mi primera Navidad en este país, mi tercera desde que salí de mi tierra. Muy triste Navidad. Por primera vez desde que salí de mi tierra, sentí una añoranza muy grande de mis gentes, de mi pueblo, de su nieve, de los cantos de los niños, de los instrumentos musicales. No me estremecí tanto en la Navidad pasada en Sevilla ni en la Navidad pasada en el barco. Es que sólo en ese momento se clavó en mi corazón la convicción de que nunca más volvería a ver a mis gentes.

Saliendo de Jujuy empezamos a subir guardando silencio. Cuando me dijeron que nos encontrábamos a 1200 metros sobre el nivel del mar, me pareció una hazaña que merecía escribir en mis apuntes. Pero esa altura quedó atrás. Llegamos a un lugar inhóspito llamado Yavi, a 3800 metros. Ese dato no anoté en mi cuaderno, pues lo que me llamó la atención grandemente, fue el sagrario de la iglesia, de madera primorosamente labrada. Hice un diseño en mi cuaderno.

A principios de febrero del año 1730 llegamos a Potosí, y nos alojamos en nuestro colegio, que pertenece a la provincia del Perú. Hice bocetos de todas las iglesias. Contra el parecer de la mayoría de los nuestros, yo opiné que era mejor la fachada de la iglesia de San Lorenzo que la de la iglesia de nuestro colegio. Es una fachada única. Esos artistas, por lo visto, amaban tanto como yo las cosas creadas por Nuestro Señor. Los artistas que labraron esas piedras no eran europeos. Es un estilo distinto. Como nuestra iglesia de Potosí hay muchas en Europa, como la de San Lorenzo, en ninguna parte.

En Córdoba ya me habían dicho los padres que dudaban que hubiera órganos en nuestras misiones de Chiquitos. Me dijeron que sin duda había flautas y violines, pero órganos no. Volví a preguntar en Potosí. Me dijeron que nuestros padres de las misiones de Mojos fabricaban violines. ¿Y órganos?, pregunté. Me miraron sorprendidos. ¿No? No. Un chistoso, que nunca falta en nuestras comunidades, dijo que en San Pedro hacían campanas y campanillas. Por su cara, yo colijo que lo dijo como chiste. Pero yo lo tomé muy en serio.

No había pensado en eso. Y decidí ahí mismo aprender a hacer campanas y campanillas. Me lamenté mucho de no haber aprendido a fabricar violines y órganos en los dos años que estuve en Sevilla. Grave descuido, pero en los dos meses que estuve en Potosí, aprendí a fabricarlos con dos buenos maestros. Un criollo me enseñó a hacer violines y un andaluz a hacer órganos. El P. Superior me regaló un magnífico órgano.

En Chuquisaca lo que más me gustó fue el claustro de nuestra universidad de San Francisco Xavier. Ninguna iglesia de Chuquisaca me gustó tanto como la de San Lorenzo de Potosí. De Potosí y Chuquisaca retuve en mis ojos interiores ese cielo de azul intenso, el más límpido y puro que vi en toda mi vida, Desde entonces la palabra cielo para mí tiene ese color, y no el gris del cielo suizo. Recuerdo ahora las noches estrelladas que sin nubes ni neblinas permiten ver las estrellas, que por eso me parecen más bellas. Aquí la palabra noche no me produce tristeza, como en Suiza, sino mucha paz.

Salimos de Chuquisaca para dirigirnos a Chiquitos. Mucho gocé del espectáculo de las montañas, que me recordaban las de mi tierra. Pero allí, en mi Suiza natal, había hecho paseos a pie, muchas veces, pero nunca más de dos horas. Y ahora, iba en mula, por primera vez en mi vida, por caminos increíblemente peligrosos, pero con vistas extraordinarias, en un viaje más fatigoso que el de Buenos Aires a Córdoba.

En el segundo día de viaje, yo, que iba contemplando los variados paisajes que a cada curva se desenrollaban novedosos ante mis ojos, oí gritos. Algo grave sucedió. ¿Qué ha pasado?, pregunté. Se ha caído al precipicio la mula con nuestras provisiones, me dijeron. Yo pensé más bien, primero, en el arriero. ¿Y el arriero?, dije. Ha bajado en busca de la mula. Bajamos todos de nuestras cabalgaduras. Todos nuestros acompañantes indios estaban descendiendo al abismo con una agilidad pasmosa. Ni yo, ni ninguno de mis compañeros jesuitas, dos españoles y un alemán, nos atrevimos a imitarlos. Uno de los padres españoles, bendiciendo, hizo cruces sobre el precipicio. Poco a poco fueron regresando todos, sanos y salvos gracias a Dios, por supuesto sin la mula. Sólo los ayudamos a hacer llegar a destino lo poco que pudieron recoger. Retomando el camino pensé: Felizmente no se cayó la mula que lleva el órgano. Ave María.

Nada especial tengo que anotar de Santa Cruz de la Sierra. Nos alojamos, por supuesto, en nuestro colegio, que pertenece a la provincia del Perú. Debido al cansancio de todos nosotros, decidimos quedarnos allí un tiempo. Los padres nos dijeron que ellos tenían una misión de chiquitanos a 18 leguas de Santa Cruz. En vez de quedarme en Santa Cruz, que nada interesante tenía para mí, me lancé otra vez a los caminos con uno de los españoles, tan impaciente como yo de conocer chiquitanos. Nos fuimos pues, a la misión de Desposorios, o Buenavista, reducción de chiquitanos y chiriguanos de los padres de la provincia del Perú. Ese fue mi primer contacto con los chiquitanos. Me di cuenta de inmediato que tenían una gran facilidad para la música. Y además, cantaban con tanto entusiasmo y gusto, que me hicieron olvidar las fatigas del viaje, que fueron muchas.

El 15 de julio de 1730 llegué por fin a destino, al pueblo de San Javier. En estas regiones no hay más que la estación del verano, con visitas rápidas pero intensas de un frío que viene del sur. Hay lluvias, tormentas y viento. No hay granizo ni nieve. La gente de este pueblo no me llamó especialmente la atención, como no me llamó la atención la gente que vi en las ciudades y campos desde Buenos Aires. En cambio, me llamaron mucho la atención los animales. El oso hormiguero no parece dibujo sino caricatura. Los jabalíes son antipáticos y los monos son simpáticos. Hay uno que me mira burlón y se da la vuelta tapándose la boca como riéndose de mí. Me paso horas contemplando al tucán, de pico enorme y colores vistosos, que por su parte me mira con asombro, como estudiándome.

En 1739 pasé a San Rafael, donde viví hasta 1749. Volví a San Javier en 1750. Luego, estuve en Concepción de 1754 a 1756, y en San Juan de 1757 a 1760. Estuve sucesivamente en Santo Corazón, Concepción, San Miguel, San Juan y San Ignacio, de 1761 a 1768. En ese año nos expulsaron. Sí, en todos estos pueblos fabriqué violines, órganos, violonchelos, contrabajos, clavicordios, espinetas, arpas, trompetas y chirimías.

Los chiquitanos, padre mío, a mí me enseñaron más música que yo a ellos. Supe con más claridad que antes que la música es uno de los más bellos dones de Dios. Yo cantaba y bailaba con ellos. Quiero que quede en claro una cosa. Llegué a estas tierras como maestro, principalmente de música. Le diré, padre provincial, que los chiquitanos me enseñaron realmente el valor de la música. Estos chiquitanos saludan al sol con música de flautas. En la noche despiden al día bailando. Yo cantaba y bailaba con ellos, alabando a Dios. Sin tan buenos alumnos yo no hubiera sido nunca buen maestro. Los coros de nuestras misiones, padre mío, no tenían nada que envidiar a los coros de Europa. Perdóneme, padre, estoy muy cansado, aunque Dei beneficio fruor, senex, optima valetudine” [36].

Después de escribir esa carta el padre Martín se fue a dormir. Al día siguiente lo encontraron muerto. Estaba ya en el cielo viendo el sol sin ocaso y las estrellas no tapadas por las nubes.

Antonio Huyssens (1696-1768)

El joven Antoon Huyssens inició su vida de jesuita el dos de febrero de 1714. Había hecho sus estudios en el colegio de los jesuitas de Bruselas, su ciudad natal, desde los nueve años de edad, llamando siempre la atención por su brillantez en todas las materias, pero sobre todo por su extraordinaria capacidad para aprender idiomas. Cuando tocó las puertas del noviciado ya tenía en su bagaje el flamenco, el francés, el alemán, el latín y el griego.

Uno de los padres que dio informes sobre él escribió: “Bonas litteras attingit feliciter iam inde a puero” [37]. Terminado el noviciado, hizo sus estudios de filosofía en Lille, con tal aprovechamiento, que cada uno de sus profesores, sin excepción alguna, escribió al provincial pidiendo que ese estudiante tan bien dotado sea destinado a enseñar su materia.

Terminados sus estudios de filosofía, fue destinado al colegio de Cambrai, donde permaneció de 1716 a 1721, como profesor de latín y retórica. Hizo los estudios de teología en Ypres, de 1722 a 1726, con su brillantez acostumbrada. Se ordenó sacerdote el 23 de octubre de 1725. Teniendo en cuenta su capacidad poco común para toda clase de materias, pero especialmente para los idiomas, los superiores pensaron destinarlo al equipo de los bolandistas.

¿Quiénes eran los bolandistas? En 1603, un jesuita llamado Heribert Rosweyde, profesor en el colegio de Amberes, propuso a los superiores autorización para dedicarse a coleccionar, estudiar, analizar y publicar los documentos referentes a las vidas de los santos. Expuso con claridad la necesidad de poner coto en las biografías de los santos al excesivo número de historias pueriles e inverosímiles y leyendas absurdas, de las que estaban llenas las cabezas no sólo de los fieles, sino también de no pocos sacerdotes y obispos.

Habiendo convencido sin dificultad a los superiores, con todos los permisos necesarios el padre Rosweyde se dedicó a una ardua investigación en abadías, conventos y cabildos catedralicios en toda Europa. En una buhardilla de la casa de los jesuitas de Amberes reunió una cantidad impresionante de documentos. Publicó en 1615 las vidas de los padres del desierto de Egipto y Siria. A la muerte del padre Rosweyde (1629), los superiores designaron al padre Jean Bolland para que continuara su encomiable labor. Bolland se entusiasmó de tal modo, que decidió ampliar el estudio a todos los santos de todos los tiempos y lugares. Pero ese trabajo no podía hacerlo solo. Así nació el equipo llamado de los bolandistas.

A la muerte del padre Bolland (1665), los superiores decidieron que esa obra debía continuar. Y fue siempre considerada como prioritaria por los padres jesuitas flamencos, y elogiada y bendecida por los padres generales. Por eso, no es de extrañar que tanto los bolandistas como los superiores hubieran puesto la mirada en el brillante Antoon Huyssens.

Pero Antoon tenía su corazón puesto en la China. Sin avisar a nadie, durante todos sus años de estudiante había leído libros sobre la China, y gramáticas y diccionarios de la lengua china. Y, naturalmente, aprendió chino. Un día le habló a su director espiritual de su deseo de ofrecerse para ir a la China. Este le dijo que debía escribir al padre general manifestándole su deseo de ir a las misiones, pero sin precisar a dónde, siempre dispuesto a ir a donde lo manden. "Si es voluntad de Dios, lo mandarán a la China", le dijo.

Cuando llegó a todas las provincias la carta del padre general Miguel Angel Tamburini, pidiendo voluntarios para las misiones, Antoon le escribió ofreciéndose, sin especificar un lugar concreto, para trabajar en lejanas tierras por la salvación de las almas. Era muy tenaz Antoon. Sus cartas se fueron escalonando, 8 en el lapso de tres años: de Cambrai el 20 de enero y el 22 de abril de 1723, de Douai el 16 de enero de 1724, el 16 de enero de 1725, el 13 de septiembre de 1725, el 5 de octubre de 1725, el 11 de febrero de 1726 y el 9 de abril de 1726. Por fin, la respuesta le llegó a mediados del año 1727. Con mano temblorosa el padre Antoon desdobló el papel. El padre general Miguel Angel Tamburini lo destinaba al virreinato del Perú, a la provincia del Paraguay. Se fue de inmediato a la capilla, y de rodillas, en el silencio de su corazón fue repitiendo: "¿Virreinato del Perú? ¿Provincia del Paraguay?” Ni sabía dónde estaba. Y se dijo: "Sí, vamos al Perú, a la provincia del Paraguay".

Al finalizar el año 1727 Antoon partió a Sevilla sin mirar atrás. Por supuesto, lo primero que hizo al llegar a destino fue sumergirse en el estudio del castellano. Ya antes de un mes hablaba el castellano con acento sevillano, casi sin equivocarse. Además, supo que en Buenos Aires había negros esclavos del Congo y Angola. Se las ingenió para hacerse llegar de Portugal catecismos en los idiomas de ambos países. Para descansar del estudio del castellano se puso a estudiar la "Doutrina Cristâ ordenada a maneira de dialogo para insinar os mininos" del padre Marcos Jorge, S.J., traducida al congolés por el padre Mateus Cardoso, S.J., editada en edición bilingüe interlineal, arriba el texto portugués y abajo el texto congolés, y el catecismo en kimbundo-portugués del padre Francisco Pacconio, S.J. "Gentío de Angola suficientemente instruído nos mysterios da Nossa santa Fee".

El 24 de diciembre de 1728, en el barco San Bruno partieron del puerto de Cádiz 60 sacerdotes y 7 hermanos jesuitas, entre ellos Antoon Huyssens, que ya se hacía llamar Antonio. España estaba en guerra con Portugal, Holanda e Inglaterra. Durante todo el viaje los jesuitas estuvieron dominados por el temor, no a tormentas, sino a posibles ataques de naves portuguesas, holandesas o inglesas. Llegaron sin novedad a Buenos Aires el 17 de abril de 1729.

Como los superiores no le daban todavía ningún destino definitivo, el padre Antonio se puso a trabajar con los negros esclavos procedentes principalmente del Congo y Angola, hasta que, por fin, después de un año largo de espera, fue destinado a la reducción de San José, de guaraníes. Estuvo allí casi dos años, y en tan breve tiempo aventajó a muchos en el conocimiento del guaraní. En 1731 las autoridades de Charcas pidieron a los jesuitas volver a intentar la apertura de misiones en el territorio de los chiriguanos, que estaban nuevamente levantados en una revuelta sin precedentes, y allá fue destinado el padre Huyssens.

El padre Huyssens escribió al padre Lodewijk Molisse en 1732: "El año pasado de 1731 las autoridades de Charcas han pedido al padre provincial de esta provincia del Paraguay volver a intentar la apertura de misiones en el territorio de los chiriguanos, que están nuevamente levantados en una revuelta más brava que las anteriores, y yo he sido destinado para esta empresa, que humanamente me parece que va directamente al fracaso, puesto que por todos los datos que he averiguado, he llegado a la conclusión de que los cuatro padres que allá vamos nos meteremos directamente en el fuego.

Llegué a Tarija a principios de este año de 1732, y lo primero que hice fue sumergirme en la biblioteca de la comunidad para averiguar todo lo posible acerca de los chiriguanos, y de ese modo supe que el gobernador de Santa Cruz de la Sierra, el año de 1585 pidió a nuestros padres de Lima la fundación de una casa en su territorio, y que allá fueron los padres Diego Martínez y Diego Samaniego, quienes al cabo de algunos años, después de varias entradas a las tierras de los bárbaros chiriguanos, hicieron unos apuntes de gramática y catecismo en la lengua de ellos. Yo, por más que busqué y rebusqué, no encontré ninguno de esos apuntes en nuestra biblioteca, que está muy mal abastecida.

Por lo oído a un criado chiriguano que tenemos en esta casa de Tarija, me di cuenta de que la lengua chiriguana no difiere mucho de la lengua guaraní de nuestras misiones de las gobernaciones de Asunción y Buenos Aires, y cotejadas la una con la otra se ve que es algo así como nuestra lengua de Flandes comparada con la de Holanda, y así con esfuerzo no muy grande creo que podré con ella en no pocos meses.

Nuestros padres de la provincia del Perú no lograron abrir misiones permanentes entre los chiriguanos de las regiones comarcanas a Santa Cruz por su ferocidad de ellos y movimiento continuo de una parte a la otra. Los padres de la provincia del Paraguay, con la aprobación del padre general Tirso González se establecieron en Tarija, y desde 1691 comenzaron su labor entre los chiriguanos de estas partes, y al igual que los de la provincia del Perú, fracasaron, porque muchas veces los pueblos españoles de la frontera de los chiriguanos han sido destruidos o incendiados, y ahora el padre provincial me destina a fundar misiones en esos territorios. Parto ya con la bendición de Dios.

Antes de la llegada de los castellanos a estos territorios de la audiencia de Charcas, unos indios bárbaros que hablaban una lengua de la familia guaraní, y que a sí mismos se llamaban mbya, palabra que no he sabido descifrar, en los límites meridionales del Collasuyo ofrecieron resistencia a las avanzadas de los incas, quienes para evitar las incursiones de estos advenedizos, que se cosechaban el maíz y la papa, y se comían las llamas, tuvieron que establecer a lo largo de un inmenso territorio un número considerable de pucaras, es decir fortalezas. A esos invasores las autoridades del Collasuyo les dieron el nombre de chiriguanos, adoptado por los españoles, nombre con el que son conocidos ahora tanto la nación como la lengua.

Unos dicen que la palabra chiriguano viene de los vocablos de la lengua quichua chiri (frío), y guano, (estiércol), lo que viene a ser un término ofensivo, como quien dice excremento frío. Otros dicen que viene de los vocablos, también de la lengua quichua, chiri (frío) y guana, que es lo mismo que escarmentar, o tomar lección y sacar provecho para no repetir lo mal hecho o que causa a uno alguna clase de inconveniente o desasosiego, por lo cual ya no volverá a caer, de donde la palabra chiriguana, como se lee en algunos escritos, sería lo mismo que persona que en llegando a tierras frías, por el disgusto o malestar que en ellas siente, decide no regresar a ellas. Según muchos, los chiriguanos de algunas regiones hablan una lengua contaminada con la lengua chané, que no pertenece a la familia guaraní. No leí en ninguna parte, pero sí oí decir a varios de nuestros padres que los chiriguanos de la parte de Santa Cruz vencieron en guerra a los chanés y los hicieron sus esclavos. Eso explicaría también las diferencias que hay en las diferentes regiones, dependientes de Tarija o de Chuquisaca o de Santa Cruz de la Sierra. Esos pueblos se entremezclaron, tal vez por el mutuo intercambio de mujeres, o por tomarlas por la fuerza en sus guerras o por alianzas para luchar contra otros pueblos o por ambas razones.

Estos chiriguanos han hecho y hacen a los castellanos los mismos y hasta peores daños que hicieron a los incas, y así, como uno de los posibles remedios para impedir sus desmanes, incendios, robos y asesinatos en los pueblos de españoles, las autoridades de Lima y de Santa Cruz de la Sierra, como ahora también las de Tarija, pensaron en pedir el socorro de nuestros padres para ver de calmar su ferocidad sujetándolos en reducciones, y convirtiéndolos a nuestra santa religión, hacer de fieras sanguinarias mansos corderos".

La muerte del padre Julián Lizardi en 1735, interrumpió nuevamente la labor de los jesuitas entre los chiriguanos. Sólo el padre José Pons, con la debida autorización de los superiores, se quedó a trabajar entre los chiriguanos, viviendo a su aire de ellos, yendo de un lado para otro, sin residencia permanente. El padre Antonio Huyssens pasó entonces a la casa de Tarija, donde permaneció hasta 1738 como “obrero de españoles e indios”. Viajero incansable, en sus recorridos, dando misiones populares, se llegó muchas veces a territorios de lengua quichua en comarcas de Potosí y Chuquisaca, y así, como quien colecciona sombreros, añadió una más a su ya larga lista de idiomas.

En 1738 fue destinado a las misiones de Chiquitos, al pueblo de San Ignacio de Zamucos, situado al sur, a 80 leguas de San Juan Bautista y a 100 leguas de San José de Chiquitos. Apenas llegado, el padre Antonio se lanzó, con su entusiasmo habitual, a estudiar zamuco y ugaraño, llegando a ser el único jesuita que logró descortezar ambos idiomas. Habiendo salido de un caldero hirviente, que eran las misiones de chiriguanos, el padre Huyssens cayó en una catarata en ebullición, pues la ancestral enemistad de los zamucos y de los ugaraños no pudo ser vencida por los misioneros.

El padre Huyssens fue uno de los muchos jesuitas que hicieron el intento de comunicar las reducciones de Chiquitos con las guaraníes, buscando una ruta por el río Pilcomayo, para evitar el largo viaje por Santa Cruz, Tarija y Tucumán. Esas expediciones tenían además el objeto de encontrar a las llamadas naciones bárbaras, que habitaban a ambos lados del Pilcomayo, con el fin de evangelizarlas. El padre Huyssens era tenaz. Salió en exploración en 1738, 1739, 1740 y 1745, fracasando siempre en su intento, unas veces por no poder cruzar los ríos y los esteros, otras veces a causa de la huída de los que lo acompañaban, y otras debido a los ataques de los tobas.

En 1745 se hizo insostenible la vida en común de zamucos y ugaraños. No pudiendo vencer sus rivalidades, resolvieron irse cada grupo por su lado. Todos abandonaron el pueblo. Como Abraham y Lot, unos se fueron a un lado, y otros a otro. Los zamucos se fueron con el padre Juan Jiménez, español, a San Juan Bautista, y los ugaraños con el padre Antonio Huyssens a San José de Chiquitos.

El padre Huyssens escribió al padre Lodewijk Molisse en 1746: “Estos chiquitanos son más altos que los zamucos y ugaraños. A diferencia de éstos, tienen los rasgos finos, son esbeltos, de rostro sonriente, afable. Son más aficionados que ellos y que los chiriguanos a la música. Les encanta cantar y bailar. Y también jugar. Juegan a la pelota más con la cabeza que con los pies. Son expertos arqueros. Se flechean los unos a los otros en juego de entrenamiento, como mimando un combate, puesto un grupo frente al otro. En estos combates de ficción las flechas tienen en la punta un sólido botón de madera. No son, pues, puntiagudas, pero dan con fuerza en el pecho o en la cabeza, y bien quisiera yo que no se entretengan ni se entrenen conmigo estos jóvenes en tales entretenimientos y entrenamientos. Veo que cuando les dan en el cuerpo, cierran la boca para no gritar, para no dar ocasión de burla o mofa, pero bien que les duele.

No los he visto en combate verdadero. Me dicen los padres que en guerra son temibles. Dicen que combaten con más fiereza que los chiriguanos, lo que me cuesta creer. Dicen que no hace muchas décadas envenenaban sus flechas con una ponzoña llamada curare, que hacía que una herida por pequeña que fuese se tornaba en incurable. Son en verdad en su mayoría de temperamento ígneo. Pero tan pronto como se enardecen se aquietan. Son de buen entendimiento, vivaces. No son inconstantes como los zamucos.

En estas nuestras misiones la lengua chiquitana ha sido elegida como lengua general, pues en cada uno de nuestros pueblos están mezclados los indios de diferentes naciones y lenguas tan variadas entre sí como son el flamenco y el castellano. En cada pueblo, los de una lengua están en un barrio y los de otra en otro, y hablan entre ellos su idioma. Pero en la escuela, en los talleres, en la iglesia, ya desde los primeros tiempos se ha empleado el chiquitano. Y así como las naciones de cazadores y pescadores han sido asimiladas a la nación de los chiquitanos, que ya eran semi sedentarios, así se resolvió que las otras lenguas cedieran el paso a la lengua chiquitana.

Debo decir que más de un padre se lamenta de que los primeros misioneros hubieran tomado esta decisión, pues sostienen que esta lengua chiquitana es más dificultosa de aprender que el chiriguano, y yo que me sé tantas lenguas, diré que lo que cuesta a la mayoría es aceptar que hay dos hablas, una masculina y otra femenina, y así, por poner un ejemplo, diré que para decir mi padre los hombres dicen naqui yy y las mujeres dicen yxup. Esto desespera a los que se ponen a estudiar esta lengua. Nuestros padres afirman que lo que se aprende en un mes en chiriguano se aprende en dos años en chiquitano.

En todas estas lenguas de estas partes las variantes de un grupo o tribu en una misma lengua son muy grandes, tanto en la fonética, como en el vocabulario y la sintaxis. Y así, para escribir las oraciones y las canciones es forzoso crear una nueva lengua, que podríamos llamar lengua escrita, fusionada de diferentes variedades para poder ser usada en todas, algo así como en las lenguas alemanas, y según sé, como pasa también con el árabe.

Yo escribo mucho en lengua chiquitana, dando preferencia a la de San José. Ahora estoy traduciendo la Imitación de Cristo, de Kempis. Yo no siento esas dificultades que sienten los demás. Ya dije en otra carta desde Asunción que el guaraní me parecía una lengua majestuosa y enérgica, de mucha armonía y delicadeza. La chiquitana es más precisa, más musical, más onomatopéyica, y me es más fácil verter en ella los conceptos cristianos que por ejemplo en zamuco, lengua en la que no podía fácilmente expresar mi pensamiento por la poca copia de vocabulario que tienen”.

El 15 de agosto de 1767 llegaron a Santa Cruz de la Sierra las órdenes de Martínez de Tineo. El gobernador, Luis de Nava, a las cuatro de la mañana del 5 de septiembre de 1767 se presentó en la casa de los padres con un escribano y dos testigos. Se reunieron en el comedor los seis padres de la comunidad y el padre Manuel Urigoitia, misionero de San José de Chiquitos. Como el secretario de don Luis de Nava no podía leer el decreto, debido al llanto que lo sacudía, el superior, padre Juan Crisóstomo Zamorano, español, le pidió el documento y lo leyó con voz audible, y luego, después de devolverlo, sin decir palabra salió del comedor y se fue a la iglesia, a donde lo siguieron los padres, don Luis de Nava y sus acompañantes.

El coronel Severino Gutiérrez, comandante del regimiento acantonado en Santa Cruz para acudir a la frontera de Mojos con el Brasil, asediada por los portugueses, fue el comisionado para proceder a la expulsión de los jesuitas de las misiones de Chiquitos. El 29 de septiembre de 1767 salieron de San Javier los padres Simón Ridruejo, Antonio Escalante y Joaquín Céspedes, todos españoles. El padre Huyssens, de 72 años, estaba postrado en cama. El coronel Gutiérrez no se atrevió a llevarlo a Santa Cruz. Dejó en el pueblo a dos soldados como custodios del padre Huyssens, y prosiguió su recorrido a los otros pueblos.

El coronel Gutiérrez escribió al presidente de la audiencia, Victorino Martínez de Tineo, manifestándole su parecer de no sacar al sacerdote enfermo. La respuesta de Martínez de Tineo, fechada el 5 de diciembre de 1767, llegó a Santa Cruz bien avanzado el mes de enero, en plena época de lluvias: "Se rechaza como inconveniente y contrario a las reales instrucciones del extrañamiento el que se quede ningún sujeto de la Compañía de Jesús en aquellos pueblos, aun a título de viejo o de enfermedad habitual, como ahora se propone".

Desde que llegó la orden del extrañamiento el padre Huyssens en pocos días envejeció muchos años. Sólo a ratos, como relámpagos, recuerdos sin contexto iluminaban su mente. Sin embargo, cuando la gente se fue acercando a él, recobró la lucidez como saliendo de una bruma. Se demoró la salida del padre Huyssens a Santa Cruz, porque casi todo el pueblo quiso confesarse con él. Incluso algunos de los soldados se confesaron.

Julián Villanueva (1734-1819)

El 2 de junio del año del Señor de 1734, en la iglesia matriz de la villa de Cochabamba, el reverendo padre Ignacio Lazcano, de la Compañía de Jesús, bautizó solemnemente a un niño del día, nacido en la misma villa, hijo legítimo de los esposos Cosme Villanueva y Petrona Ampuero, con los nombres de Julián, Felipe, Cosme, Damián. Fueron sus padrinos sus abuelos maternos Juan Crisóstomo Ampuero y Dominga Llanos. Todos los datos fueron debidamente asentados con buena letra y mala ortografía en el libro de bautizos de españoles por el cura propio Ildefonso Lizárraga, de que dio fe.

Julián fue el último hijo de sus padres. Antes que él nacieron Mónica, Catalina y Vicente. Entre Vicente y Julián había cinco años de diferencia. Dicen que entre los dos hubo un niño, Francisco, que murió a los pocos días de nacido. Julián se crió casi como hijo único. No conoció ni a sus abuelos paternos ni a su abuelo materno, que fallecieron cuando él era muy niño. Julián pasó su infancia, alternativamente en Cochabamba, en el pueblo de Caraza y en Chilijchi, la finca de sus padres, situada en las afueras del pueblo de Caraza, en un valle en el que abundaban los molles.

Y aunque allí había también muchas jarcas, sauces, pinos, algunos álamos y cuatro palmeras, la finca se llamaba Chilijchi, en honor al único chilijchi [38] que había frente a la casa de hacienda. La casa de Caraza estaba situada en la plaza mayor, frente a la iglesia parroquial, pero en realidad los Villanueva estaban más tiempo en la casa de Chilijchi .

Desde su más tierna infancia Julián aprendió a hablar los dos idiomas que oía a su alrededor, el castellano y el quichua. Su padre, don Cosme, no le dirigía la palabra sino en castellano. Su madre, doña Petrona, alternaba una u otra lengua, según las circunstancias. Para mostrarle su gran amor le decía en quichua palabras dulces y tiernas. En el mismo idioma se expresaba cuando debía reñirlo por alguna falta. En las demás ocasiones le hablaba en castellano. Su abuela materna, doña Dominga Llanos, a pesar de ser una señora de prosapia, que sacaba a relucir a cada paso su origen español, pues uno de sus abuelos había sido "español de España", no le hablaba sino en quichua. Se contaba en la familia que Juliancito, descalzo y montado en un caballo de palo, corría a todo correr por el camino que iba de Chilijchi a Caraza, y que Doña Dominga le dijo: “Zapatusniykita churakuy. Khishkachikuwaq”. Y que él contestó muy serio: “¡Ooj! ¿Caballu patapichu khiskachikuyman? [39]

La numerosa servidumbre estable y los pongos semaneros le hablaban, por supuesto, solamente en quichua. Los parientes y amigos de la familia hablaban casi siempre en castellano entre ellos, excepto cuando contaban chistes o relataban entre comillas lo dicho en quichua por los criados, mayordomos, vecinos de Caraza y colonos de las fincas. Pero muchas señoras, como la abuela Dominga, se sentían más a gusto hablando en quichua, incluso con los miembros de la familia.

Desde bien niño, su formación cristiana estuvo principalmente a cargo de su abuela materna en Caraza. A los siete años Julián fue inscrito en Cochabamba, en el colegio San Luis Gonzaga de los padres jesuitas, quienes le enseñaron nuevos rezos, historia sagrada, a leer y escribir en castellano, gramática latina, números y cantos. De entre los padres del colegio, el más amigo de la familia era el padre Ignacio Lazcano, que había estado en las misiones de Mojos, y que además de ser profesor en el colegio, era el procurador de esas misiones en Cochabamba.

Todos los años, por Cuaresma y Semana Santa, y por Navidad, el padre Lazcano iba a Caraza a confesar y predicar en castellano, y se alojaba en la casa de los Villanueva en Chilijchi. Un padre agustino del convento de Caraza, el padre Miguel Soto, pariente de don Cosme Villanueva, era el confesor y predicador en quichua. Algunas tardes don Cosme, doña Petrona y los padres Lazcano y Soto jugaban una partida de tresillo, y todos los días, después de almuerzo, don Cosme y el padre Lazcano jugaban chaquete o ajedrez.

El padre Lazcano celebraba misa los domingos en la iglesia del pueblo y los demás días en la capilla de Chilijchi o en la iglesia parroquial de Caraza, a petición del párroco. El padre Soto siempre en la iglesia de su convento. Julián era el monaguillo de los dos padres, un día del uno y otro día del otro.

Cobró Julián gran afición a las ceremonias litúrgicas. Sobre todo cuando iba la familia a la iglesia de Caraza o al convento de los padres agustinos, se sentía fascinado por las procesiones y culto en general. Le gustaban mucho las bandas y los danzantes, pero más que nada las solemnes celebraciones de Semana Santa. Su familia, ya desde varias generaciones, era la encargada de hacer el monumento del Jueves Santo.

Imitando a los sacerdotes, desde un balcón de la casa de hacienda predicaba en quichua o castellano a los maizales y durazneros. Y en la casa celebraba la misa en su cuarto, y con permiso especial en la capilla. Su abuela, doña Dominga, le fomentaba esa inclinación, haciéndole ornamentos y proporcionándole imágenes y candeleros. Cuando vio que el niño usaba un badilejo a guisa de atril, se desprendió de uno que tenía en su aparador de porcelanas. Pero otras veces, Julián se entretenía en otros pasatiempos, como combatir con espadas de palo o a k'urpazos [40] y marlazos con los hijos de los terratenientes vecinos, con los chicos del pueblo y con los hijos de los colonos.

Julián tenía diez años cuando murió su abuelita doña Dominga. Esa muerte fue su primera experiencia de sufrimiento. En 1747, cumplidos los trece años, Julián fue enviado a Chuquisaca, a proseguir sus estudios en el colegio San Juan Bautista, de los padres jesuitas, considerado como antesala para el ingreso a la universidad de San Francisco Javier, regentada por los mismos padres, donde debía estudiar ambos derechos, según decisión de don Cosme. En Chuquisaca estudió Julián latín e historia de los romanos y aprendió a hacer versos. No aprendió a cantar, pero se hizo famoso como actor de teatro. Los domingos iba con el padre Alfonso Barrionuevo, natural de Potosí, a Charcoma. Los dos hablaban muy bien el quichua. El padre Barrionuevo daba misiones a los adultos y Julián daba catecismo a los niños.

Al término de sus estudios, cuando tenía ya 16 años de edad, comunicó a sus padres su inquebrantable voluntad de hacerse jesuita. Don Cosme protestó. Doña Petrona no pudo articular palabra, pero lo abrazó y lo besó, llorando. Una mañana, en compañía del padre Ignacio Lazcano salieron de La Paz rumbo a Lima, cuatro jóvenes: Julián Villanueva y Pedro Muñoz, cochabambinos, Juan Goenaga, chuquisaqueño, y Tomás Sarmiento, paceño.

Muchas son las horas de viaje en mula de Chuquisaca a Oruro y de Oruro a Lima. Julián, contemplando a ratos el paisaje, cerrando a veces los ojos, abre las puertas del recuerdo para revivir el pasado, que ahora le parece a la vez muy remoto y muy cercano. A medida que iba dejando los paisajes familiares, iba aumentando en Julián la nostalgia de su tierra.

A ratos no contemplaba el paisaje del altiplano, sino que volvía a ver en su mente el paisaje de Caraza. Iba viendo con cariño las casas de los mozos, los terrenos sembrados, los campesinos encorvados, los pastores con sus ovejas, los arrieros con llamas y mulas, los poblados, los cerros, los molles, los sauces, los maizales, los papales, los cactus, las ulalas, las retamas, los cardosantos.

Mientras miraba el paisaje, sus pensamientos volaron a Cochabamba y a la Caraza de su infancia. Llegaron a la huerta de Chilijchi, donde su padre cuidaba con amor sus árboles frutales y sus flores. Se fueron a los campos que había recorrido junto a su padre, a caballo, admirando los maizales. Recordó la alegría de las cosechas anuales y la tristeza de ese año en que llegaron las langostas. Recordó el llanto de su madre cuando él dejó para siempre la casa paterna. Y recordó, cuando él, arrodillado, recibió por última vez la bendición de su madre: "Dios Padre guarde tu alma. Dios Hijo guarde tu cuerpo. Dios Espíritu Santo guíe y gobierne tus pasos. Amén".

Los cuatro jóvenes de Charcas, juntamente con cinco de Lima, tres de Arequipa, dos del Cuzco y uno de Pisco, comenzaron su noviciado en Lima el 15 de agosto de 1752. En el noviciado Julián se sintió a gusto desde el primer instante, pero al cabo de pocos meses, empezó a extrañar intensamente a su familia. Y además, añoraba el sol, las estrellas, las lluvias, e incluso las tormentas. El cielo casi siempre enfurruñado de Lima aumentaba su tristeza. Pero firme en su vocación, venció sin mayor esfuerzo su amartelamiento, cosa que no sucedió con un arequipeño y un cuzqueño, quienes antes de terminar el año habían vuelto a sus tierras.

Don Cosme y Vicente escribían a Julián con frecuencia. Doña Petrona y las chicas únicamente por su cumpleaños y muy escuetamente. En 1757 Julián recibió la noticia de la muerte de su padre y en 1759 la de su madre. Esos dolores, sufridos en soledad y silencio, lo llenaron de tristeza y nostalgia. En 1760, aun antes de hacer sus últimos votos, Julián renunció a su herencia a favor de sus hermanos Mónica, Catalina y Vicente.

En 1762, terminados sus estudios sacerdotales, el padre Julián Villanueva fue destinado a Chuquisaca. De paso a Chuquisaca, se quedó dos meses en Cochabamba. Supo que de común acuerdo sus hermanos habían resuelto el siempre problemático asunto de la herencia. Mónica se había quedado con la casa de Cochabamba, Catalina con la de Caraza y Vicente con la de Chilijchi. Y la finca había sido dividida en tres partes. Todos sus hermanos estaban casados y las risas y los llantos de los niños alegraban las tres casas.

Desde que llegó a Chuquisaca Julián fue profesor de quichua en la universidad de San Francisco Javier, director de ejercicios espirituales y predicador y “obrero de españoles e indios”, es decir dedicado a la pastoral en castellano y quichua, en la ciudad y en el campo. Como predicador cuaresmal iba todos los años a Tarabuco, y como acompañante del arzobispo en sus visitas pastorales, a veces con el padre Alfonso Barrionuevo y a veces él solo, estuvo en casi todas las parroquias urbanas y rurales de Chuquisaca, Cochabamba, Potosí y Tarija.

Llegó de pronto la orden de expulsión de los jesuitas. El presidente de la audiencia de Charcas, Victorino Martínez de Tineo, había decidido inicialmente proceder en Chuquisaca a la ejecución de las órdenes del rey el 4 de septiembre de 1767. Al saber que ya se había llevado a cabo la expulsión en San Miguel del Tucumán, adelantó la fecha. El 17 de agosto, rumores de motín, o de invasión, o de alguna otra clase de peligro, sobresaltaron a los padres de la universidad y del colegio. "Algo grave está pasando". A petición del padre rector de la Universidad, Filiberto Duarte, arequipeño, el padre Julián Villanueva salió a la calle para averiguar qué sucedía.

El presidente Martínez de Tineo, mediante bando, había dado órdenes de llevar armas y tomar plaza de soldados a todos los vecinos de 15 a 60 años de edad, exceptuando únicamente a los estudiantes y eclesiásticos. Formados diferentes grupos, con jefes y cabos, debían comparecer en la plaza del matadero. A las ocho de la noche del día 17, todos debían presentarse en el palacio del presidente.

Volvió el padre Villanueva a la universidad. En la sala principal estaban todos, incluyendo a los padres y hermanos del colegio San Juan Bautista. Durante todo el día muchos de los padres habían recibido visitas de profesores, alumnos, padres de familia, amigos, y algunas autoridades. Nadie sabía lo que sucedía. El padre Villanueva dijo que oyó a alguien decir que debían sacar de la ciudad a los jesuitas.

A las ocho de la noche, con ruido estremecedor de tambores y pífanos, las tropas rodearon la universidad y el colegio. Cercada la plaza y todas las bocacalles, mediante bando se comunicó la orden del presidente de que ningún vecino salga de su casa en las calles acordonadas, ni transite por la plaza y por el mercado. Colocadas tres horcas altas en la plaza, un pregonero leyó el bando de la expulsión de los padres jesuitas: "Por desacato al Rey Nuestro Señor". Ese pregón se leyó en las calles principales con redoble de tambores.

El 18 de agosto de 1767, a las tres de la mañana, resonaron fuertes aldabonazos en la residencia de los jesuitas. Por orden del superior el hermano portero estaba ya alerta. Con todo, se quedó atónito al ver gente armada. Irrumpieron tres señores, seguidos de una compañía entera de granaderos. Eran el presidente Victorino Martínez de Tineo, el oidor José López Rincón y el escribano Isidoro Toledo. Pidieron ser conducidos al cuarto del padre rector. A éste le ordenaron hacer llamar enseguida a todos los padres. El pobre hermano, como en pesadilla, fue despertando a todos: "¡Nos detienen! ¡Nos detienen!". Todos los jesuitas fueron obligados a reunirse en la capilla de la comunidad para oír la orden del extrañamiento.

Fueron llegando a la capilla 10 sacerdotes y 6 hermanos coadjutores, varios de ellos visiblemente asustados. Con voz de bando, el escribano Isidoro Toledo leyó el decreto: “¡Por orden del Rey!”. Terminada la lectura se hizo un silencio de muerte. Al cabo de un instante, dijo el padre Duarte: "Ya cumplió vuestra señoría las órdenes recibidas. Sírvase despejar esta casa, pues no somos criminales. Sabe muy bien que acataremos las órdenes del rey".

Cuando salieron los jesuitas, custodiados como criminales, estalló el motín popular como una granizada repentina. Con dificultad apartaron los soldados a los que seguían a los padres, muchos silenciosos, muchos llorando y algunos gritando contra el rey y el presidente. Abriéndose paso a codazos, una chola se acercó al padre Julián Villanueva, y llorando le besó las manos, y con rapidez le quitó el bonete de su cabeza, diciendo: "Un recuerdo", y desapareció. Siempre escoltados, los expulsados fueron llevados a Oruro bajo la custodia del capitán José Cárcamo.

Dos hermanos coadjutores del colegio San Juan Bautista se encontraban ausentes, el peninsular Bartolomé Lozano en la hacienda de Caraparí, y el alemán Juan Korrek en la hacienda de Mojocoya. Martínez de Tineo envió órdenes al justicia mayor de Tomina para que los despache a Chuquisaca. Los dos hermanos fueron conducidos con escolta de un oficial y 4 soldados, pero sólo uno de ellos, el hermano Lozano, llegó a Chuquisaca. El hermano Juan Korrek emprendió la fuga, pero fue arrestado después en Paria, cerca de Oruro. Con las manos atadas fue llevado a Tacna.

Llegados a Oruro, los padres fueron hospedados, a expensas del real erario, en el convento de San Agustín, donde ya estaban los dos padres y un hermano del colegio de Oruro, y fueron atendidos con mucha caridad por los padres agustinos. Cuando supieron que habían llegado los padres de Cochabamba, y que estaban hospedados en el convento de San Francisco, fueron a verlos con licencia del corregidor don Saturnino Almanza.

El padre Lazcano llamó aparte al padre Villanueva y le dijo: "Tu hermano Vicente ha venido con nosotros”. Dijo algo a un padre franciscano y más tarde se presentó en la sala don Vicente Villanueva, sombrero en mano. Los dos hermanos se confundieron en un fuerte abrazo, tratando de contener los sollozos. Sin decir una palabra don Vicente le entregó la carta del padre Soto. La carta decía: “Recordado Julián: No puedo olvidar tus juegos de niño, cuando celebrabas misa con las casullitas que te hacía tu abuelita. Que Dios te bendiga y te acompañe siempre. Estoy seguro que desde el cielo tus padres y abuelitos pedirán por ti. Nunca te olvidaré en mis oraciones. Miguel Soto”.

Después de un larguísimo viaje de pesadilla, por fin los expulsos llegaron a Ferrara. Fueron recibidos, ni mal ni bien, por las autoridades eclesiásticas y civiles y por el pueblo en general. Julián sabía que ya se encontraban en Ferrara jesuitas de las provincias de México y Aragón, sin contar a los italianos.

Lo primero que preguntó el superior de los italianos fue quién era el provincial o el superior de la expedición. El provincial era el padre Gumersindo Gómez, limeño, pero era uno de los que llegaron más maltrechos. Si todos estaban como para ir al hospital, él se hallaba a las puertas de la muerte. Como de los tres consultores de la provincia sólo había uno en el barco, durante el viaje el padre Gómez había nombrado consultores a los padres Luis de Fuentes y Julián Villanueva y superior “de la expedición” al rector del colegio San Pablo de Lima, padre Juan de Dios Ramos. Consultados rápidamente los consultores, el padre Ramos, natural de Huamanga, fue presentado como provincial “ad interim” [41].

Supieron los recién llegados que en Ferrara estaba de superior “ad interim” de los peruanos el padre Gabriel Cabrera, natural de Arequipa, maestro de novicios. Como el padre Juan de Dios Ramos estaba casi tan mal como el padre Gómez, lo primero que hizo fue pedir ser relevado de su cargo. Reunidos rápidamente los ocho jesuitas consultores ad interim de la provincia del Perú, acordaron nombrar provincial al padre Gabriel Cabrera. No tardó en llegar de Roma su nombramiento. Su primer acto fue acomodar a los recién llegados.

Quedaban muy pocos lugares disponibles para acoger a los jesuitas de la provincia del Perú. Los jesuitas de las provincias de México y Aragón estaban ya bien acomodados. Lo primero que se resolvió fue juntar en un lugar a los estudiantes de las tres provincias. Los padres de San Francisco cedieron su segundo claustro a los novicios. Los estudiantes de humanidades, los más numerosos, se establecieron en un castillo medieval, cuyos propietarios vivían en Roma. Los de filosofía en un monasterio benedictino abandonado. Y los teólogos en el segundo y tercer patio en la casa de un canónigo.

Lógicamente, jesuitas de cada una de las tres provincias deberían ser los formadores. El padre Villanueva, destinado al juniorado, se instaló en el monasterio benedictino, con el cargo de profesor de latín y castellano. Un día le avisaron que lo buscaba un padre de la provincia de Aragón. Julián lo recibió en una terraza desde la cual se veía toda la ciudad de Ferrara.

El visitante se presentó. “Benito Capdevila, de la provincia de Aragón, nacido en Cervera”. Sin circulonquios de ninguna clase, fue directamente al grano. “Estoy recopilando gramáticas, vocabularios, catecismos y todos los escritos posibles en las lenguas de los indios de América. Me han dicho que usted sabe una de esas lenguas”.

“El quichua”, dijo Julián. “He sido profesor de ese idioma en Chuquisaca. Todos mis apuntes se han quedado allí”. “No importa”, dijo el padre Capdevila. “Vuestra reverencia podrá rehacerlos. Como todo trabajo debe ser retribuido, tengo permiso de mi provincial para disponer de una parte del pago que me hace un marqués, de cuyos hijos soy preceptor de latín”.

“Le acepto el trabajo, pero no es por el dinero”, dijo Julián. “Dejémonos de discusiones”, dijo el padre Capdevila. “Usted necesitará cuadernos, y además, aunque disponga de lo necesario, de su trabajo debe beneficiarse su comunidad. No andemos con remilgos ni con argumentos de votos de pobreza. San Pablo dice que el operario debe vivir de su trabajo. Mi marqués me paga más de lo justo, y ya doy una buena parte a mi comunidad, al teologado donde vivo”. “¿Qué enseña vuestra reverencia?, preguntó Julián. “En el teologado solamente hebreo. Además, doy clases de latín y francés a los hijos del marqués, que no me quitan sino tres horas por semana. Como verá, tengo mucho tiempo disponible”.

Julián quedó encantado. Este trabajo, además de llenar sus horas vacías, le recordaba su tierra. No le costó mucho rehacer los apuntes de gramática que había escrito para sus clases en Chuquisaca. Comenzó por el vocabulario. Iban pasando las palabras de la memoria pasiva a la memoria activa. Después se lanzó a la gramática, siguiendo el modelo de una gramática latina. Siguió con las conjugaciones del presente, del pasado y del futuro. Y luego, con las declinaciones: nominativo, genitivo, acusativo, dativo, vocativo y ablativo.

Terminado el trabajo, lo copió todo para quedarse con un ejemplar. Al cabo de dos meses, según lo convenido, visitó al padre Capdevila, el cual quedó entusiasmado y hasta emocionado. Le hizo repetir los sonidos una y otra vez. Era sorprendente la facilidad con que el padre Capdevila reproducía muy bien los sonidos que habían desalentado a tantos peninsulares en el Perú: Tanta (junto, unido), T’anta (pan), Thanta (cosa vieja, en mal estado).

Sin rumores escuchados, Julián empezó a sentir la atmósfera cargada de algo indefinible. ¿Intuición, presentimiento, sospecha? Le preguntó al padre Capdevila: “¿ No nota algo extraño? Los servidores de esta casa nos huyen. No quieren acercarse a nosotros”. Le dijo el padre Capdevila: “A los jesuitas ya no nos quieren. Fíjese en la gente, y sobre todos en nuestros amigos y conocidos”.

Efectivamente, Julián se dio cuenta de que en la calle la gente o no veía a los jesuitas, o si los había visto, claramente esquivaba su mirada. Una tarde, cuando salió a pasear fuera de la ciudad, en el portón de una mansión leyó este letrero: “Ingresso libero per tutti tranne che per gesuiti”. [42].

El 23 de julio de 1773 Julián estaba adaptando al quichua moderno el catecismo trilingüe (castellano, quichua y aymara) del tercer concilio limense (1584, 1585), cuando sonó la campana a rebato. “Otra vez nos detienen dijo alguien”. Todos sabían ya de qué se trataba. Los jesuitas fueron concentrados en el salón más grande del castillo.

Un sacerdote secular, acompañado de otros cinco, les dijo que deberían reunirse con los otros jesuitas en la Iglesia Catedral. Por todas las calles fueron llegando a la catedral los jesuitas. Los transeúntes miraban asombrados y callados el lento avanzar de los jesuitas. También ellos sabían ya lo que pasaba.

Julián pensaba que las cosas sucedían no como la anterior vez. No hubo protestas, no hubo llanto, pero tampoco hubo manifestaciones de alegría. Si la salida del Perú, más que procesión parecía entierro, en esta ocasión parecía que todos eran llevados como ovejas al matadero, para ser ahorcados. Dada la fama que los jesuitas tenían de revolucionarios, parecía que los transeúntes estaban defraudados al no presenciar escenas de rebeldía. Fueron llegando poco a poco a la Iglesia Catedral los jesuitas italianos, aragoneses, mexicanos y peruanos. Los ancianos ya no tenían lágrimas para llorar. Los demás tampoco lloraban, pero casi todos tenían los ojos humedecidos o iban mustios y enmudecidos. Algunos, muy pocos, hablaban en voz baja.

Julián pensaba que todos pensaban en el futuro inmediato. Goenaga se le acercó y le dijo que había oído decir que dejando de ser jesuitas, pasarían a ser miembros del clero secular, con libertad de entrar a alguna orden religiosa. Los estudiantes irían al seminario, a otra orden religiosa o a sus casas. ¿A qué casas podrían ir los jóvenes expulsos que hubieran decidido no ir al seminario ni pasar a otra orden religiosa, si no se les estaba permitido volver a sus lugares de origen? Añadió Goenaga que otros decían que no se permitiría a los sacerdotes el ejercicio del ministerio sacerdotal.

En el largo trayecto, para no pensar en la tranquilidad del tiempo pasado, ni en la pesadilla del tiempo presente, ni en la incertidumbre del tiempo futuro, Julián se puso a meditar las catorce estaciones del Vía Crucis. Comenzó su meditación contemplando a Jesús en el huerto de los olivos. “Fiat voluntas tua”[43]. Ya al final, cuando entraban a la Iglesia Catedral, pensó en la oración de Jesús en la Cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, y dijo: “Padre, perdónalos, aunque saben lo que hacen”.

El obispo les leyó, sin emoción aparente, y pausadamente, el breve de supresión de la Compañía de Jesús, “Dominus ac Redemptor” [44], firmado por el papa Clemente XIV el 21 de julio. Esas palabras cayeron como lápida sobre un cadáver. Julián pensó: “Consummatum est” [45]. Una frase se clavó en la mente y en el corazón de Julián: “Para salvar el cuerpo a veces es necesario amputar un miembro”.

Al volver a la casa escribió: “Toda nuestra vida hemos mostrado amor y respeto al papa. Hemos hecho voto de obedecerlo para ir a cualquier lugar a donde él nos envíe. Se dice que los borbones han amenazado al papa con un cisma como el de Inglaterra, si no suprime la orden de los jesuitas. Ahora el papa nos manda desaparecer, porque juzga que así salvaremos a la Iglesia. Desaparezcamos pues del escenario, pero si Dios quiere reapareceremos cuando surja un papa que no sea juguete de los poderosos de este mundo. Clemente XIII nos defendió con valentía ante las cortes. Esas cortes, no los cardenales, pusieron en el trono papal a Ganganelli, el papa Clemente XIV, que no es catorce veces clemente”.

Julián buscó de inmediato al padre Capdevila para pedirle que le consiga un trabajo de preceptor en alguna casa de condes o marqueses. “Como el marqués Emiliani y yo ya sabíamos que sucedería esto, me dijo que continuaría en mi trabajo y que yo me iría a vivir con él. Tiene cinco hijos, pero con hijos de amigos y parientes suman 12. Ya desde antes les daba clases de italiano el padre Luigi Martini. El también se irá a la Villa Emiliani. Yo le hablaré de usted para que se haga cargo de los pequeños y les enseñe gramática latina”.

En el año de 1774 el marqués arregló al lado de la capilla una parte de la casa para los ex jesuitas, donde vivían independientes. Con el padre Juan Goenaga, convocado de inmediato por el padre Villanueva, se organizó una comunidad de cinco: el padre Capdevila, superior, escritor y profesor de francés; el padre Martini, ministro, profesor de religión e italiano, y director de ejercicios espirituales; el padre Villanueva, encargado de la capilla, profesor de latín y director de ejercicios espirituales; el padre Goenaga, profesor de música y pintura; el hermano coadjutor español Andrés Queralt, jardinero, carpintero y fac totum [46]; y el hermano coadjutor italiano Pietro Bruzzone, cocinero de los marqueses y de los jesuitas, que comían aparte, salvo los días festivos, que comían con los marqueses.

Con ese arreglo salieron ganando los marqueses y los ex jesuitas. Los marqueses ya no tenían que pagar sueldos y los ex jesuitas tenían todo lo necesario para vivir. Además, los españoles recibían una suma mensual, que les enviaba el gobierno español a los españoles, y la Santa Sede a los italianos. Aunque era exigua, era de todos modos una ayuda.

Todos los días cada uno de los cuatro sacerdotes celebraba misa en la capilla, a diferentes horas y por separado. Los ayudantes eran los dos hermanos coadjutores y un hijo del marqués, llamado Francesco. Los domingos el padre Villanueva, acompañado siempre por el joven Francesco, celebraba la misa a las 7:00 en el convento de las carmelitas, y luego visitaba cárceles y hospitales. En 1785 el joven Francesco Emiliani pidió ser admitido en la Compañía, sin oposición de sus padres.

La zarina Catalina de Rusia, que pocos años antes de la supresión de la Compañía había anexado al imperio ruso los territorios católicos de Estonia, Letonia, Lituania y parte de Polonia, conocidos como la Rusia Blanca (Bielo Rusia), alegando no ser católica no había promulgado el breve pontificio. Por lo tanto, en sus dominios no fueron suprimidos los padres jesuitas. Se decía que Clemente XIV discretamente le había hecho llegar su agradecimiento.

Hasta 1780 los jesuitas de la Bielo Rusia no pudieron admitir novicios, ni siquiera de su territorio. A la muerte del papa Clemente XIV, sus sucesores permitieron primero la admisión de jóvenes de su territorio, y posteriormente de jóvenes de otras naciones. Mantuvieron, sin embargo, durante muchos años, la prohibición de readmitir ex jesuitas.

Los ex jesuitas, en Italia, Francia, Austria, Países Bajos y Estados Unidos principalmente, con la autorización expresa o tácita de los obispos y de los gobernantes se habían constituido en grupos, más o menos semejantes a las comunidades antiguas, en algunos casos incluso con un superior local, que ejercía como provincial. Ya se sabía que iban yendo a Bielo Rusia jóvenes de todos esos países.

El padre Capdevila, que mantenía correspondencia por razones lingüísticas, con muchos ex jesuitas de casi todos los países, por medio de sus numerosos amigos logró la admisión del joven Francesco Emiliani en la Rusia Blanca.

Sabiéndose ya muy enfermo, el padre Capdevila llamó al padre Villanueva y le dio todos sus apuntes recogidos por él, referentes a las lenguas habladas en las provincias de la Compañía, de México, del Perú, del Paraguay y de Chile. Y luego, con autorización de los marqueses hizo llegar de Francia a un ex jesuita, recién ordenado, el abate Jean-Claude de Villette, quien lo sustituyó en sus clases de francés. El 8 de marzo de 1790, falleció el padre Benito Capdevila.

En un ambiente de rutina casi monástica se fueron sucediendo los años. Murió el marqués. Su viuda, doña Mónica, hizo construir un colegio al otro extremo de la villa, bastante lejos de la casa grande. Los ex jesuitas pasaron a vivir a ese colegio, que sin oposición de las autoridades se llamó colegio San Ignacio. Se les agregaron dos más, el español Pedro Gálvez y el italiano Giulio Scappola. El padre Gálvez fue el profesor de historia y literatura, y el padre Scappola de física y matemáticas. En su testamento doña Mónica dispuso que ese colegio pase a los ex jesuitas. Como ellos no tenían personalidad jurídica, quedó registrado como propiedad del obispado.

El padre general, Lorenzo Ricci, preso en el Castel Sant’Angelo, murió el 24 de noviembre de 1775. En octubre de 1782 llegó a Ferrara la noticia de que los jesuitas de la Rusia Blanca, con autorización del papa habían elegido vicario general vitalicio al padre Estanislao Czerniewicz, con plena autoridad, como general. Los ex jesuitas en su fuero interno lo consideraron su general.

El 7 de marzo de 1801, a petición del zar Pablo I y del padre vicario general, Francisco Kareu, el papa Pío VII había reconocido oficialmente a la Compañía en Rusia. El padre Kareu pasó a ser el primer general de la Compañía de Jesús, que empezaba a dar los primeros pasos fuera del túnel, camino a la luz.

Poco después, ese mismo año, el papa Pío VII había permitido su existencia en Cerdeña. El 30 de julio de 1804, a petición de Fernando IV, en Nápoles y Sicilia. En 1810 el ya sacerdote Francesco Emiliani se incorporó a la comunidad del colegio de Villa Emiliani. Entonces sólo vivían el padre Villanueva, ya muy anciano, y el padre de Villette.

Y por fin, el 7 de agosto de 1814, por el breve “Sollicitudo omnium ecclesiarum” [47] Pío VII restableció la Compañía de Jesús en todo el mundo. Dijo que en estos tiempos de mar proceloso la nave de la iglesia necesitaba de la ayuda de expertos remeros. Viajaron a Roma el padre Emiliani, que ya era jesuita, y el padre de Villette. El padre Villanueva, por su edad avanzada no pudo viajar a Roma. En un ambiente emotivo y festivo se proclamó en la iglesia del Gesù la restauración de la Compañía de Jesús en todo el mundo. El padre Tadeo Brzozowski, fue el primer general de la Compañía restaurada en todo el mundo.

Los padres de Villette y Villanueva pidieron ser admitidos en la restaurada Compañía de Jesús. Los padres italianos se hicieron cargo del colegio San Ignacio de la villa Emiliani, que pasó a tener personería jurídica. Los jesuitas de las provincias de España y América pasaron a formar parte de la provincia de España, menos los de México, que tenían suficiente número para constituirse en provincia aparte. El padre Emiliani se quedó en Ferrara. El padre de Villette volvió a Francia, y Julián fue destinado a España, a Valencia, donde murió el 3 de enero de 1819.

Tomás Sarmiento (1734-1800)

El padre Tomás Sarmiento llegó a Juli un día de feria de 1762. Debido a la gran cantidad de mercancías puestas en el suelo, que era difícil no pisar, a la cantidad de animales que podían pisarlo a uno y a los interminables abrazos de bienvenida, parecía que nunca llegaría a la casa de los padres, a descansar, por fin.

Había en Juli cuatro iglesias de piedra, con pinturas y estatuas, obras de artistas locales, y con altares recubiertos de plata. San Pedro pertenecía a los cuancollos, la Santa Cruz a los chinchallas, la Asunción a los llamados incas, que desde ahora estaría a cargo del padre Tomás, y por último, San Juan Bautista, a los ayancas. Cuancollos, chinchallas, incas y ayancas, hablaban aymara.

Poco a poco, Tomás fue conociendo el paisaje circundante. No se cansaba de contemplar los nevados, el Ulla, el Caracollo, el Sapacollo y el Salipucara. Fue a visitar las murallas de piedra, ya en ruinas, que habían hecho los antiguos. Contemplando el altiplano y el lago Titicaca, había llegado algunas veces a sentir fuertemente la presencia de Dios, a percibir su grandeza. Pensó que en contacto con la naturaleza recién estaba aprendiendo a orar.

Tomás había aprendido el aymara juntamente con el castellano, pues en La Paz, en su casa paterna, toda la servidumbre hablaba únicamente aymara. Sólo que, notaba ahora, que tenía la lengua como trabada, y no recordaba ni las palabras más comunes. Pero al cabo de muy pocos meses, ya se expresaba con soltura, causando la admiración de los padres, algunos de los cuales, con más de veinte años de permanencia en Juli, o no hablaban en absoluto o hablaban de la forma más chistosa, como niños, confundiendo las consonantes y construyendo las frases al revés.

Como encargado de la iglesia de la Asunción, le asignaron 40 comunidades del campo. Pero al cabo de un año, debido a su conocimiento del aymara, lo nombraron administrador de las ocho estancias, en las que se cultivaba papa, papa lisa, oca, quinua y cebada. Había en ellas, en total, quince mil llamas, cinco mil ovejas y ochenta cabezas de ganado vacuno. Una parte del producto se destinaba a los pobres, otra a los músicos y sacristanes, otra a los enfermos y viudas, y a todos los que no tenían con qué pagar el tributo al rey, y otra por último, para ayuda de los mitayos, que cada año debían ir a Potosí, teniendo que recorrer una distancia de 150 leguas.

Un año después, se murió el enfermero y boticario de Juli, el hermano Antonio Delp, alemán. Un hermano, también alemán, pasó a ser el administrador de las fincas. Tomás, que siempre fue aficionado a las hierbas medicinales, y que en sus visitas a las haciendas había aprendido mucho de los janpiris [48] y, sobre todo, de los callawayas [49], que continuamente visitaban los pueblos del altiplano, acabó siendo el enfermero y boticario de Juli. En 1766 fue nombrado superior de Juli.

El 2 de septiembre de 1767, por la mañana, el jilacata [50] Silvestre Limachi preguntó por el padre superior. El jilacata le dijo que por unos arrieros sabe que están botando a los padres jesuitas de todas partes, que dice que los han sacado ya de Tucumán, y que los están sacando de Tarija y de Chuquisaca. De inmediato el padre Sarmiento reunió a los otros cinco padres y les comunicó la noticia. Se presentó nuevamente Silvestre Limachi con los cuatro alcaldes. Limachi dijo: "Hemos mandado chicos a los caminos para que con pututus [51] nos avisen cuando vean polvareda".

A las cinco de la mañana del día 3 de septiembre, sonaron, lastimeros y persistentes, los pututus. De inmediato, las campanas de las cuatro iglesias de Juli tocaron a rebato. Cuando las campanas callaban se seguía oyendo el sonido de los pututus. Mucho antes de llegar al pueblo de Juli, el comisionado, don Filiberto Moruno, justicia mayor de Potosí, que venía con 50 soldados, al oír los pututus y las campanas envió dos soldados a pedir refuerzos a Ilavi, donde estaba ya un ejército acantonado, en previsión de disturbios.

Al ver a la muchedumbre enfurecida, que con picotas, palos y piedras impedía el paso de los soldados, Moruno decidió esperar. Llegaron los refuerzos: una tropa de 200 soldados. De todos los puntos seguía llegando la gente, hombres y mujeres, ancianos y niños. Con el parecer de sus acompañantes: dos alcaldes ordinarios de Chucuito y los alcaldes mayores de Yunguyo, Zepita y Desaguadero, y el capitán de la tropa, Moruno decidió no intervenir. Los mismos soldados estaban asustados. Presentían que podían ser linchados.

Corría la voz de que habían venido soldados a degollar a los padres. Al caer la noche, la plaza y las calles adyacentes seguían llenas de gente, y había fogatas por todas partes. A medianoche, con lluch'u[52] y poncho, entró Moruno a la casa de los padres. Reunidos todos, les leyó la orden del rey. Habló con el padre Tomás Sarmiento y le dijo que a su parecer no había modo de sacar a los padres sin librar batalla. El padre Sarmiento le pidió permiso para consultar con los padres. Al cabo de un momento le dijo: "Saldremos con sombrero, lluch'u y poncho, uno por uno, cada media hora. Mande usted a alguien que nos escolte". Y así, de uno en uno, acompañados por soldados, también vestidos con lluch'u y poncho, los seis jesuitas de Juli salieron en dirección de Tacna.

El puerto del Callao era una de las llamadas "cajas de depósito", donde fueron literalmente hacinados los jesuitas. El 28 de diciembre de 1767 zarpó del Callao "El Peruano", rumbo al Cabo de Hornos, con 181 jesuitas. Entre ellos estaban los padres Laureano Arenas, Ignacio Lazcano, Manuel de Casafranca, Juan de Dios Lopetegui, los hermanos Santiago Jócano y León Bravo, el padre Pedro Muñoz, que quería dejar de ser jesuita, y el padre Rosendo Lora, que quería serlo nuevamente, procedentes de Cochabamba. Estaban también los padres Julián Villanueva, Gerónimo Bossa y Alfonso Barrionuevo y los hermanos Bartolomé Lozano y Juan Korrek, procedentes de Chuquisaca. Los otros jesuitas de Chuquisaca irían en otro barco. De Juli estaba solamente el padre Tomás Sarmiento. En el barco había también 4 novicios de la Provincia del Perú. Junto con los jesuitas iba un padre dominico, peninsular, devuelto a España por el virrey por haber defendido a los jesuitas en Lima, desde el púlpito.

Entre los jesuitas expulsos, ya en Lima se habían ido formando varios grupos que empezaron a ser conocidos como disidentes. En el barco se apartaban de los otros y ya no se sentían ligados a los superiores. La inmensa mayoría eran criollos, deseosos de volver un día a sus tierras. Muchos de ellos, tocados del resentimiento contra los peninsulares, que iba en aumento en los virreinatos, procuraban alejarse de éstos. Uno de los disidentes era el cochabambino Pedro Muñoz, que había sido compañero de estudios, en toda la formación, de Julián Villanueva, de Tomás Sarmiento y de Juan Goenaga.

Julián veía con creciente desagrado que Tomás conversaba mucho con Pedro Muñoz, que era uno de los jefes de los disidentes, y que con gran habilidad y fuerza de convicción, arrastraba a muchos, comunicándoles su amargura, sosteniendo que había que salir de la Compañía, y que con seguridad las autoridades permitirían el regreso al Perú de los ex jesuitas.

Les costó mucho a Julián, al padre Lazcano y al padre Arenas, mantener a Tomás alejado de los disidentes. Tomás se estaba ya convenciendo de que dejando la Compañía podría volver al Perú. El desastre del exilio, el amor crecido a la tierra natal, que se abandonaba a la fuerza, la comunicación entre los amargados y acobardados, irrumpían sin freno. Entre los peninsulares y entre los extranjeros, bohemos, flamencos, sardos, había pocos disidentes. La mayoría de los peninsulares y extranjeros, hondamente preocupados por lo que veían, trataban de poner calma en la tempestad de las almas. Julián, pensando en Tomás, escribió unos versos. Entre varios hicieron copias para que fueran distribuidas entre los no disidentes y los disidentes:

"Mi querida Compañía,

como apresada con fierro,

triste de noche y de día ,

te diriges al destierro.

Jesuita, hijo mío,

toda la tierra es tu tierra.

A un nuevo campo te envío,

que es de amor, y no de guerra”.

A esos versos el padre Alfonso Barrionuevo les puso música andina. Y así, sobre todo al caer la tarde, muchos jesuitas los cantaban, unos alegres, otros serios y algunos emocionados.

Un hermano flamenco, que por ser enfermero era bien recibido por todos, se acercaba con preferencia a los disidentes. Atendía a todos con amor casi materno. Y acabó siendo el único vehículo de unión entre todos los jesuitas del barco. Fue este hermano, de apellido Raest, quien logró alejar de los disidentes a Tomás y a algunos más. Mucho tiempo después, ya en Ferrara, Tomás le contó a Julián que lo que lo decidió, principalmente, a alejarse de los disidentes, fue la lectura y el canto de unos versos que le entregó una tarde el hermano Raest.

Con el papel de los versos en la mano, Julián le dijo: "Tenemos que amar a la Compañía, pero saliendo de la tristeza y mirando el futuro con paz en el corazón. Ya no mires atrás. No debemos permitir que nuestras lágrimas nos ahoguen. No tenemos derecho a quedarnos en la oscuridad. Vayamos a donde vayamos, estemos donde estemos, tenemos que ser jesuitas, dedicados a comunicar el evangelio a todos, no solamente a los americanos. Ese amor a la patria, que todos sentimos, puede volverse peligroso, pues nos hace olvidar nuestra obligación de ser apóstoles en cualquier parte del mundo. Lo que yo veo en muchos de los nuestros es que está prevaleciendo su condición de peruanos sobre su condición de cristianos, de religiosos, de jesuitas".

Preguntó Tomás: "¿Y qué haremos en el exilio?" Julián le contestó: "Nuestra misión es confesar mientras haya penitentes, predicar mientras haya oyentes y rezar mientras podamos".

"El Peruano" arribó al Puerto de Santa María el 30 de abril de 1768. Los jesuitas, conducidos a Cádiz, fueron hacinados en un edificio llamado La Guía. Los padres Laureano Arenas e Ignacio Lazcano, con otros quince enfermos, fueron llevados al hospital San Juan de Dios. Pocos días después el padre Arenas falleció, repitiendo en latín la fórmula de los primeros votos: "…ut vitam in ea perpetuo degam" [53]. Los 4 novicios de la provincia del Perú fueron hospedados en el convento de San Francisco, donde se encontraron con 35 novicios de la provincia del Paraguay, 17 de la de México, 16 de la del Nuevo Reino de Granada y 9 de la de Chile. Apenas llegados a Ferrara falleció el padre Lazcano, atendido por Julián Villanueva. Ferrara, situada en medio de la inmensa llanura del Po, acogió a los jesuitas expulsos de las provincias de Aragón, México y Perú. Se imponía sobre las casas plebeyas el inmenso castillo de los duques de Este, con sus cuatro torres pintadas de rojo. Los jesuitas italianos tenían un colegio. Estos jesuitas, con la ayuda de los padres de familia y de muchas amistades fueron acomodando a los recién llegados en palacios y vetustos caserones abandonados. Ferrara era una ciudad fantasma. Tomás fue acomodado en una mansión cerrada de la familia Rondinelli, que se había trasladado a Roma.

Un día Tomás recibió una visita inesperada. Un padre de la provincia de Aragón, Benito Capdevila, le propuso escribir una gramática en lengua aymara. El nunca había escrito nada en aymara. Se lo dijo. “No importa”, contestó el padre Capdevila. “Usted escribirá. Recibirá una suma inferior a lo justo, pero recibirá algo”.

Medio acongojado, Tomás fue a ver a Julián Villanueva. Se dio cuenta Julián del parecido que había entre el quichua y el aymara. Era sorprendente. Le enseñó a escribir los sonidos inexistentes en castellano, y le ayudó a encajar, mal que bien, la sintaxis aymara en el esquema de la lengua latina.

Después de más de tres semanas sin destino, sin ocupación fija, por fin Tomás fue llamado por el provincial, padre Gabriel Cabrera. Habían sido condiscípulos en toda la formación. El padre Cabrera le dijo que la pensión real que cada uno de los jesuitas recibía alcanzaba apenas para comer, y que era por lo tanto necesario que cada uno tenga una ocupación remunerada, y que él debía pensar en lo que debía proponer para subsistir.

Las casas de formación ya contaban con el personal necesario. Si bien se pudo encontrar alojamiento para todos, y se recibía alguna ayuda de los jesuitas italianos, del obispo y de muchos amigos de la Compañía, había que pensar en que cada uno tenga algo que hacer, y mejor si se podía conseguir un trabajo remunerado.

Después de pensar un rato, “puedo ser enfermero o boticario”, dijo al fin. El padre Cabrera sonrió. “Claro”, dijo. “Si ya en el juniorado usted nos curaba con barro y con hierbas. Hablaré con el rector del colegio San Luigi Gonzaga, que me pidió un capellán para un hospital. Estuve pensando a quién podría enviar y no me acordé de usted. Hoy mismo iremos a verlo”.

El rector del colegio San Luigi Gonzaga era el padre Giovanni Imoda. El padre Cabrera llevó al día siguiente al padre Sarmiento al hospital. El director no estuvo de acuerdo al principio, pues se dio cuenta de que Tomás no sabía italiano. Tomás adivinó al instante la causa de su vacilación. En algo bastante parecido al italiano dijo: “En duos menses yo aprenderé”.

Efectivamente, antes de los dos meses ya hablaba el italiano con soltura, cometiendo muy pocos errores. Quedó admitido como capellán, con cuarto en el mismo hospital. Pero no acabó ahí la cosa. Se vio muy pronto que era un enfermero de extraordinario nivel. El director del hospital le sugirió que siga cursos de medicina. Tomás aprendió medicina prácticamente practicando con el mismo director y estudiando hasta altas hora de la mañana, flanqueado por dos grandes candelabros. El día de año nuevo del año 1772 el director le dijo que el 6 de enero, festividad de los santos reyes, recibiría su toga de médico.

Un día todos los jesuitas fueron notificados de que deberían presentarse en la catedral. Ya no se trataba de un rumor sino de una certeza. Los jesuitas serían suprimidos. En un silencio de muerte la catedral se fue llenando. Entraban los jesuitas de todas las edades, italianos, aragoneses, mexicanos, peruanos. Llegó el obispo, con mitra y capa pluvial. Leyó el breve del papa pausadamente. Al final se le quebró la voz. Ordenó a los ex jesuitas que se arrodillaran. Les dio la triple bendición y ahí acabó todo.

El padre Sarmiento llegó a ser director del hospital. En 1790, anciano y enfermo, fue acogido por Julián en la Villa Emiliani, donde falleció en 1800.

Juan Goenaga (1734 – 1801)

A su llegada a Santa Cruz, el padre Juan Goenaga fue cálidamente acogido por los cinco jesuitas de la comunidad: tres sacerdotes y dos hermanos. Tres días más tarde continuó su viaje a Buenavista. A la entrada del pueblo, el cura doctrinero, padre Jorge Salvatierra, criollo de Lima, y los feligreses, lo recibieron con fiesta, con cariño, y lo hicieron pasar bajo arcos triunfales al son de los sonidos disonantes de campanas, tambores y cornetas.

Cinco años vivió el padre Goenaga en Buenavista, pueblo formado por chiquitanos y chiriguanos. De inmediato se dio a conocer como extraordinario músico y pintor. En ambos campos pudo desarrollar sus cualidades sin ningún contratiempo. Los jesuitas de Santa Cruz de la Sierra servían de puente entre los misioneros de Mojos y los de Chiquitos. De ese modo pudo Goenaga mejorar sus conocimientos y conocer las partituras del gran Zípoli.

Por otra parte, cada año iba a las misiones de Chiquitos. Pasaba un mes con el padre Martín Hutter para mejorar sus conocimientos en música, pintura, arquitectura y carpintería. Lo que más lo entusiasmó fue fabricar violines. Después pasaba al pueblo del padre Antonio Huyssens para aprender chiriguano y chiquitano. Cuando ya se sentía un poco más seguro, a punto ya de hablar con soltura, fue destinado en abril de 1755 a las misiones de Mojos, al pueblo de San Pedro.

De Buenavista a Paila fueron doce horas de recorrido a caballo por un camino muy cómodo. Todo era verde, verde y verde. Monotonía. Goenaga se ponía a pensar con nostalgia en los cerros de su tierra natal, que ofrecían nuevas vistas a cada recodo de los caminos. Al ver los ríos se quedó mudo, fascinado por la grandiosidad, la hermosura, la inmensidad de la naturaleza y la pequeñez del hombre. A los ocho días de navegación llegó a San Pedro.

Desde niño aprendió en su casa a jugar chaquete, y en Lima había jugado ese juego muchas veces, especialmente con Julián Villanueva. Un buen día se le ocurrió la brillante idea de fabricar tableros de chaquete. La madera era fácil de conseguir. Hizo los dados de huesos. Luego le vino la idea de fabricar escritorios, con muchas cajas y cajoncitos secretos, no fáciles de encontrar. Lo primero que hizo fue instalar una fábrica de violines, tableros de chaquete y escritorios. Los tableros de chaquete y los escritorios llegaron a ser en poco tiempo la principal fuente de ingresos para las misiones de Mojos. Los arrieros los llevaban a Cochabamba, de donde el padre Ignacio Lazcano los enviaba a Chuquisaca y a Lima. La enorme dificultad de hacer llegar a Cochabamba, pasando por Santa Cruz, chaquetes, escritorios, cacao, vainilla y almendras, constituyó siempre un problema para los misioneros.

Ya el hermano José del Castillo, en 1683 había intentado abrir ese camino. Se decía que faltando solamente diez días para llegar a destino, había fallecido ahogado en un río. Igualmente infructuosos fueron los intentos realizados por el padre Ignacio Lazcano desde Cochabamba y por el padre Atanasio Berger desde San Ignacio. Goenaga resolvió dedicarse personalmente a abrir ese camino, pero apenas llegado lo nombraron superior de la misión.

Esta vez sin profesor, se puso con ahinco a aprender el idioma del lugar, llamado canichana, que le pareció más dulce, más armonioso, y por lo tanto más fácil que el chiquitano y el chiriguano. Para la Semana Santa de 1756 estaba ya pasablemente habilitado para oír confesiones, pero no se atrevía todavía a predicar. Al año siguiente estuvo ya en condiciones de predicar el sermón del mandato del Jueves Santo, y el de la pasión el Viernes Santo.

En 1763 una peste asoló las misiones de Baures, causando la muerte de más de 500 personas, entre ellas la de un misionero andaluz, cura de Magdalena, el padre Juan Manuel Cifuentes. A esta desgracia se sumó otra. Los portugueses acantonados en el fuerte Beira, al otro lado del Itenes, atacaron el pueblo de Santa Rosa. En el ataque murieron más de 100 personas. Los portugueses se llevaron unos 50 cautivos, entre ellos al padre Atanasio Berger, alemán, quien más tarde fue cambiado por un capellán portugués, encontrado herido a una legua de Santa Rosa. El padre Berger escribió al padre Goenaga comunicándole que en Beira se rumoreaba que los jesuitas serían expulsados de los territorios españoles como lo habían sido ya de los territorios portugueses. El padre Goenaga de inmediato escribió a los padres de Santa Cruz, transmitiéndoles el rumor.

Frente al fuerte portugués no había más que un insignificante rancherío, pomposamente llamado guarnición, formado por veinte soldados cochabambinos y chuquisaqueños y seis civiles voluntarios cruceños, muy jovencitos. Llegó de Santa Cruz un capitán español, Eulalio Mucientes, con cien soldados más, entre españoles y criollos. Se presentó al capitán español el cura de San Pedro, Juan Goenaga, con doscientos canisianos. Los portugueses no pudieron vencer a los españoles. Se evitó el avance de los portugueses, pero lamentablemente, se perdieron muchas vidas humanas.

En 1765 llegó a Mojos el coronel de ingenieros don Antonio Aymerich, con 500 hombres, paceños, orureños, cochabambinos, potosinos, chuquisaqueños, cinteños, vallegrandinos y cruceños, esperando órdenes para atacar a los portugueses acantonados en Santa Rosa. Apenas llegados, los soldados se entregaron al saqueo, atenaceados por el hambre. Abrumados por el calor y cansados del largo viaje, muchos se volvieron a sus tierras y algunos se pasaron a los portugueses. Uno de los soldados se inventó esta copla:

"Es Mojos, en pocas voces,

unas pampas pantanosas,

unas aguas cenagosas,

unos padres vicedioses,

unos caimanes feroces,

dos telares de algodón,

tal cual caballo rabón,

una maligna terciana,

unas indias con sotana

y unos indios sin calzón.

Es una región sin trigo,

es un perenne hormiguero,

es un terrible aguacero,

un sur, cruel enemigo.

Es la muerte. Poco digo.

Es un infierno a los ojos,

es murciélago con piojos,

y si bien lo he de decir,

cuanto mal puede venir,

es definición de Mojos".

En un mes, siete sucesivos correos, a caballo, en mula, o en canoa, cruzando valles, cordilleras, ríos y llanos cenagosos, hicieron llegar a San Pedro las órdenes reales. El coronel don Antonio Aymerich se encontraba en San Pedro, alojado en la casa de los padres. El 5 de octubre de 1767 un estafeta militar trajo cartas para el padre Goenaga y para el coronel Aymerich. A Goenaga se le comunicaba que habiendo fallecido el presidente de la audiencia de Charcas, don Juan de Pestaña, en abril de ese año 1767, su majestad el rey Carlos III había nombrado para sucederlo a don Victorino Martínez de Tineo.

Además de la carta en la que se le comunicaba el nombramiento del nuevo presidente, Aymerich recibió su orden de proceder a la expulsión de los jesuitas. Aymerich no salía de su asombro. La orden decía: “Deberá caer de improviso como el rayo sobre los padres, apoderarse de todos sus bienes y papeles, y formar acto continuo inventarios de todo lo confiscado”. Le angustiaba sobre todo, la orden de “expulsar a todos, sin exceptuar a los ancianos y enfermos, bajo pena de muerte a los comisionados culpables de no ejecutar esa disposición en todo su rigor”.

Pensando en el anciano padre Juan Ollé, catalán como él, se sintió abrumado. Leyó repetidas veces la extraña orden del rey. Grande también era su congoja pensando en el padre Mayer, quien con toda dedicación estaba colaborando con las autoridades españolas en la búsqueda de un lugar adecuado para establecer un fuerte español. A pesar de sus diferencias, había surgido entre ellos una profunda amistad. El presidente Pestaña, muy amigo de los padres jesuitas, había muerto. Y ahora, el nuevo presidente, cumpliendo órdenes del rey, ordenaba la expulsión de los jesuitas. Se preguntaba Aymerich qué hubiera hecho Pestaña, que apreciaba tanto como él al padre Mayer.

Terminados sus estudios sacerdotales en 1750, el P. Karl Mayer, alemán, había sido destinado a las misiones de Mojos, al pueblo de Magdalena. Al año de su llegada, el virrey del Perú, José Manso de Velasco, pidió a los padres de Mojos que designaran a uno de ellos como asesor de las autoridades españolas para la demarcación de límites entre los territorios dependientes de España y Portugal. El padre Mayer era el único capacitado para esa labor, y fue, naturalmente, el elegido.

Durante nueve años, valiéndose de antiguos mapas portugueses y españoles, de su propia experiencia, y de datos proporcionados por los jesuitas y los pobladores de las reducciones, el padre Mayer elaboró un nuevo mapa de la zona, entre los ríos Mamoré y Marañón, por un lado, y los ríos Apurimac y Manu, por el otro. En 1760 entregó el mapa al presidente de la audiencia de Charcas, Juan de Pestaña.

En 1765 el presidente Pestaña, pidió al padre Carlos Mayer que estudie, juntamente con el coronel Aymerich, el lugar más adecuado para fundar un fuerte español, que además pudiera tener población estable, a fin de poder defender mejor la frontera con el Brasil. Aymerich y Mayer no pudieron ponerse de acuerdo. Aymerich opinaba que el lugar más adecuado era en la confluencia de los ríos Itenes y Mamoré. En cambio, el padre Mayer opinaba que el mejor sitio era la desembocadura del Manu en el Mamoré. Según él, era el mejor lugar, pues esa región producía vainilla, cascarilla, palo santo, goma, copal y algodón.

Sin romper la paz profunda del atardecer, llegaba a oídos de Aymerich el canto de los fieles reunidos en la iglesia. En el comedor el padre Goenaga le preguntó si el nuevo presidente Martínez de Tineo continuaría los planes de Pestaña. Extrañamente, como ido o alelado, Aymerich sólo dijo: "No sé", y alegando cansancio, se fue a su cuarto. Al verlo salir, el padre Goenaga pensó repentinamente en el rumor de expulsión al que se refirió el padre Berger. Después de un momento de oración en la capilla, salió a pasear por las calles silenciosas de San Pedro, para despedirse.

Aymerich no pudo dormir. Pensaba ahora que sin los jesuitas poco se podría hacer contra los portugueses. Los mejores defensores de las fronteras eran los indios de las reducciones. Los soldados del interior no servían. Y los indios, sin la intervención de los padres, no podrían ser reclutados. Estaba seguro de que otros sacerdotes, seculares y frailes franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios, de cuya inminente llegada hablaban los despachos, no podrían sustituir a los jesuitas.

En la audiencia de Charcas sólo los jesuitas conocían las lenguas de Mojos. Debido a su salida repentina, su larga experiencia no podría ser transmitida a sus sucesores, que llegarían como catapultados, sin ninguna orientación y sin cohesión de grupo. Era claro que las misiones pasarían a manos militares o civiles. Ninguna otra orden religiosa podría hacer lo que los jesuitas hacían.

Al día siguiente, Aymerich entró a la iglesia. Era domingo, misa cantada. Coro de adultos y de niños, solos de niños, voces de ángeles, órgano, violines, arpas, bajones. Aymerich, la cabeza entre las manos, siguió, con creciente angustia la solemne liturgia. En ninguna parte de la audiencia de Charcas se celebraban las misas con tanta perfección y belleza como en las misiones de los jesuitas de Mojos y Chiquitos.

Aymerich no podía callarse por más tiempo. Después del desayuno buscó al padre Goenaga. Mirando al suelo, sin palabras, le entregó el despacho. Goenaga sólo dijo: "¿Por qué?". Y sin esperar respuesta, dando la espalda a Aymerich, salió a la plaza y se alejó, caminando lentamente, repentinamente envejecido.

Una noche triste es una noche muy larga. El padre Goenaga, cerrando los ojos veía las caras, oía las voces, las risas de los niños y los cantos de su coro. Caras y nombres de ancianos, adultos y niños llegaban a su mente para pasar a su corazón, donde se convertían en plegarias. Repetía los nombres de los pueblos, recordando los lugares: San Pedro, Loreto, Trinidad, San Ignacio, San Borja, Magdalena….Eran pueblos prósperos. Había en ellos telares, forjas, talleres de cerámica y carpintería. En las vastas llanuras se cultivaba el cacao. El ganado, introducido por los jesuitas, era una verdadera bendición. "¿Qué dirán los padres? ¿Y nuestros mojeños?”

Sabía Aymerich que debía sacar a los jesuitas antes de que comenzaran las lluvias. Resolvió reunirlos a todos en Loreto, puerta de salida a Santa Cruz. De acuerdo con Aymerich, el padre Goenaga escribió a los padres con instrucciones precisas para evitar la alarma de la gente. El comisionado enviado a Magdalena escribió a Aymerich pidiendo que se permita quedarse al padre Ollé por causa de su edad muy avanzada. Le contestó Aymerich: "Animará vuestra señoría al padre Ollé a que siga a sus compañeros, pues no puede quedarse ninguno, y espero lo aliente vuestra señoría con su buen modo. El rey ordena que nadie se quede, aunque haya de morirse por el camino". Y estampó su firma, avergonzado.

Cuando ya estaban saliendo los jesuitas, los miembros del cabildo indígena de Loreto entregaron al coronel Aymerich una carta al rey de España, pidiéndole "devolver a nuestros padres". Aymerich se la dio al padre Goenaga.

Pasadas ya las lluvias, el 22 de mayo de 1768 salieron los padres de Santa Cruz. Eran los últimos, 7 misioneros de Mojos y 5 de Chiquitos, entre los cuales se encontraba el padre Antonio Huyssens. Los padres Ollé, Mayer y Huyssens fueron penosamente transportados en hamacas desde Santa Cruz, rumbo a Mizque, a Cochabamba y a Oruro.

A las pocas horas de salir de Santa Cruz, el padre Ollé entró en agonía. Se detuvo la caravana. Los soldados, todos respetuosos, destocados y avergonzados, oían desde lejos los cantos y los rezos. Un chiquitano, que acompañaba al padre Huyssens, y que no conocía al padre Ollé, se acercó al moribundo y le besó las manos. Fue la despedida que no pudieron darle los mojeños. Lo enterraron al borde del camino. Llegaron a Cochabamba el 2 de julio, y fueron conducidos al convento de Santo Domingo. Esa noche, en agonía larga y penosa, murió el padre Mayer, asistido por el P. Goenaga.

El 22 de agosto reanudaron los expulsos su viaje. Hasta el camino de salida a Caraza los acompañó mucha gente, como en procesión. Muchos rezaban. Aquí y allá dirigían los rezos un padre agustino y un sacerdote secular. Por el llanto, más que procesión, parecía un entierro. En Caraza les dieron de comer los padres agustinos. Cerca ya de Tapacarí, apareció un agustino dando grandes voces: "¡Padres míos! Que el Señor los bendiga y castigue a los malvados que dejan sin pastores a los cristianos!". Como no se callaba, los soldados se lo llevaron a rastras.

Llegados a Oruro, fueron hospedados en el convento de San Francisco. Al amanecer del 7 de septiembre de 1768 murió el padre Huyssens. Ya en el largo viaje se había fijado el padre Goenaga que el padre Huyssens no soltaba un maletín. Lo abrió y vio que contenía cuadernos con apuntes de diversos idiomas. Pensando que algún día esos escritos serían útiles, se quedó con el maletín.

Los misioneros que venían de los últimos confines, 16 de Mojos, 2 de Chiquitos y 7 de Maynas, salieron de Panamá el 1º de marzo de 1769. Llegaron a Chagres el 5, después de un viaje accidentado, en el que la nave perdió el timón. Frente a Bocachica los tomó un temporal y casi naufragaron. El 25 de marzo arribaron a Cartagena de Indias y salieron de allí el 11 de mayo, rumbo a La Habana, en varios navíos que transportaban tropa. Llegaron a La Habana el 13 de junio. No se les permitió bajar a tierra.

El día 27 los misioneros de Mojos y Chiquitos fueron trasladados a la urca "La Sueca", y emprendieron el viaje al Puerto de Santa María. Durante el viaje murió el padre alemán, Atanasio Berger, misionero de Mojos. El 24 de agosto de 1769 llegaron al puerto de Santa María, última "caja de depósito".

Los españoles, peninsulares y criollos, fueron separados de los extranjeros. Sabiendo que nunca más se verían, se abrazaron, y como tantas otras veces en sus vidas, sin mirar atrás siguieron adelante. Los peninsulares y criollos fueron enviados a los Estados Pontificios. Los de la provincia del Perú fueron a Ferrara, y los de la provincia del Paraguay a Faenza. Los extranjeros, a sus respectivos países. Fueron puestos aparte los disidentes de todas las provincias, que habían manifestado por escrito su voluntad de dejar la Compañía de Jesús. Ellos pensaron que podrían regresar a sus tierras, pero fueron enviados a Roma.

Ferrara era una ciudad decaída, de pasado glorioso. Los ancianos y enfermos fueron acogidos en el colegio de la Compañía, de los padres italianos. Más de 500 jesuitas de las provincias de Aragón, México y Perú, tuvieron que buscar acomodo en vetustos caserones y en palacios abandonados.

El padre Goenaga, destinado al filosofado, fue nombrado profesor de música. Al principio se sintió cohibido, con un si es no es una especie de complejo de inferioridad, sobre todo con respecto a los jesuitas de la provincia de Aragón. En el barco le había hecho mucho daño un comentario de un padre peninsular toledano, quien opinaba que los de la provincia de Aragón: aragoneses, catalanes, valencianos y mallorquines, eran soberbios y miraban con desprecio a los jesuitas de Castilla, Toledo y Andalucía. “Ellos son de la santa provincia”, dijo con sorna. El padre Goenaga se quedó pensando. Los únicos catalanes que había conocido eran el padre Ollé y el coronel Aymerich. El padre Ollé era un jesuita sumamente piadoso y sencillo, nada engreído. Y el coronel Aymerich le parecía un hombre correcto, quizá demasiado serio y de pocas palabras, pero de trato muy agradable.

Comentó sobre este punto con Julián Villanueva. Este se rió y dijo: “En todas partes se cuecen habas y en mi tierra a calderadas. Lo que yo creo es que hay de todo en todas partes, y que es un absurdo clasificar a las personas con estereotipos. Pero esos estereotipos existen. Curiosamente, siempre hay algunas personas que corresponden a los estereotipos”. Y añadió: “Muchos opinan que el más estirado y creído es el vascongado padre Urrunaga, ganando a todos los catalanes. Yo he vivido con él y sé que se puede comparar a una tuna, patanpi infierno, uranpitaq cielo [54]. Y de más de un andaluz se puede decir lo contrario, que son parecidos al ají, patanpi cielo, uranpitaq infierno [55].

Yo he conocido bastantes catalanes y me parecen en general muy tratables. Pero es cierto que se suele poner un cartel en la frente de las personas. Así como entre nosotros, los limeños están clasificados como pedantes, los arequipeños como alegres, los cuzqueños como sucios, los paceños como hoscos, los potosinos como amables, los chuquisaqueños como picantes, los cochabambinos como ladrones y los tarijeños como flojos, en general los no aragoneses a los aragoneses los consideran amargados, a los catalanes “mich’as” [56], a los valencianos ociosos, y a los mallorquines sonsos. Y los aragoneses dicen que los vascos son gritones, los gallegos ignorantes, los castellanos dominantes y los andaluces danzantes.

Volviendo al peninsular del que me hablabas, sin decirme el nombre, pero yo supongo de quién se trata, te diré que me parece muy curioso y lamentable, que un jesuita se exprese sobre otros jesuitas en los mismos términos que los enemigos de la Compañía”.

El padre Goenaga se entregó de lleno a su nueva tarea. Era el organista oficial en las celebraciones litúrgicas, daba clases de solfeo y dirigía el coro. Haciendo revivir mentalmente las partituras del recuerdo, a veces tocaba y cantaba las “Alabanzas a San Ignacio” de sus añoradas misiones de Mojos:

“San Ignacio, fundador,

te invocamos protector.

Santo Ignacio, confesor,

tus hijos con esperanza,

llenos de fe y amor

entonamos tu alabanza.

Está en su Dios inspirado,

y de la Virgen María

su espíritu iluminado.

Fundó así la Compañía

con el nombre de Jesús.

En su instituto consigna

que carguen con la cruz

a mayor gloria divina.

En un solo libro encierra

sus preceptos y ejercicios.

Aplauden el cielo y la tierra

tan benéficos servicios”.

Ya sabía que un padre catalán, de apellido Capdevila, iba visitando las casas de los mexicanos y peruanos buscando jesuitas hablantes de lenguas americanas. En efecto, no tardó mucho el padre Capdevila en hacerse presente. Era un hombre impresionantemente blanco, de ojos azules, color de cielo o de mar. Recordó el padre Goenaga la amada lengua canichana y se puso a escribir su gramática.

Aún así, muchas eran las horas de ocio. En tantas horas vacías su mente volvía a llenarse con los recuerdos de las misiones de Mojos. Para no dejarse vencer por la nostalgia resolvió dedicarse a las labores manuales y volver a su oficio de carpintero. En la casa había ya tres hermanos coadjutores carpinteros, y muy buenos. Supo, sin falsa humildad, que los superaría de inmediato, y que ellos acabarían siendo sus ayudantes.

Rechazada con energía esa posibilidad, pensó en la huerta y en la jardinería, pero ambas actividades eran el dominio de los hermanos coadjutores y de los estudiantes. Un día que salió a pasear por el campo se hizo repentinamente la luz. Se dedicaría a la pintura. Volvió a la casa como una exhalación, y sin pensar más pidió al rector del juniorado, padre Estanislao Lladó, catalán, permiso para dedicarse a esa ocupación, sin dejar la música, y por lo tanto con autorización plena para comprar caballete, bastidores, pinturas y pinceles.

El padre Lladó, que era preceptor de los hijos de un comerciante rico, logró que éste le provea del material necesario. El padre Lladó le aconsejó hablar con el hermano Sinforiano Samaranch, también catalán, de oficio pintor, que vivía en el teologado. El hermano Samaranch era un pintor clásico, especializado en temas del Antiguo y del Nuevo Testamento, retratos, paisajes y naturalezas muertas. No le gustó a Juan el estilo realista del hermano Samaranch. El pintaría otra cosa. Después de aprender a preparar los bastidores y a combinar los colores, Juan decidió independizarse del hermano Samaranch, y armó su taller en su propio cuarto.

Pasaba más o menos una media hora en la capilla, sentado, en silencio, con los ojos cerrados, en contemplación no de la vida de Cristo, sino de la vida cotidiana en las misiones de Mojos. Luego pintaba sin descanso más de dos horas seguidas. Y así, fueron apareciendo en los lienzos los danzantes, la procesión del Corpus Christi, mujeres haciendo chocolate, hombres cazando, niños cantando y jesuitas en canoa o a caballo. Se pintó a sí mismo tocando su violín.

En la mañana del 23 de julio de 1773 la noticia recorrió las casas de todos los jesuitas de Ferrara: era inminente la supresión de la Compañía. A mediados de agosto llegó la noticia: el papa había firmado el breve de supresión el 16 de agosto. Todos los jesuitas que había en Ferrara debían reunirse en la iglesia catedral. El 25 de agosto el obispo les leyó el breve pontificio. Julián Villanueva, con la autorización del marqués Emiliani y del padre Capdevila, propuso a Juan incorporarse a su colegio, proposición que fue aceptada sin vacilaciones.

Desde 1792 el padre Juan Goenaga fue perdiendo paulatinamente la memoria. En 1800, ya sin pasado ni presente, con los ojos perdidos paseaba por los corredores cantando, predicando y rezando en canichana. Falleció el día de los Reyes de 1801.

Manuel Urigoitia (1737-1773)

Mientras daba acción de gracias de rodillas, después de la primera misa de la mañana, el párroco de la parroquia de San Miguel en la ciudad de Bilbao, don Miguel de Ziburu, sintió dos golpes suaves en su hombro derecho. En voz baja, el sacristán Zacarías Zabaleta le dijo que una señora deseaba verlo. El sacerdote se dirigió al atrio, donde lo esperaba una anciana. Con muchos circunloquios y digresiones, jadeando y tosiendo a ratos, en una mezcla de vasco y castellano, dijo que un niño de como de 12 años, llamado Manuel Urigoitia, se había quedado solo en este mundo, puesto que hacía pocos días había fallecido su abuela, con quien el niño vivía desde que se quedó huérfano de padre y madre, hará como cosa de cinco años, y aunque el niño Manuel tenía un tío, era como si no lo tuviera, pues el dicho tío era un borrachín de cuenta y las más de las veces no trabajaba, y que nunca se sabía dónde estaba, y ella, que no era sino vecina y amiga de la abuela del niño Manuel, no podía cargar con el chico porque tenía a sus espaldas un marido que no trabajaba, pero que a ella le daba mucho pero mucho trabajo, y una hija abandonada por su marido, que sí trabajaba, pero tenía tres hijos pequeños que debían quedarse conmigo, que soy su abuela. Ella pedía ahora que su reverencia, señor cura, que tenía modos de solucionar los problemas, viera de acomodar al niño Manuel en la ciudad grande, en una familia con posibles y temerosa de Dios, pues en el pueblo nadie podía ni quería cargar con el niño.

Don Miguel, que mientras hablaba la señora se iba pasando la mano nerviosamente por la cabeza, después de un instante de silencio, le dijo que por de pronto lo trajera ya, y que luego él vería lo que se podía hacer. A las pocas horas volvió la señora con Manuel.

Don Miguel pensó de veras, al principio, buscar una familia que se hiciera cargo del niño, como que hizo algunas visitas a sus amistades con este propósito, pero muy pronto decidió tenerlo en su casa, cautivado por su simpatía, sus buenos modos, su piedad y su amor al trabajo. Manuel dio vida y alegría a la casa parroquial. También se encariñaron con él, y mucho, el sacristán Zacarías Zabaleta, su mujer y sus dos hijas, que acabaron queriéndolo como a un hermano. Don Miguel, con paciencia infinita fue puliendo el castellano del niño, tachonado de concordancias vizcaínas. Con él, Manuel, que ya sabía, por supuesto, leer y escribir, y hacer cuentas, mejoró mucho sus conocimientos. Y, viéndolo muy avispado, don Miguel le dio clases hasta de gramática latina.

Pasó un año. Manuel era ya un perfecto sacristán. En la misa sabía responder al sacerdote en latín, sin equivocarse. Sabía hacer hostias y fabricar velas. Tenía una habilidad especial para colocar las flores en los floreros. Tocaba las campanas mejor que el sacristán Zacarías Zabaleta, tan bien y con tanto entusiasmo, que daba gusto, y barría la iglesia mejor que la mujer y las hijas del sacristán Zacarías Zabaleta. Era él quien regaba las plantas, daba de comer a las gallinas y hacía los mandados. Muy aficionado a la música, aprendió a tocar el tuxtu, y ya empezaba a ser tomado en serio como pelotari en el frontón contiguo a la iglesia. Un día se murió don Miguel de Ziburu de repente.

Llegó un nuevo cura que trajo consigo a una hermana suya y al marido y a los hijos de ésta. En resumen, y para decirlo todo de una buena vez, el sacristán Zacarías Zabaleta y su familia y el niño Manuel fueron despedidos. Zacarías Zabaleta y su familia encontraron rápidamente acomodo en otra parroquia. Rogaron con encarecimiento a su nuevo párroco que acogiera también a Manuel, pero no fueron escuchados. Manuel fue acogido, un poco a regañadientes, para decir la verdad, por la amiga de su abuela, por cuya mediación había sido recibido por don Miguel.

Como a los dos meses se presentaron en la casa de esa señora dos alguaciles, quienes se llevaron a Manuel. La señora, que sabía muy bien lo que estaba ocurriendo, ni pidió explicaciones a los alguaciles ni se las dio a Manuel. Los alguaciles, sin decirle ni media palabra, lo llevaron directamente a un barco. El mismo día en que cumplía trece años de edad, Manuel se hizo a la mar. En un cuaderno, único recuerdo que conservaba de don Miguel de Ziburu, anotó. "He dejado Bilbao el 19 de septiembre de 1750".

Lo inscribieron en el registro del barco como paje de escoba, y lo pusieron a las órdenes de un hombrón, antipático y refunfuñón, llamado Gaspar Corta. El primer domingo que pasó a bordo, Manuel se acercó con la mayor naturalidad al capellán don Emeterio Arrizabalaga para ayudarle la misa. Lo hizo tan bien, que desde entonces su oficio fue el de sacristán y criado del capellán, y felizmente ya nada tuvo que ver con ese Gaspar Corta.

En Sevilla cambió de barco y de capellán. En el nuevo barco quedó inscrito como sacristán y criado del capellán. Entendió durante el viaje el significado de la palabra eternidad. Aprendió también dos nuevas palabras: peste y escorbuto. La ración diaria era escasa: un caldo sospechoso y tres onzas de trigo molido. La única carne que de vez en cuando comían, era de rata. Muchos de los viajeros enfermaron y dos murieron.

Manuel llegó a Buenos Aires bien flaquito, escarmentado de volver otra vez a la mar. Se ocultó. La nave continuó al Cabo de Hornos sin él. Una mañana, un hermano lego del convento de San Francisco lo encontró dormido en el atrio del templo. Fue atendido con solicitud por los padres franciscanos. Un mes más tarde, el padre guardián le dijo que un mercader necesitaba un chico en su tienda. Manuel no quería dejar el convento, pues había ya empezado a ejercer con eficiencia su oficio de sacristán. Con suaves modales fue obligado a irse con el mercader.

Su trabajo, además de barrer la tienda, el patio y la acera, consistía en cargar y descargar cajones, acomodarlos en un almacén, y hacer, como en Bilbao, toda suerte de mandados. El mercader, Antonio Fuentes, no le permitía oír misa sino los domingos y fiestas de guardar. "¿Para qué más? ¿Dónde se ha visto semejante cosa?", decía.

Pasó un año y medio. Una tarde se presentó en la tienda un padre jesuita, vestido casi como don Miguel de Ziburu. De su conversación con el mercader, Manuel sacó en limpio que el padre se dirigía al interior. "¿Hay mar en el interior?", preguntó. El padre jesuita sonrió. "En la gobernación del Tucumán, donde yo vivo, hay cerros, bosques, llanuras, ríos, lagos, pero mar…, mar…,no". En un momento en que el mercader salió de la tienda, Manuel, mirando al padre jesuita, dijo: "Yo me quiero ir contigo al interior". "¿Te tratan mal?". "No, no. Pero yo me quiero ir. Me quiero ir".

Lo que lo impulsaba a irse con el jesuita no era sólo, ni principalmente, su temor a ser enrolado otra vez como grumete, temor que siempre lo acompañaba, sobre todo cuando tenía que ir al puerto con el mercader Fuentes en busca de mercancías. Tenía, además, otro motivo. En voz más baja añadió: "Quiero ser sacerdote".

El padre Juan Antequera, español, no tuvo ninguna dificultad en convencer al mercader de cederle al muchacho, después, claro está, de vencer su resistencia con algunas monedas de plata. El viaje a Córdoba se llevó a cabo en una caravana impresionante. Carrozas nunca vistas antes, con muchos caballos, mulas de carga, viajeros a caballo y a pie. Manuel se quedó boquiabierto, estupefacto, ante las inmensas llanuras despobladas, que le recordaban la inmensidad del mar, pero esta vez no sufrió nada. En los descansos aprendió a beber una bebida, que el padre Antequera llamaba "caá en mate", que se tomaba a veces caliente y a veces fría, no en taza como en su casa, sino en un calabacín con un sorbete a modo de chupador, llamado bombilla, que pasaba de boca en boca.

Llegado a Córdoba, Manuel fue internado en el convictorio de Montserrat, de los padres jesuitas, donde vio más niños y curas juntos que nunca antes en toda su vida. Rápidamente se hizo muy popular, entre los profesores por su gran capacidad para los estudios, sobre todo para el latín, y entre los alumnos por su extraordinaria habilidad como actor de teatro, músico y cantor. Huelga decir que se distinguió como acólito, y llegó a ser muy pronto prefecto de la Congregación Mariana del colegio. Ninguno de los padres se sorprendió lo más mínimo cuando, cumplidos los 16 años, Manuel manifestó su deseo irrefrenable de ser admitido en la Compañía de Jesús.

En la misma ciudad de Córdoba comenzó su noviciado el 11 de septiembre de 1753. Terminados sus estudios el año 1766, el padre Manuel Urigoitia fue destinado al pueblo de San José de Chiquitos en la audiencia de Charcas. El superior, padre Antonio Huyssens, le convidó una taza de leche caliente, y sin más, le mostró todo el pueblo, con pelos y señales, explicándole que por lo pronto, su obligación, que debía comenzar al día siguiente, era, por la mañana, visitar a los enfermos de la enfermería y supervisar los trabajos de la carpintería, y por la tarde, aprender con él, con el mismísimo padre Huyssens, el idioma chiquitano.

Urigoitia, recién apeado de la cabalgadura, con cansancio acumulado por el larguísimo viaje desde Santa Cruz, sin ver posadas en el camino, teniendo por colchón el suelo y por frazada el cielo, siguió como sonámbulo al padre Huyssens, que caminaba veloz, indicando aquí la capilla, allí la escuela, allí la carpintería, allí el taller de pintura, allí el taller de escultura, aquí la sala de cantos, allí esto y allí estotro.

Al día siguiente, después de misa, el padre Manuel Urigoitia entró al comedor, a tomar desayuno. Un loro que estaba parado junto a la puerta, como un portero importante de una casa importante, le dijo: "Buenos días, Su Señoría". El padre superior, Antonio Huyssens, sin más trámites llevó al loro a su lugar en el patio detrás del comedor. Manuel supuso que el padre superior quería evitar que el loro hiciera faltar a los padres a la regla de guardar silencio durante el desayuno, como se estilaba en las casas de formación. Pero como el padre Huyssens no dejó de hablar como loro durante el desayuno, pensó en otra posibilidad: que el loro hablaba empleando vocablos inconvenientes. El otro padre de la misión, el bohemo Juan Skarek, apenas salió del comedor el padre Huyssens, le explicó sonriendo que sus finos oídos no podían soportar los agudos chillidos del loro.

Después del desayuno, conforme a las indicaciones recibidas, el padre Manuel visitó a los enfermos, limitándose a sonreírles, pues ni pudo hablarles ni pudo entender lo que decían. Pasó luego a la carpintería. Allí, por lo menos, pudo entender lo que hacían y juzgar que su labor, más que de carpintería propiamente dicha, era de tallado. No salía de su admiración al ver la rapidez y habilidad con que uno de los jovencitos, no tendría ni quince años, hacía la talla de un angelito exactamente igual al que tenía por modelo delante de sus ojos.

Cuando volvió a la casa, el padre Skarek le estaba diciendo al padre Huyssens: "Unos bárbaros han aparecido en territorio de la misión. Parece que se han llevado algunas vacas. No nos tiene que preocupar la pérdida de las vacas, sino su evangelización". "¿La evangelización de las vacas?", preguntó el padre Manuel. "No diga tonterías", dijo el padre Huyssens. "No estamos para bromas".

De inmediato se armó una expedición en busca de los infieles. Formaban parte de ella los padres Skarek y Urigoitia y 25 jóvenes de San José. Al atardecer oyeron voces. Siguiendo adelante, vieron como una docena de hombres, todos muy jóvenes, sentados a un lado y otro del camino, con sus arcos y flechas. El padre Skarek les habló en chiquitano. Uno de ellos, aparentemente el jefe, le contestó, según el parecer de Manuel, en el mismo idioma, pero por lo visto no era así, pues uno de los acompañantes de los padres, que después supo Manuel que se llamaba Matías, hizo de intérprete entre el padre Skarek y el jefe de ese grupo.

Manuel no entendió absolutamente nada de ese intercambio de palabras entre dos personas, llevado a cabo a través de intérprete, que, según le pareció a Manuel, por su cuenta añadía cosas, pues su traducción duraba más tiempo que lo dicho por el padre Skarek, y con más energía. Manuel se daba cuenta, por la seriedad de los rostros y por el tono de las voces, que la conversación se efectuaba con tirantez. Pero en un momento dado, a algo que dijo Matías respondió el jefe muy enojado. Matías dijo algo más, también en tono enojado, sin traducir al padre Skarek ni lo que dijo el jefe ni lo que él le respondió. Vio de pronto Manuel que los acompañantes de los padres blandieron sus machetes y que los otros, aprontando sus flechas fueron retrocediendo, caminando de espaldas, hasta darse a la fuga a toda velocidad.

En el camino de regreso, debido al castellano averiado del padre Skarek, quien además, estaba visiblemente contrariado, con ayuda de Matías, con dificultad reconstruyó Manuel el diálogo del que había sido testigo. Los intrusos dijeron que estaban escapando de unos “castillas” [57]. El padre Skarek dijo que en la misión podían acogerlos. El jefe dijo que tenían que volver a su pueblo, que estaba lejos. Matías le dijo que se habían robado vacas. El hombre dijo que habían matado un animal para comerlo. Matías dijo que se habían llevado veinte vacas, que no podía comer cada uno de ellos una vaca.

Ya anochecía y empezó a llover. Los de San José hicieron enramadas para pasar la noche. Al romper el día, el padre Skarek, sin prevenir a nadie, se distanció del campamento. Manuel oyó de pronto unos gritos, repetidos. Matías le dijo: "Dicen que han encontrado muerto al padre Juan". Corrió Manuel junto con los otros. A cierta distancia vio el cuerpo inerte del padre Skarek, atravesado por tres flechas. De rodillas, anonadado, hizo la señal de la cruz sobre el muerto. Se dio cuenta de que sus acompañantes salían todos corriendo. Corrió tras ellos gritando en castellano: "¡No! ¡No! No los persigan!". Pero nadie oyó sus gritos.

Manuel se quedó solo, llorando como nunca había llorado antes. Más tarde, uno tras otro fueron llegando los 25 jóvenes, a quienes Manuel quiso consolar, en vano, con palabras, pero todos entendieron sus lágrimas, que siempre significan lo mismo en todos los ojos humanos.

En 1767 el padre Juan Goenaga, superior de las misiones de Mojos, informó a los padres de Santa Cruz de la Sierra que el padre Atanasio Berger, que había caído prisionero de los portugueses, y que fue intercambiado con un capellán portugués que fue encontrado herido, dijo que entre los portugueses corría el rumor de que los jesuitas serían expulsados de los territorios españoles, como lo fueron ya de los territorios portugueses. Los padres de Santa Cruz pasaron el dato a los misioneros de Chiquitos. El padre Manuel Urigoitia fue designado para viajar a Córdoba y comunicar la noticia al provincial del Paraguay. A su retorno, cuando se encontraba en Santa Cruz, fue detenido juntamente con los padres de esa comunidad, pertenecientes a la provincia del Perú.

La mayoría de los jesuitas de la provincia del Paraguay fueron transportados a la ciudad de Faenza, y algunos a Ravena, Brisighella e Imola, donde estaban los de Chile. Manuel Urigoitia apenas llegado a Faenza fue alojado en el convento de los servitas, y después en la Villa Cantoni, con el cargo de maestro de novicios. Ya reorganizados los jesuitas, el padre Agustín Moreira, español, recibió del padre general, Lorenzo Ricci, el nombramiento de provincial del Paraguay.

El 13 de julio de 1769, al saber que el padre Ricci había nombrado provinciales en sustitución de los que habían terminado su período o fallecido, el rey Carlos III le hizo notificar mediante notario que en adelante se abstuviera de nombrar provinciales usando los nombres de territorios españoles, y que ni aún el nombre de asistente de España debía subsistir. Todas las provincias debieron cambiar sus nombres. La del Paraguay se llamó provincia de San José.

Un día el padre Juan Goenaga, que había sido el superior de las misiones de Mojos, le hizo llegar al padre Urigoitia un maletín con los papeles del padre Huyssens, escritos en diversos idiomas. Como un mes más tarde, Manuel recibió la visita de un padre de la provincia de Aragón, Antonio Capdevila, que vivía en Ferrara, quien le dijo que estaba recopilando material de las lenguas de indios de la América, y que el padre Goenaga, de la provincia del Perú, le había dicho que tenía él en su poder unos escritos de un padre misionero de Chiquitos. Al ver la cantidad y la calidad de los escritos, exclamó: “Esta sí que es obra de primera categoría”. Se llevó el maletín comprometiéndose a mandarle los originales lo antes posible.

El 25 de agosto de 1773, muy temprano, recibió Manuel la visita del hermano coadjutor Eulogio Ontiveros, español, de la casa Rondinelli. “Tenemos que ir a la catedral”. En el camino dijo el hermano: “Parece que nos expulsan de nuevo”. “Peor”, dijo Urigoitia. “El rumor es que nos suprimen”. “¿Qué quiere decir?”. “Que dejaremos de ser jesuitas”. “¡Dios mío! ¿Qué haremos?”. “Cada uno tendrá que buscar su sustento”. “Ustedes, los sacerdotes, están apañados, pero nosotros, los hermanos, ¿qué haremos?”. “Ustedes son artesanos de muchos oficios. Conseguirán trabajo más pronto que los sacerdotes”. “Yo soy de oficio zapatero”. “Yo soy capellán del asilo de ancianos, a quienes les vendría muy bien que alguien les arregle los zapatos. Usted se viene conmigo”.

En nombre del obispo Vidal de Buoi, un canónigo comunicó a los jesuitas la decisión del papa: La Compañía de Jesús quedaba suprimida. Había corrido el rumor de que los sacerdotes no podrían ejercer su ministerio, y de que no serían admitidos ni como sacerdotes seculares ni como religiosos. Ese rumor resultó falso, por lo menos en la diócesis de Faenza.

Pasados tres días el padre Urigoitia fue a ver al obispo y le pidió quedarse a vivir en el asilo de ancianos, del que ya era capellán, y permiso para que vivan con él el hermano Eulogio Ontiveros y el estudiante Agustín Cárdenas. El obispo accedió inmediatamente a su petición. Esa misma noche Ontiveros y Cárdenas se fueron con él al asilo. Al día siguiente el padre Urigoitia no se presentó en la capilla para celebrar su misa cotidiana. El hermano Ontiveros lo encontró muerto. Agustín dijo: “Ha muerto de tristeza”.

Agustín Cárdenas (1744 – 1824)

Agustín Cárdenas nació en Tarija el 7 de marzo de 1744, justo en la casa situada frente al colegio de los padres jesuitas, con quienes, desde muy niño pasaba más tiempo que con su familia. Más que monaguillo, fue el compañero habitual de los padres en sus clases de catecismo en el mismo pueblo, y en sus misiones rurales.

En su casa la palabra chiriguano era prácticamente sinónimo de demonio. Sus padres, sus tíos, y los amigos de éstos, contaban continuamente cómo los chiriguanos atacaban los pueblos, matando gentes, descuartizando a los niños o robándoselos, quemando las casas, cosechando lo que los labradores habían sembrado y regado, y comiéndose las vacas, y en vez de asustarse como sus hermanos y amigos al oír esas historias, Agustín se llenaba de deseos de llegar a ser algún día su misionero.

A los padres les oía contar cómo había muerto el P. Julián Lizardi en Concepción cuando estaba celebrando misa, cómo habían llegado unos chiriguanos del valle del Ingre, le habían amarrado las manos y los pies y lo habían flecheado. Ya a los doce años, Agustín estaba totalmente decidido a hacerse jesuita, pero tuvo que esperar debido a la oposición terminante de su padre, pero tanto insistió, que acabó cumpliendo su deseo, que siempre tuvo desde tan niño, como dijo su madre a su padre.

Agustín Cárdenas comenzó su noviciado en Córdoba en 1766. Un día de fiesta el padre Manuel Urigoitia, misionero de Chiquitos, llegado a Córdoba para hablar con el provincial, avanzó al centro del refectorio. Era alto y grueso, de cejas pobladas. Dijo con voz de bajo: "Voy a cantar un canto marinero que cantan los vascos cuando después de un largo viaje contemplan las ansiadas playas". Una cascada de sonidos raros salió de su garganta. Nadie entendió ni una sola palabra, pero la melodía era pegajosa. La voz robusta del padre llenó el amplio comedor. Acabado su canto, como alegres castañuelas resonaron los aplausos.

Sabiendo que el padre Urigoitia venía de Chiquitos, Agustín le dijo que había pensado en aprender chiquitano en vez de chiriguano ya que por lo visto nadie hablaba ya de recomenzar las misiones entre chiriguanos, que hablaban ese idioma. El padre Urigoitia le dijo que sin profesor no podría aprender chiquitano. Y ya que se enseñaba guaraní en el noviciado, estudiara esa lengua, de la cual el chiriguano era una variante. Por otra parte, también en la provincia del Paraguay, en la región de Salta, de la gobernación del Tucumán, colindante con la audiencia de Charcas, se hablaba también chiriguano, y que además, debía prepararse para ser destinado a cualquier lugar de la provincia del Paraguay, y no necesaria ni principalmente a las misiones chiquitanas y chiriguanas de la Audiencia de Charcas. Y la lengua principal de la provincia del Paraguay, era el guaraní.

El 12 de julio de 1767 se leyó en Córdoba el decreto de expulsión de los jesuitas. Los 133 jesuitas de la ciudad, del colegio máximo, de la universidad y del convictorio de Montserrat, fueron reunidos en la capilla del colegio máximo, donde se les leyó el decreto. Los 40 novicios, entre ellos Agustín Cárdenas, separados ya de los padres, fueron llevados al convento de San Francisco, donde fueron hospedados por separado en celdas, salas, recibidores y almacenes, sin poder salir, como presos.

Durante dos días fueron recibiendo visitas. Uno de los novicios, cordobés, fue sacado por su padre, sin ofrecer ninguna resistencia. Quedaban 39. Otro, también cordobés, visitado por sus padres, quienes llorando querían persuadirlo a quedarse, manifestó su firme decisión de seguir a los jesuitas. Varios franciscanos, y hasta un dominico y un sacerdote secular, también los visitaron, unos para persuadirles a quedarse, otros para animarlos a cambiar de orden, otros para animarlos a seguir firmes en su vocación. Uno de los novicios se pasó a los franciscanos. Quedaban 38.

En la noche del segundo día, todos fueron reunidos en una sala. El escribano dijo que leídos los nombres, debían decir: "Me quedo" o "Me voy". Y añadió: "Les doy media hora de reflexión". Apenas salió el escribano, uno dijo: "No tiene sentido irse. Yo por supuesto me voy a mi casa". Quedaban 37. Nadie más dijo nada. Uno sollozaba. Dos se fueron a un rincón a hablar en voz baja. Uno se sentó en el suelo con la cabeza entre las rodillas, llorando. Era Celestino Blanco, natural de Asunción, que era el bedel de los novicios. Volvió el escribano. "¡En nombre del Rey!", dijo. Leyó los nombres. Llegado su turno, Agustín dijo: "Me voy con los padres". Celestino Blanco, que seguía llorando, dijo: “Me voy con los padres”. Hecho el cómputo, 35 decidieron seguir a los padres, y 2 decidieron quedarse. Estos salieron de la sala. El 11 de septiembre de 1767 los 35 novicios de la provincia del Paraguay zarparon de Buenos Aires en la nao "La Venus", y llegaron al Puerto de Santa María el 7 de enero de 1768.

Todos los novicios de las diferentes provincias fueron trasladados a Jerez, y allí fueron distribuidos en diferentes conventos: San Francisco, Santo Domingo, La Merced. Sin maestro de novicios retomaron su vida de noviciado. En todos esos conventos recibían frecuentemente la visita de señores del gobierno, que los presionaban para que no siguieran a los padres a los Estados Pontificios. Los novicios hacían oración, oían la misa conventual, asistían al coro, se brindaban para los menudos quehaceres, y tenían sus recreos, siguiendo en todo, sin dificultad, el horario al que estaban acostumbrados.

Durante esos días, cinco novicios cedieron a las presiones, y firmaron el "documento de liberación". Creían, equivocadamente, que los devolverían a sus países de origen. Y así, salieron 1 del Paraguay, 1 del Perú, 3 de México y 1 del Nuevo Reino de Granada. El novicio de la provincia del Paraguay era Celestino Blanco, natural de Asunción. Fue la salida que más había impresionado a Agustín.

Los 34 novicios perseverantes de la provincia del Paraguay fueron reunidos con los novicios de las otras provincias el 1º de diciembre de 1768 en el convento de San Francisco y recibieron la intimación de salir de España, por sus propios medios, en el plazo de seis meses. Se miraron consternados. No tenían dinero. No tenían parientes en España. No conocían a nadie. Un padre franciscano se movió incansable y consiguió la ayuda de personas generosas del Puerto de Santa María, Cádiz y Jerez, y les ayudó a fletar un barco.

Salieron a Roma el 26 de enero de 1769. Se presentaron ante el padre Lorenzo Ricci, general de la Compañía de Jesús. Cuando su secretario le avisó quiénes eran, dijo: "¡Dio sia benedetto!” [58]. Entraron los novicios y se arrodillaron. El P. Ricci no dejaba de contemplarlos uno a uno. Profundamente emocionado, los hizo levantar, los estrechó en sus brazos y los bendijo. Al toque de campana, toda la comunidad de la curia generalicia bajó a la iglesia, donde se cantó el Te Deum.

En el viaje desde Jerez, Agustín Cárdenas había sido elegido bedel por sus compañeros “por aclamación”. A mediados de 1769 llegaron a Faenza los 34 novicios. Se instalaron en una villa, una casa de campo, situada en las afueras de la ciudad, ofrecida generosamente por su propietario el Conde Cantoni. Habiendo fallecido en el mar su maestro, el padre Bernardino Ramírez, natural de Asunción, fue nombrado maestro de novicios el P. Manuel Urigoitia. A fines de 1769 llegó Celestino Blanco, quien después de mucho llanto había decidido seguir a los jesuitas en el destierro. Había viajado solo desde Jerez. Los novicios eran nuevamente 35.

El padre Urigoitia ratificó a Agustín en el cargo de bedel de los novicios. Después de tantas emociones vividas, con muchas cavilaciones, mucha oración, poco estudio y poco descanso, se entabló por fin la vida comunitaria con el mismo ritmo de antes.

A las 5: 00 el bedel, Agustín Cárdenas, tocaba la campanilla para despertarse. Se rezaba en latín, en forma alternada, el Te Deum, con mucho sueño, mucho grito, mucha precipitación y poca devoción. Después del aseo y la tendida de camas, se tocaba de nuevo la campanilla a las 6: 00 para la oración. A continuación venía la misa de 7: 00 a 7: 30, poco más o menos. Y luego los novicios iban al comedor, donde tomaban el desayuno en silencio.

A las 8: 00 el padre Urigoitia, les explicaba las constituciones. A las 9: 00 tenían clases de latín con el padre Esteban Páez, cordobés. A las 10: 00 el hermano Cárdenas tocaba la campanilla para el recreo. A las 10: 30 el padre maestro les daba clases de música. A las 11: 30 tenían estudio de latín. A las 12: 00 tocaba el bedel nuevamente la campanilla para hacer el examen de conciencia de medio día. Y luego venía el almuerzo en silencio.

Algunos días, con motivo de alguna fiesta, o cuando venía de visita el padre provincial, el padre Urigoitia daba “Deo Gratias”[59], que quería decir permiso para hablar. Terminado el almuerzo venía el recreo, llamado “quiete”, que quiere decir quietud, descanso, silencio. El bedel indicaba las ternas de los que saldrían a pasear por los amplios jardines de la quinta de Cantoni. A las 14: 00 tocaba el bedel la campanilla, y entonces la bulla producida por 35 voces juveniles callaba de repente, interrumpiendo la palabra comenzada. Al alboroto sucedía de golpe un silencio monástico.

Todos caminaban en filas, como monjes trapenses. Algunos se iban a hacer la siesta, y otros, con permiso del padre Urigoitia seguían paseando en el jardín, o se iban a practicar el piano o el armonio. Agustín, con permiso del padre Urigoitia, en ese tiempo estudiaba guaraní.

El ayudante del maestro de novicios, padre Pedro Brito, natural de Asunción, que había sido el profesor de guaraní en Córdoba, aceptó con gusto seguir enseñando a Agustín, el único que le pidió ese favor. Por otra parte, entre los 35 novicios había seis de la gobernación de Asunción, con quienes en el recreo de la noche, con permiso del padre maestro practicaba guaraní. Las clases las daba el padre Brito a Agustín los jueves a las 10: 00.

A las 15:00 en Córdoba todos estudiaban guaraní. Ahora, en Faenza, se estudiaba italiano. El profesor era un padre italiano llamado Paolo Colpo. A las 16: 00 venía el recreo y a las 17: 00 la merienda. A las 17:30 rosario, a las 18:00 lectura del libro “Ejercicio de perfección y virtudes cristianas”, escrito por el “P. Alonso Rodríguez de la Compañía de Jesús, natural de Valladolid”. A las 19: 00 letanías, cena y recreo. A las 21: 00, nuevamente suena la campanilla, que interrumpe el alboroto juvenil.

Agustín se acordaba de la inscripción que había en el convento de los padres franciscanos de Tarija:

“De silencio es esta casa,

de retiro y oración.

Guarde, pues, circunspección

el que a sus recintos pasa”.

El padre maestro expone el tema de meditación para la oración matutina. Luego viene el examen de conciencia, y a dormir. Y así un día y otro día, un mes y otro mes también, hasta que una tarde el padre Urigoitia convocó a todos los novicios. Les dijo que el padre provincial les había concedido los votos a todos. “Por fin”, se dijo Agustín. Hicieron los votos ante el padre provincial el 15 de agosto de 1770.

Los ahora “juniores”, hechos los votos cambiaron de casa. Se fueron a otra villa, la Villa Grimaldi, más alejada de Faenza. Con el caos producido por la expulsión, se habían descompaginado los cursos de los juniores. En la Villa Grimaldi había ya 40 juniores de segundo y tercer año, de los cuáles cinco eran de la provincia de Chile, llegados de Imola. Al llegar los nuevos juniores, la comunidad casi se había doblado.

Al latín y al italiano, se añadió el griego. Además, se estudiaba ahora las obras de Cicerón y Virgilio y la historia de Grecia y Roma. Todos los días había que dedicar una hora a la redacción. Los lunes y martes en castellano, los miércoles y jueves en italiano y los viernes en latín. Uno de los números de los festejos de Navidad consistía en concursos literarios, prosa, poesía y narración en castellano, italiano y latín. Dicen que cuando estaban todavía en Córdoba, en vez del italiano el concurso era en guaraní. En la Navidad del año 1772, Agustín sacó el segundo premio de narración en castellano por sus “Memorias de un novicio”, que narraba su viaje desde Córdoba del Tucumán hasta Faenza.

Los domingos por la mañana, Agustín iba, ya desde el noviciado, al asilo de ancianos, acompañando al padre Urigoitia. Por la tarde los juniores jugaban bochas. Ya se rumoreaba que era inminente la supresión de la Compañía. Agustín había decidido presentarse al obispo para continuar sus estudios eclesiásticos en el seminario.

Llegó la noticia más pronto de lo esperado. Un silencio de muerte cayó sobre los juniores. La larga caminata hasta la catedral fue una pesadilla peor que la anterior. Esa vez por lo menos se tenía la certeza o la esperanza de seguir siendo jesuitas, pero ahora…

El obispo había permitido que los estudiantes continúen sus estudios con el título ahora de seminaristas en las mismas casas que antes, con los mismos profesores. Incorporadas las casas al seminario diocesano, Agustín pudo estudiar sin dificultad filosofía y teología con profesores ex jesuitas. Aunque se resignó ya a no regresar a su tierra, se siguió dedicando al estudio del guaraní. Por medio de un padre de la audiencia de La Plata, que vivía en Ferrara, Julián Villanueva, uno de los principales colaboradores del padre Capdevila, Agustín consiguió gran cantidad de gramáticas.

Ya desde el noviciado Agustín se había dedicado con empeño al estudio del latín, y desde el juniorado del griego. En teología se entusiasmó con el hebreo. Todo eso además del italiano, que llegó a hablar y escribir con perfección. Y sucedió lo que tenía que suceder. Ordenado sacerdote el 2 de febrero de 1780 como secular, incardinado en la diócesis de Faenza, acabó siendo profesor de latín, griego y hebreo. Como descanso de esas actividades se puso a traducir los salmos al guaraní.

Restaurada la Compañía de Jesús por el papa Pío VII, el padre Agustín Cárdenas pidió su readmisión. Constituida la provincia de España, pasó a pertenecer a ella y fue destinado a Madrid como profesor de latín, griego y hebreo, naturalmente. Murió el 25 de diciembre de 1824.

Ad maiorem Dei gloriam [60]



[1] Chuncho (Selvícola).

[2] Suitas lluqsisanku (Los rateritos están saliendo).

[3] ¡Soy yay asika auna! (¡No te vayas!).

[4] Ave maris stella (Salve, estrella del mar).

[5] “Perpetuum móbile” (En movimiento perpetuo).

[6] Dei beneficio fruor, senex, optima valetudine (Con el favor de Dios,yo anciano,gozo de buena salud).

[7] Bonas litteras attingit feliciter iam inde a puero (Aprendió las buenas letras con éxito ya desde niño).

[8] Chilijchi (ceibo).

[9] Zapatusniykita churakuy Khishkachikuwaq (Ponte tus zapatos. Cuidado que pises espinos).¡ Ooj, ¿caballo patapichu khishkachikuyman? (¡Ooj!. ¿Acaso voy a pisar espinos estando a caballo?)

[10] K’urpazos (pelea con terrones)

[11] Ad interim (Interino)

[12] Ingresso libero per tutti tranne che per gesuiti. (Entrada libre para todos, menos para los jesuitas).

[13] Fiat voluntas tua (Hágase tu voluntad).

[14] Dominus ac Redemptor (El Señor y Redentor).

[15] Consummatum est (Todo está acabado).

[16] Fac totum (Hazlo todo).

[17] Sollicitudo omnium ecclesiarum (La petición de todas las iglesias).

[18] Janpiri (Curandero).

[19] Callawayas (grupo étnico conocedor hierbas medicinales y dedicado a la curación ambulante).

[20] Jilacata (Alcalde).

[21] Pututus (Cuernos).

[22] Lluch’u (Gorra de lana con orejas).

[23] Ut vitam in ea perpetuo degam (Vivir en ella para siempre).

[24] Patanpi infierno uranpitaq cielo (Por fuera infierno y por dentro cielo).

[25] Patanpi cielo uranpitaj infierno (Por fuera cielo y por dentro infierno).

[26] Mich’as (Tacaños).

[27] Castilla (castellano).

[28] Dios sia benedetto (Bendito sea Dios).

[29] Deo gratias (Gracias a Dios).

[30] Ad maiorem Dei gloriam (A mayor gloria de Dios).

[31] Chuncho (Selvícola).

[32] Suitas lluqsisanku (Los rateritos están saliendo).

[33] ¡Soy yay asika auna! (¡No te vayas!).

[34] Ave maris stella (Salve, estrella del mar).

[35] “Perpetuum móbile” (En movimiento perpetuo).

[36] Dei beneficio fruor, senex, optima valetudine (Con el favor de Dios,yo anciano,gozo de buena salud).

[37] Bonas litteras attingit feliciter iam inde a puero (Aprendió las buenas letras con éxito ya desde niño).

[38] Chilijchi (ceibo).

[39] Zapatusniykita churakuy Khishkachikuwaq (Ponte tus zapatos. Cuidado que pises espinos).¡ Ooj, ¿caballo patapichu khishkachikuyman? (¡Ooj!. ¿Acaso voy a pisar espinos estando a caballo?)

[40] K’urpazos (pelea con terrones)

[41] Ad interim (Interino)

[42] Ingresso libero per tutti tranne che per gesuiti. (Entrada libre para todos, menos para los jesuitas).

[43] Fiat voluntas tua (Hágase tu voluntad).

[44] Dominus ac Redemptor (El Señor y Redentor).

[45] Consummatum est (Todo está acabado).

[46] Fac totum (Hazlo todo).

[47] Sollicitudo omnium ecclesiarum (La petición de todas las iglesias).

[48] Janpiri (Curandero).

[49] Callawayas (grupo étnico conocedor hierbas medicinales y dedicado a la curación ambulante).

[50] Jilacata (Alcalde).

[51] Pututus (Cuernos).

[52] Lluch’u (Gorra de lana con orejas).

[53] Ut vitam in ea perpetuo degam (Vivir en ella para siempre).

[54] Patanpi infierno uranpitaq cielo (Por fuera infierno y por dentro cielo).

[55] Patanpi cielo uranpitaj infierno (Por fuera cielo y por dentro infierno).

[56] Mich’as (Tacaños).

[57] Castilla (castellano).

[58] Dios sia benedetto (Bendito sea Dios).

[59] Deo gratias (Gracias a Dios).

[60] Ad maiorem Dei gloriam (A mayor gloria de Dios).

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