jueves, 21 de febrero de 2008

El maestro de Galilea

EL MAESTRO DE GALILEA

Novela

Javier Baptista, S. J.

En Jerusalén Juan el Sacerdote le dijo a su mujer, Rut, que había llegado ya su hora. Rut ya presentía que esa hora estaba por llegar. Nunca supo exactamente en qué consistía esa misión, a la cual Juan se preparaba con tanto ayuno y oración. Sólo sabía que desde su infancia había sido elegido por el Nombre para llevar a cabo una misión muy importante, y que por esa razón ellos no tendrían hijos.

Muchas veces le había pasado por la cabeza la idea de que su marido era el Ungido, de cuya inminente venida todos hablaban. Una sola vez se había atrevido a hacer esa suposición delante de Juan. Este, sonriendo, pero con absoluta energía, le había dicho: “No soy yo el Ungido y sácate esa idea de la cabeza de una vez por todas. El Ungido es Jesús de Nazaret, el hijo de José el Artesano, pero eso te lo guardas, por favor, para ti sola, hasta que llegue el momento de proclamarlo”.

Ahora se aclaraba para Rut el misterio que se transmitía en su familia desde los tiempos de su abuelo Simón el Sacerdote. Rut sabía por su madre, Raquel, que el nacimiento de Juan había sido considerado algo excepcional. Juan había venido a este mundo siendo ya muy viejos sus padres, Zacarías e Isabel. El matrimonio de Juan y Rut había sido acordado por Zacarías el Sacerdote, padre de Juan, y por Isaías el Sacerdote, padre de Rut, cuando Juan tenía cuatro años y Rut dos.

Este Isaías el Sacerdote era nieto de Simón el Sacerdote, quien había contado solamente en familia, la inspiración repentina que tuvo un día de entrar al templo de Jerusalén cuando José el Artesano, de Nazaret, y su mujer María, habían ido a presentar su hijo al Altísimo. No sabía cómo explicar, pero algo así como una voz interior lo había impulsado a tener al niño en sus brazos y exclamar que sus ojos habían visto al Ungido, gloria del pueblo de Israel y luz de las naciones.

Juan y Rut habían crecido sabiendo que en llegando a la juventud se casarían. Zacarías y su mujer, Isabel, fallecieron con un mes de diferencia, cuando Juan tenía apenas diez años. Para entonces Juan era admirado por su piedad y por sus conocimientos de la lengua sagrada. Cuando murieron Zacarías e Isabel, llegaron de Nazaret sus únicos parientes, José, albañil y carpintero, y María su mujer, y se llevaron a Juan, tal y como había sido previsto por Zacarías, antes de morir, en presencia de cuatro testigos.

José y María tenían un hijo, llamado Jesús, casi de la misma edad que Juan. A los 12 años ambos habían hecho juntos su Bar Mitsvá[1] en Nazaret. Mucho se habló en el pueblo de la extraordinaria sabiduría y conocimiento de la Ley y los Profetas que demostraron entonces los dos jovencitos. Se comentó que ambos serían escribas apenas llegaran a la edad de 20 años.

Cuando tenía 18 años Juan viajó con José, María y Jesús a Jerusalén, para contraer matrimonio con Rut. Habiendo ya fallecido los padres de Rut, Juan y ella se establecieron en Jerusalén en la casa que fue de Isaías el Sacerdote. Poco después, Juan hijo de Zacarías, conocido también como Juan de Ain-Karen y como Juan hijo de Sacerdote, fue recibido en el cuerpo sacerdotal y desde entonces fue conocido con el nombre de Juan Sacerdote.

Cuando llegó a la edad de 25 años, Juan le dijo a su mujer que había llegado la hora de cumplir su misión: comunicar al pueblo de Israel que había llegado ya el Ungido prometido por los profetas. Y le dijo también que se irían a Alejandría, donde él debía estudiar la lengua griega, que según la voz que oía en su interior, era importante para transmitir a los paganos que había llegado ya el momento de que todo el mundo hiciera la alianza con el Altísimo, que hasta entonces muchos piadosos y estudiosos consideraban patrimonio exclusivo del pueblo de Israel.

Pasaron cuatro años. En esos cuatro años Juan estudió en Alejandría la lengua griega, sobre todo mediante la lectura de la traducción de la Sagrada Escritura, del hebreo al griego. Un día le dijo a Rut, su mujer, que ya había llegado el momento de volver a la tierra de Israel, y que él debía proclamar la inminente llegada del Ungido. Lo primero que hizo Juan fue pasar él sólo, sin su mujer, cuarenta días en el desierto, comiendo y bebiendo poco, en recuerdo de los cuarenta años que pasaron los israelitas en el desierto en su peregrinación de la tierra de esclavitud a la tierra de libertad.

En soledad y silencio sus horas se iban alternando con consolaciones y desolaciones. Cuando su alma se llenaba de paz y gozo, agradecía a Dios porque había llegado ya el momento de anunciar al mundo que el Ungido, anunciado por los profetas y esperado por el pueblo de Israel, cuyo mensaje debía llegar a todos los rincones del mundo, había dado comienzo al cumplimiento de su misión. Aunque se sentía abrumado por el peso de la responsabilidad de ser el que prepara los caminos del Señor, su alma se llenaba de intensa gratitud y al mismo tiempo él se vaciaba de sí mismo.

En su función sacerdotal, que era de ser orante, aunque no ofrecía los sacrificios de animales, levantaba su alma al Altísimo, alabándolo. Bendito sea el Nombre. Daba gracias por haber sido el elegido para preparar los caminos del Señor. Con profunda humildad pasaba revista a sus pecados, faltas, defectos y negligencias, y postrado con la cabeza en el suelo pedía al Altísimo ser limpiado, sanado y fortalecido.

Se bañaba luego en las aguas del río Jordán pidiendo empaparse de los dones del Espíritu de Dios. Cuando el agua viva lo mojaba por fuera, sentía que se iba mojando por dentro, recibiendo el don de la limpieza del alma, el perdón de sus pecados y la fuerza necesaria para realizar su labor sin desfallecer.

En otros momentos se dejaba dominar por el miedo. Más que simple miedo, lo que sentía era terror. Sentía que no era la persona adecuada para llevar a cabo esa misión encomendada a su debilidad, a su fragilidad. No se sentía capaz de soportar semejante carga. Como si una voz le hablara en lo más íntimo de su corazón, sabía que su misión era la de anunciar la llegada del Ungido, y al mismo tiempo clamar contra los israelitas que no habían sido fieles a la alianza que había hecho el pueblo de Israel con Dios.

A ratos le pasaba por la mente la satisfacción de haber sido elegido entre tantos, para pedir que todos abran su corazón para permitir que les lleguen los dones del Espíritu. En un instante fugaz, como un relámpago repentino, le vino la idea de que él era no el llamado a limpiar de malezas y piedras el camino por donde debía pasar el Ungido, sino el Ungido mismo.

Una mañana, mientras tendido en el suelo contemplaba las cambiantes nubes, empezó a sentirse superior a los demás. Empezó a sentirse el Elegido del Señor, el Ungido. Bailoteó en su cabeza la idea de que el Ungido era ante todo un Rey, y que él era ese rey predestinado, como un macabeo[2], para reinstaurar el orgullo del pueblo elegido, tantas veces pisoteado por todas las naciones vecinas, y ahora tiranizado por el poder de Roma, venido de allende los mares. Dominado por esos pensamientos, se sentía un sucesor del rey David, que reinaría con poder y majestad.

Una noche, mientras tendido en el suelo contemplaba las estrellas, en vez de sentir la paz que en otras ocasiones había sentido, se llenó de desasosiego y cruzó veloz por su mente la posibilidad de ser llevado a la muerte. Le bastó cerrar los ojos y orar intensamente, para hacer desvanecer esos pensamientos inquietantes. Desde entonces, en lo más profundo de su corazón decía: “Señor, hágase tu voluntad. Si tengo que ser admirado, hágase tu voluntad. Si quieres que yo muera para que viva el que tiene que vivir, hágase tu voluntad”.

En Jerusalén, Jericó, Hebrón, y en todos los pueblos de Judea, muchas personas comentaban que a orillas del río Jordán un hombre llamado Juan predicaba como los antiguos profetas. Decían que hacía llamados al arrepentimiento, a la conversión del corazón. Algunos decían que ese Juan era sacerdote, hijo de Zacarías Sacerdote. Otros decían que era un esenio totalmente desconocido. La gran mayoría decía que era el Ungido anunciado por los profetas. El rumor se hizo insistente y llegó a Jerusalén, a toda Judea, a la Decápolis, a Galilea, a Perea, a Samaria y al otro lado del río Jordán, y a Tiro y a Sidón, y hasta a las montañas del Líbano.

En Emaús, pueblo situado cerca de Jerusalén, un comerciante llamado Cleofás hijo de Yoram, y su esposa María, decidieron un día ir al río Jordán para oír predicar al nuevo profeta. Alistaron provisiones para el camino, y ella montada en un burro y él a pie, emprendieron la marcha. A dos leguas de camino avistaron un grupo de seis personas, que con sus bordones en la mano caminaban a paso rápido en la misma dirección que ellos. Ya antes de acercárseles, Cleofás los reconoció a todos. Uno era un pastor de Belén, y los otros cinco, comerciantes de Jerusalén, uno de los cuales era Benjamín, pariente suyo. Cleofás les dio su saludo de paz, y él y su mujer se unieron al grupo.

El pastor de Belén, llamado Jonatán hijo de Eliud, les contó que unos treinta años atrás, cuando él era aún niño, su padre y otros tres pastores se hallaban alrededor de una fogata, al pie de las colinas que rodean Belén. Antes de caer la tarde se les habían acercado un hombre y una mujer. La mujer, visiblemente encinta, estaba sentada en un burro. El hombre les había pedido que le indicaran una cueva para pasar la noche, pues no había ya sitio en Belén, atestado por la cantidad de gente que había llegado con motivo del censo ordenado por el emperador de Roma. Ellos los llevaron a una cueva donde algunas veces pasaban la noche, sobre todo cuando llovía. El hombre y la mujer tenían algo especial. A pesar de ser muy jóvenes inspiraban respeto, a tal punto, que los pastores no se atrevieron a preguntarles quiénes eran, pero por su acento se notaba claramente que eran galileos.

Los pastores se despidieron de ellos y regresaron a Belén. Al día siguiente los habían visitado llevándoles queso y leche, y dispuestos a prepararles un cordero tierno para su alimento. Quedaron sorprendidos al ver que la noche anterior había nacido un niño. Se acercaron muy amablemente a los padres del niño y los felicitaron con el abrazo de paz.

Eliud contaba que alrededor del niño y de sus padres había algo así como una luz, y había sentido en su corazón una paz y una alegría indescriptibles. Lo cierto es que más tarde, al comentar el hecho con los otros pastores, éstos le dijeron que habían percibido lo mismo, algo así como una luz exterior y una profunda paz interior. Eliud dijo entonces, casi sin darse cuenta de lo que decía: “Tengo para mí que ese niño es el Ungido”. Al otro día los tres pastores volvieron a la cueva y la encontraron vacía. En vano indagaron en los alrededores.

Dijo Jonatán hijo de Eliud: “Durante mucho tiempo mi padre no hablaba a nadie de otra cosa que del niño de Belén, de quien una voz interior le había dicho claramente que era el Ungido. Todos los que lo oían se admiraban. También los otros pastores contaban lo mismo, y casi con las mismas palabras. No sé si les creían o no. Lo cierto es que mi padre está firmemente convencido de que el hijo de los galileos que conoció en Belén es el Ungido. Algunos decían que ningún niño de ese tiempo había pasado de los dos años porque Herodes el Cruel había mandado a sus soldados matar a todos los niños.

Los demás pastores ya han muerto. Mi padre está muy enfermo, y dice que no se morirá hasta ver otra vez al Ungido. Cuando oyó decir que un profeta había aparecido a orillas del río Jordán, me dijo que yo fuera a verlo, que vaya a convencerme de si es el mismo que nació en Belén, de padres galileos, en el tiempo en que hubo una gran matanza de niños. Sabrán ustedes que entonces se dijo que alguien avisó al rey Herodes que había nacido en Belén un niño, del que muchos decían que era el Ungido. Y se dice que Herodes, no sabiendo con certeza cuál era ese niño, hizo matar a todos los niños menores de dos años".

Los caminantes oyeron en silencio el relato del pastor. Benjamín, el primo de Cleofás, dijo que ciertamente está anunciado que el Ungido tiene que nacer en Belén, y que también es cierto que en los libros sagrados se lo llama hijo de David. "Puede ser que el niño que vio tu padre sea el Ungido. Pero sí te puedo decir una cosa con toda seguridad. Ese niño que dices que nació en Belén hace treinta años, antes del fallecimiento del rey Herodes, no es el profeta que predica a orillas del río Jordán. El nuevo profeta, que es muy conocido, es Juan hijo de Zacarías. Mucha gente lo ha visto y lo ha reconocido. La edad coincide, es verdad. Juan nació en Ain Karen, no en Belén, unos dos años antes de la muerte de Herodes el Cruel. Se dice que Herodes el Cruel ordenó matar a los niños en Belén. Que yo sepa, este Juan siempre ha vivido o en Ain Karen o en Jerusalén. Nada de lo que has contado se puede referir a Juan hijo de Zacarías. Has de saber que yo conozco a Juan. Como decía, debe tener alrededor de treinta años. Tal vez más que menos. He conocido también a sus padres, Zacarías el Sacerdote e Isabel, su mujer”.

Dirigiéndose a los demás añadió: “No sé si ustedes han oído hablar de Zacarías el Sacerdote, que tenía fama de santo”. Cleofás hijo de Yoram dijo que sí, y que él también lo conoció, lo mismo que a su mujer y a su hijo Juan. Pero añadió que no creería que el profeta del río Jordán fuera él hasta verlo con sus propios ojos, y además hablar con él, puesto que se conocían. Uno de los otros comerciantes de Jerusalén, que era bastante más joven que los otros tres que habían hablado antes, dijo que en Jerusalén ese Juan el Sacerdote era muy conocido. Dijo que se decía que poco después del fallecimiento de sus padres se había ido de Jerusalén. El comentario más difundido era que se había hecho esenio.

Benjamín volvió a tomar la palabra: "Les ruego que me escuchen atentamente y que no me interrumpan. Yo les digo que el profeta del río Jordán es el hijo de Zacarías el Sacerdote. También yo oí contar que se quedó huérfano siendo todavía muy niño, y que vivió en Nazaret con unos parientes de su madre, y que desde entonces no se lo vio en Ain Karem, su pueblo natal. Sé también que ya casado vivió en Jerusalén, donde lo he visto y saludado muchas veces. Oí decir que hace unos tres años, más o menos, él y su mujer se fueron de Jerusalén y que nadie sabe dónde están.

Yo también oí decir que se había hecho esenio. Pero otras personas afirmaban que no se había hecho esenio, sino que se había ido al desierto, al otro lado del río Jordán, decidido a llevar una vida de oración y ayuno. Cuál de las dos opiniones sea la verdadera yo no sé. Como estaba casado me cuesta creer que se hubiera ido con su mujer al desierto.

Sólo sé que desde que comenzó a predicar y a bañar a la gente con el baño que llama de conversión, fue reconocido por muchos. Y yo lo sé con seguridad por Absalón el panadero, pues él mismo le preguntó si era Juan hijo de Zacarías el Sacerdote. Y él no lo negó, sino que afirmó que era el hijo de Zacarías.

Pero lo que yo les quería contar es lo que se decía en Ain Karem cuando yo era chico, acerca de los acontecimientos extraordinarios que sucedieron cuando nació este Juan. Cuando yo era chico, vivíamos en Ain Karem, donde mi padre tenía su taller de alfarero. Sólo después de su muerte, mi madre, mis hermanos y yo nos trasladamos a Jerusalén y abrimos la tienda que ahora tenemos. Ni mis hermanos ni yo quisimos continuar con el oficio de alfarero, pues es muy sacrificado y rinde menos que el oficio de mercader, cosa que se puede comprobar todos los días".

A esta aseveración iba a responder uno de los de su gremio, pero Benjamín lo cortó en seco diciendo: "No hablemos de asuntos de mercaderes y volvamos a Juan. Les decía que cuando yo era chico, vivíamos en Ain Karen. Pues sepan ustedes que ahí mismo vivían Zacarías el Sacerdote y su mujer Isabel. Su casa se conserva en nuestros días y está frente al pozo que llaman de la vid, aunque no tiene vid ninguna, pero se llama así porque antes lo cubrían unos parrales, que como digo, ya no hay. Pero se pueden ver muchos parrales en las cercanías, en las huertas de las casas, ya que es una zona muy rica en uvas.

Yo me acuerdo muy bien que sucedió lo que les estoy contando, en los días de Herodes el Cruel. Zacarías el Sacerdote y su mujer Isabel eran ancianos, muy avanzados en días, y no tenían hijos. Decía mi santa madre, que en gloria esté, que Isabel pedía al Señor cada día que le concediera el don de la maternidad, y que Zacarías, cuando cumplía sus funciones sacerdotales en el templo de Jerusalén, hacía llegar hasta la presencia del Altísimo su plegaria, pidiendo la concesión de un heredero. Mi madre decía también, que cuando ya se sintieron cargados de años, dejaron de pedir, y que Isabel se volvió muy triste, y que Zacarías parecía resignado, pero no podía tampoco disimular su tristeza.

Sucedió un día que Zacarías, cuando había cumplido ya su turno de ofrecer incienso en el templo, al salir ya no sabía hablar. No podía decir ni una sola palabra. Se había quedado mudo, así de repente. Dicen que abría la boca, y emitía sonidos como los de una criaturita. A, a, decía. Mucho se comentó esto en Ain Karem, y mi madre decía que se afirmaba que el repentino enmudecimiento de Zacarías se debió a un susto muy grande.

También comentaba la gente que era muy curioso que Isabel hubiera perdido, también de repente, su tristeza habitual. Desde que su marido se volvió mudo, Isabel estaba tan alegre como las aguas de los manantiales. Mi madre decía que nadie podía comprender cómo una mujer tan buena como Isabel, se pusiera tan contenta con la desgracia de su esposo. El hecho era muy notable, puesto que los dos viejitos se querían bien y jamás habían tenido altercado alguno. Se decía que ni una palabra desabrida se habían dicho en su larga vida. Siempre decía la santa de mi madre, que en gloria esté, que Zacarías e Isabel eran modelos de esposos. Y eso yo también lo sostengo, porque como digo, los conocí muy bien. Eran muy piadosos y siempre muy buenos y amables con todo el mundo. Pero eso sí, estaban siempre muy tristes, sobre todo ella, y esa tristeza se atribuía, como decía, a que no tenían descendencia.

Pasados algunos meses, los dos viejos ya no eran el centro de los comentarios populares. Me acuerdo que en casa se hablaba únicamente de la ferocidad del rey Herodes, y de no sé que manifestaciones y tumultos callejeros que hubo en Jerusalén y en Hebrón".

Aquí le interrumpió Cleofás para decirle que ese tumulto se debió a la muerte de un tal Salomón, a quien el rey había hecho degollar porque levantaba a la gente contra los romanos. El pastor terció para decir que probablemente esos disturbios se debían a la famosa matanza de niños en Belén y sus contornos. Molesto, Benjamín les repitió que no quería interrupciones de ninguna clase. "Hubo tantas revueltas en tiempos de Herodes, que lo mismo da para el caso. Pero no fue cuando la matanza de niños. De eso estoy seguro, pues esa matanza ocurrió como medio año más tarde.

Bueno, lo que yo quería decirles es que un tiempo en mi casa no se volvió a hablar de Zacarías y su mujer. Se hablaba de otra cosa, de los impuestos, de los abusos de autoridad, de tumultos callejeros, de las sequías. Lo que quiero contar es que pasados algunos meses se volvió a hablar en el pueblo de Zacarías e Isabel. Y la cosa no era para menos". Y aquí, Benjamín sonrió. "Isabel, tan vieja como era, estaba encinta".

El pastor preguntó cuántos años tenía entonces Isabel. Benjamín contestó que era muy ancianita. "Mayor que mi abuela", dijo. "Nadie quería creer. Las mujeres querían cerciorarse e iban de visita a la casa de ellos, como quien pregunta por la salud de Zacarías, que estaba tan sano como siempre, sólo que no hablaba. Isabel no salía a la calle y todas las compras las hacía una criada tan vieja como ella, acompañada por dos sirvientitas. Yo fui con mi madre a la casa de Zacarías e Isabel. Yo la he visto con mis propios ojos. Estaba así. Benjamín aclaró con gestos de las manos lo que ya estaba claro con sus palabras.

“Y la cosa no se podía atribuir a esa enfermedad que llaman de agua, como la que afligió a nuestro finado tío Eleazar”. Y al decir esto, Benjamín ladeó su cabeza, en dirección de su primo Cleofás. "No, la vieja estaba encinta. Y todos en el pueblo comentaban el hecho". Cleofás hacía conatos por interrumpir a su primo, pues parecía que también conocía la historia. Pero Benjamín, inflexible, al mismo tiempo que marcaba el paso con los golpecitos monótonos de su bordón, daba rienda suelta a su locuacidad. Al fin, tantas veces insistió su primo que le concedió decir lo que tuviera que decir, pero sin apartarse del tema.

Cleofás dijo que sólo quería añadir que su familia era muy amiga de Zacarías y su mujer. Dijo: “Tanto, que mi padre era, como quien dice, el único proveedor de ropa de la familia. E incluso éramos algo parientes por parte de mi madre, ya que tanto ella como Isabel eran descendientes de Aarón". Ante parentesco tan remoto todos sonrieron, y Benjamín intentó volver a tomar las riendas del relato. "Volvamos a Juan. Volvamos a Juan", decía. "Pero si hablábamos de Zacarías", dijo el pastor Jonatán hijo de Eliud, "hablar de Zacarías es hablar de Juan".

"Sí, sí, si no me aparto del tema", dijo Cleofás. "Escuchen, por favor. En ese tiempo mis padres, mis hermanos y yo vivíamos en Jerusalén. Decía que nuestras familias eran muy amigas. Zacarías e Isabel, y con más frecuencia solamente Zacarías, se alojaban en mi casa cuando tenían que pasar la noche en Jerusalén. Yo me acuerdo muy bien, pues tengo tan buena memoria como mi primo Benjamín, que esa vez, cuando Zacarías se volvió mudo, estaba alojado en mi casa.

Del templo Zacarías se vino directamente a mi casa, que queda muy cerca del templo, en esa calle que llamamos de los tropezones. Dos sacerdotes lo llevaron a mi casa. Dirán ustedes que es extraño que un sacerdote se aloje en la casa de un comerciante. Sí es extraño, y cosa nunca vista ni oída, pero en el caso de Zacarías no lo era. Era un viejo muy sencillo y no le gustaba la compañía de sus colegas en el sacerdocio, que eran, en su mayoría, como lo son hoy en día, farsantes y orgullosos.

Cuando llegó Zacarías a nuestra casa, escribió en una tablilla de cera un mensaje para mi padre, rogándole que le haga el favor de hacer avisar a su mujer, Isabel, la situación en la que se encontraba, y que le mandara un burro y un acompañante para que pueda regresar a Ain Karem. Mi padre se sorprendió de que no hubiera burro en la casa de Zacarías, y me dio a mí la comisión, y como entonces yo era joven y ágil, llegué a Ain Karem en nuestro burro en menos tiempo del que se necesita de ordinario. Yo fui, pues, quien le dio la noticia a Isabel. Ella, a pesar de ser tan viejita, se empeñó en ir a Jerusalén. Yo mismo la hice montar en nuestro burro, y yo, a pie, estiré al burro de la brida, y nos fuimos a Jerusalén. La pobre llegó tan cansada, a pesar de que el trayecto es corto, que no se sintió capaz de regresar el mismo día. Y así fue cómo ella también se quedó en casa.

Y ahora oigan lo mejor. Esa misma noche escribió Zacarías en varios papiros lo que ocurrió en el templo, y la razón por la cual se quedó mudo de repente. Según lo que escribió, que les cuento fielmente, pues como digo, tengo tan buena memoria como mi primo Benjamín, y además, como yo leí el escrito me lo aprendí bien, se hallaba Zacarías en el Santo de los Santos, ofreciendo incienso al Señor, cuando vio, como una aparición. Así escribió: como una aparición al lado derecho del altar de los inciensos. Zacarías se asustó mucho y se puso a temblar.

Yo certifico, como quien lo vio, que cuando escribía, y más tarde, cuando oyó su relato que yo le leí, temblaba como cuando nos hace frío. Escribió Zacarías: Como en sueños oí una voz suave y muy amable, como la de un jovencito. Me dijo que no me asustara. Me dijo, con toda claridad, que mi oración había sido escuchada por el Altísimo, y que mi mujer, Isabel, daría a luz un niño, al cual debía ponerle el nombre de Juan [3].

Zacarías dijo que esa como voz, un ángel decía él, le dijo cosas misteriosas, que cuando las leí me parecieron muy raras, pero ahora que sé que el Juan que predica en el río Jordán es el hijo de Zacarías, ya no me parecen tan raras. Le dijo esa aparición que el niño que tendría Isabel sería grande en presencia del Señor, bendito sea su nombre, y que no tomaría ni vino ni licor fermentado, y que estaría lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre, y que conduciría hacia el Señor a muchos hijos de Israel.

Zacarías escribió que le preguntó a esa aparición cómo podía suceder tal cosa, puesto que él y su mujer eran avanzados en días. Y escribió Zacarías que esa aparición le contestó diciendo: ‘Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte esta buena noticia. Y tú vas a quedar reducido al silencio. No podrás hablar porque no has creído en mis palabras, las cuales se cumplirán a su debido tiempo. Y no tomes esto como un castigo por no haber creído, sino como una prueba de que Dios es poderoso’.

Mientras leía yo con gran dificultad lo que había escrito el viejo, pues como les digo, escribió con mano temblorosa, oía que Isabel lloraba. Y cuando terminé de leer, ella temblaba más que su marido, y decía: ¡Es imposible! ¡Es imposible! Y Zacarías, con su dedo índice, indicando su propia lengua, le hacía señas para que se callara, dando a entender que también ella podría quedarse muda.

Al día siguiente yo tuve que salir en busca de otro burro, pues entonces no teníamos más que un burro, aunque ahora sí tenemos tres, bendito sea el Nombre. Yo tuve que ir de casa en casa pidiendo un burro más. Justamente fue el padre de ese Absalón el panadero, de quien habló denantes mi primo, el que me prestó el burro. Mi padre y yo acompañamos a los dos ancianos hasta Ain Karem. Dirán ustedes que cómo es que Zacarías, que era sacerdote, no tenía burro, siendo así que había ido de Ain Karem al templo de Jerusalén. Y a eso les diré que la respuesta es fácil. Zacarías, a pesar de ser viejo, era muy fuerte y excelente caminante, y siempre iba a pie a Jerusalén.

Ninguno de los dos viejos estaba en condiciones de guiar a los burros. Zacarías estaba con calenturas fuertes. Mi padre estiró el burro en el que montaba Isabel y yo el burro en el que montaba Zacarías. Desde que salimos de casa levantaba Zacarías continuamente la vista y las manos al cielo, moviendo los labios, de los que no salían palabras. Isabel parecía una loquita. A ratos lloraba y a ratos se reía. También a ratos se tranquilizaba y rezaba el ‘Bendito seas tú, Señor, rey del universo’ ”.

Mientras hablaban y caminaban rápido, los caminantes dieron alcance a un hombre solitario, montado en un burro que caminaba cansinamente. Josafat, tapando un poco la boca y torciéndola hacia sus vecinos dijo en voz baja: “Lo conozco. Es Mateo Leví, el cobrador de impuestos que vive en Cafarnaúm”. Efectivamente, ese hombre tenía en la cabeza el turbante blanco con toquilla azul, que indicaba su condición de impuestero. Cleofás lo saludó amablemente. “La paz”, le dijo. “La paz sea contigo, Cleofás ”, le contestó el impuestero.

Después de las debidas presentaciones sobrevino un silencio bastante prolongado. Sólo se oía el paso acompasado de los dos burros y el ruido seco producido por los bordones de los caminantes. Cleofás decidió acompañar al impuestero. El y su mujer se acercaron a él. Los otros hicieron una reverencia cortés y siguieron caminando al mismo ritmo que antes.

Leví les dijo a Cleofás y a María su mujer : “Supongo que están yendo a ver y oír al profeta nuevo del río Jordán”. Cleofás contestó que sí. Leví le dijo que él ya había ido una vez, por curiosidad, pues su jefe, Zaqueo, lo había mandado para saber qué es lo que predicaba ese profeta. “Lo reconocí de inmediato, pues muchas veces lo vi en Nazaret, en la casa de José el artesano, a donde yo iba con frecuencia a cobrar impuestos. ¿Cómo les diré? La mirada de ese hombre penetra hasta el fondo del corazón de uno. Cuando hablaba yo sentía que se dirigía solamente a mí. A ratos me miraba fijamente y yo me sentía incómodo, pero al mismo tiempo desnudo de mis vestiduras del alma. Me sentía aludido cuando dijo que barramos nuestros corazones como barremos nuestras casas, que echemos al río nuestros pecados, que quememos como en una fogata la ropa sucia de nuestra mente. Dijo que para notar y hacer notar que hemos limpiado nuestra alma entremos al río a bañarnos, pero que primero nos arrepintamos de haber hecho daño a alguien, pidiendo perdón a las personas ofendidas, pagando nuestras deudas. Terminada su predicación yo me acerqué a él y él me abrazó muy afectuosamente. Eso me conmovió mucho porque la gente me ve mal por razón de mi oficio.

Ahora yo vuelvo a ver a Juan el Bañante, pues ya he devuelto a mi suegro una suma bastante considerable que le debía, y que siempre yo remoloneaba, más por querer ahorrar para comprarme un burro que por no tener el dinero necesario. Gracias al Nombre, bendito sea él, pude comprarme este burro y también pagar mi deuda. Y ahora que ya le he pagado me siento tan feliz como el gallo que canta”. Cleofás le dijo: “Has dicho Juan el Bañante, ¿por qué?”. “Empiezan a conocerlo todos con ese nombre para no confundirlo con los otros Juan, que abundan como la vid. Le dicen Bañante porque baña a la gente con el baño de limpieza de los pecados”. Llegados al río, dada la inmensa cantidad de gente, todos ellos se dispersaron, pues unos se adelantaron y otros se retrasaron.

Cleofás y María quedaron solos. Con mucha dificultad lograron acercarse al río. Vieron que una multitud grande de gente se ponía en fila para hacerse bañar por Juan el Bañante. Sucedió en segundos. Cleofás reconoció a uno de los que se acercaban al río para ser bañados. Era Jesús de Nazaret, hijo de José el artesano. Vio que Juan y Jesús se saludaron con el beso de paz y se pusieron a conversar en voz muy baja. Naturalmente, Cleofás no escuchó nada de lo que dijeron. De pronto, Cleofás vio un halo de luz alrededor de la cabeza de Juan y alrededor de la cabeza de Jesús. Estando el cielo despejado, sin una sola nube, de repente Cleofás oyó un trueno y vio un relámpago. Cleofás se sintió como envuelto con una sábana de paz intensa. Esa sensación duró segundos. Cleofás le preguntó a María y su mujer si había oído y visto algo. María esposa de Cleofás, sorprendida dijo: “No entiendo la pregunta. Todos estamos viendo a Juan y a una cantidad enorme de gente, y oyendo gritos y voces, y tú me preguntas si he visto o he oído algo?” “¿No has visto luces sobre las cabezas de Juan y de Jesús? ¿No has oído un trueno? ¿No has visto un relámpago?” “Debes estar con fiebre o has soñado”, dijo su esposa María.

El sumo sacerdote, Anás, reunió en su casa a algunos ancianos, y a algunos amigos que eran a la vez escribas y fariseos, todos miembros del sanedrín [4]. Después de los saludos convencionales de paz les dijo que se hablaba de un nuevo profeta que estaba predicando a orillas del río Jordán. “Sin duda se trata de un agitador que solivianta al pueblo para ir en contra de las autoridades romanas. Unos dicen que es galileo, sin duda un guerrillero [5]. Otros dicen que es judeo lo cual es aún más peligroso, porque eso significaría que el movimiento guerrillero está penetrando en Judea”.

“Pero podría tratarse del Ungido”, dijo Nicodemo antes Samuel, hijo de Gad. Su amigo, José de Arimatea, dijo: “Yo he estado allí y lo he visto y lo he oído, y lo he reconocido. Es Juan el Sacerdote, hijo de Zacarías, a quien todos nosotros hemos conocido. Lo he saludado y le he preguntado si es el Ungido. Me ha dicho que no es el Ungido, pero que ha venido para pedirnos que limpiemos nuestras casas, es decir nuestros corazones, para recibirlo cuando llegue”.

“Pido la palabra” dijo Gamaliel, a quien llamaban el Venerable, por su aspecto patriarcal, por su indudable sabiduría y por el respeto que infundía. “Yo opino”, dijo, que no nos preocupemos de este asunto. “Yo digo que sea o no el Ungido no es asunto nuestro. Si es, nada podremos hacer para impedir su reinado. Si no es, su movimiento acabará como paja que se lleva el viento”.

Anás dijo que tenían que enterarse debidamente de lo que predicaba ese profeta. Debían saber qué es lo que pretendía y cuántos eran sus seguidores. “Temo”, dijo, “que el movimiento de los guerrilleros de Galilea esté llegando a Judea. Pido voluntarios para que vean, oigan y nos comuniquen lo que han visto y oído. Levantaron la mano Simón de Jerusalén, Manasés hijo de Elías, Jafet hijo de Nehemías, Daniel hijo de Judá, Nicodemo Samuel hijo de Gad y José de Arimatea. Anás, sin hacer notar que le había causado disgusto el ofrecimiento de Nicodemo y José de Arimatea, dijo: “Vayan y cuéntenme minuciosamente lo que hayan visto y oído”. Los designados alistaron sus propios burros más uno que pertenecía al sanedrín, el cual debía llevar sus provisiones para el camino.

Simón hijo de Jonás se levantó temprano. Era natural de Betsaida, pero vivía en Cafarnaúm, en la casa que fue de Eliezer, el padre de Shulamit, su mujer. Al oír el silbido de su hermano Neptalí, despertó a su mujer sin obtener más que una especie de gruñido o un ronquido, que significaba “comprendido”, y luego ella, bostezando retadoramente se volvió a dormir.

El impaciente Simón no esperó a su mujer, como antes habían convenido. Salió al encuentro de su hermano Neptalí, que venía de Betsaida, donde vivía en la casa paterna, ya solo, pues los padres de ambos habían muerto hacía dos años.

Este Neptalí prefería ser conocido por el nombre griego de Andrés, que él mismo había escogido. Eso irritaba a Simón, quien nunca cedió y siempre le decía Neptalí. Simón ya había manifestado a su hermano su parecer de que no era admisible que un judío usara nombres griegos, desechando el nombre venerable escogido por sus padres, y menos admisible aún que dedicara tanto tiempo a estudiar el griego, idioma de los goyim [6] y a vestirse como ellos. Eso era ya el colmo.

En vano Neptalí había tratado de hacer entrar en razón a su hermano, explicándole que la obligación de ellos, como miembros del pueblo de la Alianza con Dios, era llevar la luz del libro santo a todas las naciones para que los goyim, recibiéndola, crean en el único Señor, Dios del universo. “Está escrito”, decía, “que la antorcha de la fe en el Dios único debía llegar a todos los confines de la tierra”. Y añadía: “¿Cómo podemos hacer esto, dar nuestro mensaje, si no hablamos y nos vestimos como los paganos? Tenemos que penetrar en sus mentes, en la tierra de sus corazones, para sembrar en ella la semilla de la fe. Es nuestra misión. Además hay otro aspecto que tú no debes olvidar. Tú mismo me dijiste que convenía vender nuestros pescados en la Decápolis y en Tiberíades. ¿Cómo podremos vender allí nuestros pescados si no hablamos griego? Además, ¿acaso tú no hablas griego?”.

Simón refunfuñó: “Esos paganos de la Decápolis deberían hablar arameo, y esos judíos de Tiberíades son unos helenizados, imitadores de Herodes, y tienen todavía el atrevimiento de decir que son judíos. Bien que saben arameo como tú, pero quieren pasar por modernos como tú”. Neptalí se defendió: “Tú sabes perfectamente bien que en Jerusalén hay una comunidad judía de lengua griega. Y creo que tienen hasta cuatro sinagogas. Yo he estado una vez en una de ellas y son tan judíos como nosotros, puesto que leen la sagrada palabra en hebreo”.

Simón estaba ya por salir de sus casillas. “Es una vergüenza que no sepan arameo”. Andrés Neptalí replicó: “Las ceremonias son en hebreo, como en nuestras sinagogas, sólo que el lector traduce el texto al griego, como nuestros lectores lo traducen al arameo”. “He oído decir”, dijo Simón, “que esos helenizados leen la ley y los profetas en griego, y en eso son peores que los samaritanos, que aunque solamente leen la ley, por lo menos la leen en hebreo”. Andrés Neptalí, ya impaciente, dijo: “En la sinagoga leen en hebreo, como ya te he dicho. Lo que pasa es que el lector, en vez de traducir al griego sobre la marcha, se ayuda con los textos ya traducidos, y lo mismo hacen nuestros lectores, sólo que en arameo, por ser nuestra lengua, y ellos en griego porque es la lengua de ellos”. Esta conversación se había repetido muchas veces.

Neptalí esperaba a Simón con su bolsón en un hombro y su bordón en la mano, vestido como comerciante griego. En vez de un turbante tenía en su cabeza un sombrero según la usanza griega. Simón, ya cansado de discutir sobre el asunto, lo saludó con una leve inclinación de cabeza, pero sin decirle “la paz sea contigo”. A la salida de Cafarnaúm los esperaban Jacob hijo de Zebedeo y su hermano menor, un jovencito llamado Juan. Se dieron el habitual saludo de paz. Jacob dijo: “También va a ir con nosotros Felipe hijo de Isaías”. “¿Quién es ese Felipe?”, preguntó Simón. Dijo Jacob: “Es Esdras hijo de Isaías”. Dijo Simón: “¿También Esdras hijo de Isaías tiene la cabeza hueca como mi hermano Neptalí?”.

En el cruce de caminos los esperaba Felipe, antes Esdras, hijo de Isaías. “La paz sea con ustedes”, se dijeron mutuamente casi al mismo tiempo. Simón se fijó en el atuendo de Esdras, aún más griego que el de su hermano Neptalí, y le dijo con sorna: “La paz a ti, amante de caballos” [7]. Felipe Esdras se rió. “Mi padre me dijo que eres un cascarrabias”. Viendo que el tema se estaba volviendo incómodo, Jacob dijo: “En vez de discutir de cosas triviales, dinos para qué nos has hecho levantar tan temprano. Tú dijiste: Es una sorpresa y a la vez algo muy importante”. Simón hijo de Juan dijo: “¿Son ustedes sordos o qué? ¿Me van a decir que no han oído hablar de un profeta que ha aparecido en el río Jordán?”. Felipe dijo: “Supongo que te refieres a Juan el Sacerdote, que está predicando el arrepentimiento a los hijos de Israel”. Simón dijo: “Entonces, ¿tú también has oído hablar de él?” Felipe dijo: “No sólo en Galilea, sino también en la Decápolis, en Samaria y en Judea y en la Decápolis nadie habla de otra cosa”.

Resultó que todos habían oído hablar de ese profeta y que en el fondo estaban ya con deseos de conocerlo. Jacob dijo en tono áspero: “Simón, te diré la verdad. No me atreví a decirte que quería ir a ver a ese profeta porque tenía miedo de que me dijeras que había mucho que trabajar, que debíamos seguir pescando, porque si no ¿de qué vivirían nuestras mujeres y nuestros hijos?”

Simón dijo más ásperamente aún: “¿Y quién te ha dicho que eres mi peón? Todos nosotros somos libres para hacer lo que queramos, como las aves, como las naves, como las nubes. Lo único que yo digo es que la vida es muy dura y que si quieres comer tienes que trabajar. Si no, serás un mendigo como ese tullido que pide dinero en la piscina de Siloé”. “¿Te refieres a Isaac el tullido?” “A ese mismo”. “Pero si es tullido, ¿qué quieres que haga?” “Será tullido pero no es manco. Muchas cosas se pueden hacer con las manos”. A esto intervino Felipe y dijo: “Por favor, iremos al grano. Tenemos que ver a ese profeta. Simón, dinos por qué crees que es importante ver a ese profeta”. “Porque yo creo que es el Ungido, el Hijo de Dios vivo, el anunciado por los profetas. En Tiberíades, donde los judíos imitadores de los griegos adoran más a los ídolos que al Nombre…” Se interrumpió para pasear la mirada por los atuendos de Andrés antes Neptalí y miró de pies a cabeza a Felipe antes Esdras. Y continuó: “no hablan de otra cosa que del profeta de Galilea”. Felipe le interrumpió nuevamente: “Yo he oído decir que es de Judea”. Antes aún de que Simón abriera la boca, Andrés dijo: “Parece que es un judeo que ha vivido en Galilea”. Sin discutir más apuraron el paso.

A medida que se acercaban al río, se iban adentrando en un mar de gentes. Vieron a Tomás hijo de Osías, a Natanael hijo de Tolomeo, y a Simón hijo de Baruj, los tres de Caná. Tomás era albañil y carpintero, conocido también como Tomás el gemelo. Su gemelo, llamado Malaquías, había muerto hacía unos dos años de unas calenturas. Natanael hijo de Tolomeo era vendedor de pescados, amigo y socio de Felipe. Simón hijo de Baruj compraba uvas en todas partes para venderlas a los vinateros de varios pueblos de Galilea. Debido a que no podía ver a los romanos, era conocido con el apodo de “guerrillero”, aunque no constaba que formara o hubiera formado parte de las guerrillas que ra,do de guerrillero, aunque no constaba que hubiera formado parte de las guerrillas que se iban formando clandestise iban formando clandestinamente. Todos se saludaron mutuamente, y muy efusivamente, con el beso de paz en ambas mejillas. Simón preguntó a Tomás: “¿Es la primera vez que vienes a escuchar al profeta?”. Tomás contestó: “Es ya la tercera. Estoy trabajando muy cerca de aquí y no me canso de oír a ese hombre”. Dijo Simón: “Dinos por favor qué es lo que has visto y oído”.

Tomás contestó: “Conozco a Juan muy bien, y somos amigos. Es huérfano. Vivía en Nazaret, en la casa de José, que era albañil y carpintero como mi padre, artesano, como decimos en forma más corta. Mi padre, que de Dios goce, era muy amigo de José, que también ya ha fallecido. Los dos trabajaban juntos. Muchas veces, este Juan, y Jesús hijo de José, fuimos con José y mi padre, como ayudantes, a todos los pueblos grandes del lago. Supe que Juan, cuando llegó a joven se casó en Jerusalén, y ya no lo he vuelto a ver más, hasta ahora. A mí me parece que es un hombre corriente, como ustedes y como yo, pero que ahora se viste de un modo estrafalario, con una capita ridícula de lana de camello y un turbante como el de los campesinos. Dicen todos que es muy conocido en Jerusalén. Es Juan el Sacerdote, hijo de Zacarías. Eso yo no sabía. Unos dicen que es judeo y otros dicen que es galileo. Yo digo que tal vez nació en Judea, puesto que su padre era sacerdote, pero eso sí, ha vivido desde niño hasta joven en Nazaret. Habla el arameo como nosotros los galileos, dulcemente, y no como los judeos, que hablan con voz ronca, como resfriados, y a gritos. Su aspecto no es el de un sacerdote, puesto que es muy sencillo y no es arrogante. A mí me parece un hombre muy bueno, pero un poco chiflado. Quiere que nos metamos en el río para hacernos mojar por él en la cabeza, declarando en voz alta nuestros pecados. La gente empieza a conocerlo como Juan el Bañante. No sé lo que me pasa, pero lo cierto es que cuando lo oigo, mi corazón se llena de paz. Algunos le tienen miedo, pero yo no. Lo he conocido desde siempre, y él a mí también me conoce”.

Tomás se despidió de todos ellos, prefiriendo estar solo. Cuando ya se acercaba al río sintió que alguien lo tocó en el hombro. Se dio la vuelta y vio nada menos que a Jesús hijo de José. Jesús lo saludó afectuosamente, y le dijo: “La paz, Tomás. Hace mucho tiempo que no nos vemos”. Tomás lo saludó con la misma cortesía y le dijo: “Tal vez tú puedes explicarme algo acerca de tu pariente Juan. Cuando éramos chicos era más serio que tú y parecía un poco distraído. Muchos creen que es el Ungido. ¿Tú, qué dices?”.

Jesús le dijo: “Juan no es el Ungido. Cuando se presente el Ungido tú lo reconocerás”. “¿Y tú, lo conoces?”, dijo Tomás. Jesús sonrió. Puso su mano sobre el hombro de Tomás, y diciéndole nuevamente: “La paz”, hizo ademán de retirarse. Tomás lo tomó del brazo y le dijo: “Dónde has estado todo este tiempo? Te hemos buscado y ni tu mamá sabía dónde estabas”. “¿Y para qué me buscaban?”, dijo Jesús. Tomás contestó: “No sé si te acuerdas de Rebeca hija de Samuel”. “Sí, por supuesto”, dijo Jesús. Tomás dijo: “Nos vamos a casar. Yo te busqué para que me ayudaras a construir mi casa. Ahora que te veo, te pregunto, amigo, si aceptarías hacerme este favor”. Jesús volvió a sonreír y le dijo: “Con mucho gusto, Tomás. Nos veremos mañana en Caná. Y con un ademán amable de la mano volvió a decir: “La paz”, y se retiró.

Cleofás hijo de Yoram y María su mujer, tomados de la mano para no separarse, llegaron con muchas dificultades al río. Se dieron cuenta de que sus acompañantes ya no estaban cerca de ellos. Había tanta gente, que era imposible dar un paso sin molestar o ser molestado. “Disculpe. Permiso. Paso, por favor”. “No es usted el único que quiere llegar al río”. En ambas orillas del río Jordán había muchísima gente, una multitud inmensa. En las faldas de una colina, en el canto del río, un hombre alto de unos treinta años, de voz poderosa y mirada penetrante, decía: “Entiendan todos que los profetas anunciaron que vendría un Ungido del Señor, que sería al mismo tiempo sacerdote, profeta y rey. ¿Cuál es la función del sacerdote?”. Dicho esto se calló y fue paseando la mirada a su alrededor. Ante tan aguda mirada muchos bajaban la cabeza, otros hablaban en voz baja, y el silencio, como un manto los cubría.

Cleofás hijo de Yoram, levantó la mano y con voz no menos potente dijo: “Juan hijo de Zacarías. El sacerdote ofrece los sacrificios en el templo por todos”. Juan el Bañante descubrió rápidamente al que había hablado, y en tono amable le dijo: “¡Muy bien! Me alegro de verte, Cleofás hijo de Yoram”.

Luego, mirando otra vez en torno suyo preguntó: “¿Cuál es la intención del sacerdote cuando ofrece esos sacrificios?” Otra vez la respuesta fue el silencio. Juan miraba a los más cercanos con mirada interrogadora. Mateo Leví, el cobrador de impuestos, que estaba en la primera fila, muy cerca de Juan, dijo: “Mi señor, el sacerdote mata los animales pidiendo perdón por sus pecados y por los nuestros”. “¡No se oye!”, gritó alguien. “¡No se oye!”, lo corearon muchos. Manasés, hijo de Elías, un fariseo de voz chillona, gritó: “¡Los cobradores de impuestos no tienen perdón de Dios!”. Y dijo Juan mirándolo fijamente: “Si no amas a los cobradores de impuestos no estás cumpliendo la ley”.

Juan, elevando aún más la voz dijo: “Nuestro amigo Mateo Leví, el cobrador de impuestos, dice que una de las funciones del sacerdote es la de pedir perdón al Altísimo en nombre propio y en el del pueblo”. Tomás el Artesano, que estaba al lado de Mateo Leví, dijo: “Juan, yo también sé que son los sacerdotes los que piden perdón en el templo, por ellos y por nosotros”. Al reconocerlo, el rostro de Juan el Bañante se iluminó y dijo: “La paz sea contigo, Tomás. Me alegro mucho de verte. Todos los sitios son buenos para pedir perdón a Dios, y también tú, Tomás, debes pedir perdón por tus pecados y por los de los otros”.

Dijo Cleofás: “Juan, hijo de Zacarías, sabemos que eres sacerdote. Lo que no sabemos es si eres o no eres el Ungido, como dicen algunos”. Juan sonrió: “Cleofás hijo de Yoram, amigo mío, eso dicen algunos, pero yo no soy el Ungido. Yo he venido para prepararle el camino”. Y mirando al grupo de fariseos y escribas, formado por Simón de Jerusalén, Manasés hijo de Elías, Jafet hijo de Nehemías, Daniel hijo de Judá, Nicodemo Samuel y José de Arimatea, dijo:

“Ustedes se han apartado de la ley del Señor. Tienen que convertirse, volver humildemente al Señor y ser personas orantes. Ustedes no dedican tiempo a escuchar dentro de sus corazones la voz de Dios. Se ocupan de ver si los demás cumplen exteriormente las reglas puestas por la Ley, y que ustedes las hacen más pesadas, añadiendo preceptos humanos”.

Su mirada se detuvo en Nicodemo y dijo: “Examinen sus conciencias. Vean dentro de ustedes mismos si están cumpliendo los mandamientos de amor. ¿Tienen algún sentido para ustedes las palabras: Yo no quiero sacrificios. El sacrificio que yo quiero es un corazón contrito y humillado?”. José de Arimatea dijo: “Mi señor, ¿qué consejo nos das para preparar nuestros corazones para recibir al Ungido cuando llegue? Y otra pregunta más: ¿Cuándo llegará? Si no eres tú, dinos quién es y cómo lo reconoceremos”.

Juan respondió: “Lean atentamente los libros de los profetas. Conformen sus vidas a los mandamientos de amor. Cuando llegue el Ungido lo reconocerán sólo los que tienen el corazón limpio, los que viven preguntándose cuál es la voluntad del Altísimo. Dice la Tanáj [8] que el Ungido es Sacerdote, Rey y Profeta”. Y añadió, deteniendo su mirada en Nicodemo: “Nicodemo, antes Samuel, hijo de Gad, dime cuál es la función del rey”.

Nicodemo contestó: “Juan, hijo de Zacarías, sólo te puedo decir que la función del rey es cumplir la alianza del pueblo de Israel con Dios y hacerla cumplir a los demás”. “¡Muy bien! El rey debe caminar tomando el camino recto para llegar al reino del cielo, y debe al mismo tiempo ser guía de los demás mediante el cumplimiento de la Ley. ¿Hace eso nuestro rey Herodes?”. Un silencio cada vez más silencioso fue la respuesta sin palabras. Un centurión romano alzó la voz y dijo en perfecto arameo: “Profeta, ¿con qué derecho juzgas a las autoridades? ¿Te sientes también con derecho a juzgar al César?”. Y dijo Juan: “Centurión Cornelio, me has dicho profeta. ¿Podrías tú decirme cuál es la misión del profeta?”. “Yo no soy ni judío de Judea, ni judío de Galilea, ni judío de la Diáspora. Yo no sé nada de eso”.

Y Juan dijo: “Pero eres un prosélito” [9]. Cornelio se incomodó al oír esas palabras, y miró a su alrededor. Parecía que sólo él las había oído. Simón hijo de Jonás dijo a gritos: “El profeta es un elegido del Señor, un mensajero del Señor, que debe transmitir la voluntad del Señor y debe al mismo tiempo recordar la alianza a los sacerdotes, a los reyes y al pueblo”. Juan dijo: “Está muy bien lo que has dicho, Simón hijo de Jonás”. Mirando a todos añadió: “El Ungido es al mismo tiempo Sacerdote, Rey y Profeta. Va a venir para ser el puente entre Dios y los hombres, para guiar a los hombres por el camino de la salvación y para comunicar la palabra del Señor”. Y dirigiéndose a Simón, dijo: “Eres un hombre de corazón recto. Sigue meditando las palabras del Señor y serás como el árbol plantado junto a una acequia y que da frutos en el tiempo oportuno”.

Bruscamente Juan se interrumpió y luego dijo: “Amigos, me despido de ustedes. Hasta mañana”, y se alejó del río. La gente empezó a retirarse, esparciéndose por diferentes caminos. Juan se dio cuenta de que algunos lo seguían. Se detuvo y se dio la vuelta. Eran unas doce personas. Esperó que se acercaran y les dijo: “Estoy muy cansado. Allí hay un pequeño bosque de higueras. Los que quieran pueden seguirme y seguiremos conversando”.

No muy lejos ni muy cerca de la orilla del río había a lo sumo unas diez higueras bastante distanciadas las unas de las otras. Juan se dirigió a una de ellas, al lado de la cual estaba una mujer cocinando en una olla de barro puesta sobre cuatro piedras en medio de las cuales ardía la leña. Ya se sentía el olor de la comida, que despertaba el apetito. Al pie de la higuera había un colchón de lana de oveja, cubierto con frazadas de oveja. Juan señaló a la mujer, diciendo: “Mi esposa Rut”, la cual sonriendo a los recién llegados inclinó ligeramente la cabeza y les dijo: “La paz esté con ustedes. Siéntense por favor. Tenemos higo en abundancia y suficiente cantidad de pan, aceitunas, pasas de uva, queso, leche y vino”.

Dijo Juan el Bañante: “Muchos me preguntan si soy el Ungido. Digo y repito que no soy yo. Soy tan chiquito a su lado que no merezco quitarle y ponerle las sandalias y lavarle los pies. Él es mucho más grande que yo. Cuando él llegue yo me haré a un lado para que él sea visto. Me preguntan cómo lo reconocerán. No lo reconocerán todos. Solamente los que tienen el corazón libre de toda maldad, los que tienen el corazón limpio y no apegado a las riquezas y al poder. Si su corazón no está abierto para recibir su palabra, como la tierra dispuesta a recibir la semilla fecundadora, aunque esté al lado de ustedes no lo reconocerán”.

Y añadió: “No se viste con ropa de rey, como piensan algunos. No viene vestido como sacerdote. Su aspecto, visto de lejos, es común, normal. Tiene un halo de luz alrededor de su cabeza, que es percibido por muy pocos. De sus ojos emana la dulzura. Lee lo que los hombres han escrito en el pergamino de sus corazones. Y diré algo más, si ustedes ya lo han recibido dentro de sus corazones, apenas lo vean sabrán quién es. Se parece al cordero pascual que para quitar los pecados de todas las personas se carga con las culpas ajenas y derrama su sangre. Así como del cordero sale la sangre para que los que lo coman se alimenten para tener vida, así él, el ciervo doliente, del que nos habla el profeta Isaías, los conducirá a través del túnel oscuro de esta vida a la luz del sol sin ocaso”.

Pasado ya el mediodía, los visitantes se fueron retirando poco a poco. Sólo se quedaron Andrés y Juan. Simón le había dicho a su hermano Andrés: “No podemos quedarnos más tiempo. Tenemos trabajo”. Andrés no lo escuchó. Tenía los ojos clavados en Juan el Bañante. Lo mismo pasó con Juan hijo de Zebedeo. En vano su hermano Jacob trató de desprenderlo del suelo. Parecía un árbol bien enraizado. “Que se queden”, le dijo a Simón. “Total, son jóvenes y esta conversación será para ellos inolvidable”.

Al cabo de un rato, de que se habían ido ya todos los demás, Juan el Bañante interrumpió su charla bruscamente y miró el camino. Andrés y Juan dirigieron la vista al punto que él miraba. Era un hombre solitario y pensativo que avanzaba lentamente. Al pasar cerca de ellos saludó con la mano a Juan el Bañante, pero no se acercó. Andrés y el otro Juan sintieron que ese saludo iba dirigido también a ellos. Cuando el hombre ya se alejó, dijo Juan el Bañante: “Ese es el Ungido del Señor, el cordero que quita los pecados del mundo”. Andrés y Juan hijo de Zebedeo miraron a Juan hijo de Zacarías. La conversación fue sin palabras. Ellos sólo con la mirada pidieron permiso para retirarse, y Juan el Bañante, también sin pronunciar palabra, pero sonriendo, les dio su consentimiento.

Un poco atemorizados, Andrés y Juan hijo de Zebedeo caminaban a unos cien pasos del hombre que Juan el Bañante les había dicho que era el Ungido. De pronto el hombre se detuvo, se dio la vuelta y los miró. Ellos también se detuvieron, sin saber qué hacer. El, con la mano, los invitó a acercarse. Se acercaron. Juan hijo de Zebedeo sintió como una punzada. La mirada del hombre no era atemorizadora. Eso sí, se clavaba profundamente en los ojos y en el corazón de uno, causando una profunda paz. No era como la mirada de Juan el Bañante, que infundía al mismo tiempo respeto y temor.

“¿Qué buscan?”, les dijo el hombre. Su voz era al mismo tiempo suave y fuerte. Por su acento se dieron cuenta de inmediato que el hombre era galileo como ellos. Su acento era dulce y melodioso, no como el de los judeos, que era duro y demasiado gutural. Ellos no supieron qué responder. Al cabo de un rato, como tragando saliva, Andrés dijo: “¿Dónde vives, mi señor?”. El hombre sonrió. “Acompáñenme” dijo. Al pie de una higuera había un colchón y unas frazadas. El hombre les pidió que buscaran más leña. Al lado del fogón había ya leña bien cortada, pero en poca cantidad, y un cántaro de agua.

Mientras los dos amigos buscaban leña, el hombre encendió el fogón. Cuando ellos llegaron ya estaba hirviendo en una olla de barro una sopa de trigo, huevo y leche. El hombre ya había preparado en una cacerola pescado con aceite de oliva. Los invitó a sentarse y les ofreció pasas de uva y un dulce de higos. Este dulce de higos, pensó Juan, hijo de Zebedeo “es mejor que el que hace mi mamá”.

A una señal del hombre ellos se sentaron en el suelo. El hombre ya había tendido para cada uno de ellos una frazada. Cuando estaban ya acomodados, el hombre les preguntó: “¿Por qué me siguieron?”. No era una voz de reproche. Juan sintió que en esas pocas palabras había mucha bondad. Mirando al suelo, pero ya sin temor dijo: “Juan el Bañante nos ha dicho que tú eres el Ungido”.

El hombre los miró muy tranquilo y muy sonriente. “Ustedes lo han dicho”, dijo. “Soy yo”. Juan notó un gozo interno, como una especie de calor, al mismo tiempo que sentía latirle fuertemente el corazón. No supo qué decir, pero estaba ya firmemente convencido de que ese hombre decía la verdad. Después de un largo silencio, Juan dijo: “Veo que eres galileo, como nosotros. Yo soy de Cafarnaúm y mi amigo Andrés es de Betsaida. Tú, ¿de dónde eres?”. El hombre clavó sus ojos en los de ellos y dijo: “Yo soy de Nazaret. Yo sé quiénes son ustedes. Tú eres Neptalí hijo de Jonás. Veo que ahora te has puesto el nombre griego de Andrés. Es una moda, que se está haciendo más común que antes. Y tú eres Juan hijo de Zebedeo”.

Viendo que ellos no decían palabra, sorprendidos pero no asustados, el hombre dijo: “Yo he ido muchas veces con mi padre, José el artesano, a las casas de ustedes para realizar toda clase de trabajos. Cuando ustedes eran niños y yo ya un joven, se acercaban a ver cómo mi padre y yo fabricábamos las barcas. Tú, Juan, eras muy preguntón”. “¡Oh!”, dijo Juan. “Me acuerdo, me acuerdo. Me acuerdo de José el artesano y también de ti. José de Nazaret era el artesano mejor tratado y recibido en mi casa porque mi padre decía que en toda Galilea no había mejor artesano que él ni más honrado”. Andrés dijo: “Yo también me acuerdo y, si no me equivoco, tu nombre es Jesús. Juan el Bañante nos ha dicho que tú eres el Ungido del Señor y tú has dicho que así es, en efecto. No es que yo dude. Mi corazón me dice que en verdad, en verdad, eres el Ungido. No te molestes si te pido que nos des alguna prueba”. Jesús los miró con su mirada amable. Su mirada era limpia como la de un niño y cristalina como el agua de un manantial. Dijo: “Si están ustedes conmigo con frecuencia verán mis obras, y por ellas sabrán que yo soy el Ungido, el hijo del Señor. Aún no ha llegado mi hora de manifestarme al mundo”.

Andrés dijo: “Has venido sin tu mujer”. Jesús dijo: “Yo no tengo mujer. Mi misión es la de ser caminante, sin tener un lugar fijo donde dormir. Estoy una vez aquí, otra vez allí. No puedo tener ni mujer ni hijos”. Juan preguntó: “¿Eres esenio?”. Jesús dijo: “No, no soy esenio, pero he vivido con los esenios cinco años para prepararme antes de comunicar al mundo lo que mi padre me ha encomendado decir. Soy artesano, pero al mismo tiempo soy predicador”.

Juan hijo de Zebedeo dijo: “¿Tu padre vive todavía? Todos dijeron que José de Nazaret había muerto. Te diré que mi padre, que necesitaba barcas nuevas, al ver que a tu padre ya no se lo veía por el lago, hizo sus averiguaciones. En Caná, cuando fue a cambiar vino por pescado, le dijeron que José el artesano ya había muerto. Y cuando preguntó por ti dijeron que nadie sabía dónde estabas, y que tu madre no quería decir a nadie dónde estabas. Y me acuerdo también que dijeron que te habías unido a los guerrilleros, pero mi padre eso no creyó. Como nadie aseguraba que te habías muerto, supuso que estabas con los esenios”. Jesús los miró un rato y luego dijo: “Duerman ya y descansen”. Y se alejó de ellos a paso lento, como meditando.

Felipe, antes Esdras, hijo de Isaías, y Natanael hijo de Tolomeo, habían perdido de vista a sus amigos, y conforme avanzaba la noche decidieron buscar un lugar para dormir. A la luz de la luna vieron una higuera solitaria y allá dirigieron sus pasos. Tapados únicamente con sus mantos se echaron en el suelo. Felipe se durmió de inmediato. Al día siguiente, al amanecer, salió a dar un paseo. Natanael no pudo dormir. Cubrió con su turbante una piedra. Puso las manos sobre ella, y sobre sus manos apoyó su cabeza. La noche de luna era hermosa y tranquila, y el cielo estaba cuajado de estrellas. Pasó toda la noche contemplando las estrellas y pensando en el Ungido. Algo en su corazón le decía que aparecería pronto. Al alborear la mañana por fin se durmió, pero durmió muy pocas horas. Al despertarse no se movió y siguió echado mirando el cielo puro.

Al amanecer, mientras Andrés y Juan dormían, Jesús de Nazaret se fue a pasear. Caminaba lentamente, con las manos cruzadas en la espalda. De pronto vio a un hombre que se acercaba a él. “La paz esté contigo”, le dijo”. El hombre, llamado Felipe, no respondió de inmediato. Tenía los ojos fijos en Jesús de Nazaret. Después, no se sabe si respondiendo o afirmando, en voz muy baja dijo: “Tú eres el Ungido”. Jesús le dijo: “Tú lo has dicho”. Felipe le dijo: “¿Puedo preguntarte quién eres, de dónde vienes y cuál es tu oficio?”. Jesús le contestó: “Soy Jesús, hijo de José el artesano, de Nazaret, y yo también soy artesano, y además soy predicador y sé que tú eres Felipe el pescador”. Felipe se llenó de gozo, y sin dudar un momento, besó su mano y le dijo: “¿Puedo avisarles a mis amigos?”. Jesús le dijo. “Sólo a los que tú consideres preparados para recibir la noticia. Pero tienes que estar atento. No digas nada a las personas de las que no te fíes”.

Más volando que corriendo, Felipe regresó a la higuera donde había pasado la noche con Natanael hijo de Tolomeo. Encontró a su amigo sentado al pie del árbol comiendo un higo. Sin preámbulos le dijo: “Hemos encontrado al Ungido. Es Jesús de Nazaret”. Con sus grandes ojos abiertos, Natanael dijo: “¿De Nazaret puede venir el Ungido? Todos sabemos que como hijo de David deberá nacer en Belén de Judá. Además, ¿cómo puede ser de Nazaret?” “Ven y lo verás”, le contestó Felipe.

No habían caminado muchos pasos cuando vieron acercarse a un hombre desconocido por Natanael, con Andrés y Juan. Estando ya muy cerca de Felipe y Natanael, ese hombre, mirando primero a Andrés y Juan, posó su mirada en Natanael, y dijo : “Este es un israelita de corazón limpio”. Muy sorprendido, Natanael dijo: “¿Qué sabes de mí?”. El hombre le dijo: “Cuando estabas meditando al pie de la higuera yo ya te vi”. Natanael hijo de Tolomeo, como golpeado por un rayo se puso de rodillas y besando el manto del nazareno dijo: “Tú eres el hijo de David, el Ungido que esperábamos”. Y es que al pie de la higuera Natanael, hijo de Tolomeo, se preguntaba quién sería el Ungido, si podría reconocerlo, y también dónde, cuándo y cómo. No podía apartar de su mente y de su corazón el deseo de conocer al Ungido. Juan el Bañante había dicho a la gente que no era él, pero que ya había llegado.

Era un día lleno de sol. El cielo estaba límpido y puro. A orillas del lago de Genezaret había unos veinte hombres, esparcidos aquí y allí, casi todos cantando, unos remendando sus redes y otros contando los pescados. Jesús de Nazaret fue paseando por la orilla del lago, como buscando a alguien. Reconoció a lo lejos a Andrés y a su hermano Simón, a quien en su juventud había conocido bien, mejor que a Neptalí, hoy Andrés, porque era más o menos de su edad, y recordaba que más de una vez Simón los había llevado, a él y a José, su padre, en su barca a Tiberíades, donde debían fabricar barcas, como ya lo habían hecho en Betsaida.

Al verlo llegar, los dos hermanos se levantaron. Le dijeron: “La paz esté contigo”[10]. Jesús les contestó: “La paz esté con ustedes”. Hubo un rato de silencio. Andrés sonreía. Simón dijo: “Mi hermano Andrés me ha dicho que eres hijo de José, el artesano de Nazaret. Muchas veces yo los he llevado a tu padre y a ti a Tiberíades”. Y añadió: “No has cambiado mucho. Te veo y me acuerdo de ti. Mientras tu padre y el mío conversaban, tú me preguntabas cómo se pescaba. Aprendías muy bien y muy pronto. No puedo entender por qué prefieres el oficio de artesano, tan aburrido, al de pescador, que es mucho más entretenido. Jesús le dijo: “Soy pescador”. Como la cara de Simón era de incredulidad, y hasta había algo de burla en sus ojos, Jesús añadió: “Soy pescador de hombres, y estoy buscando compañeros que me ayuden a pescar”. Como nuevamente se produjo un silencio, y esta vez más prolongado, Simón dijo: “Acepta nuestra hospitalidad”. Invitó también a su hermano Neptalí Andrés, que todavía era soltero. Simón presentó a su mujer, Rebeca, a sus hijos Leví y Sara, de 14 y 12 años respectivamente, y a su suegra Shulamit.

En el almuerzo, al principio todos estaban cohibidos menos los chicos. Simón, que no podía estar mucho rato en silencio, dijo: “Mi hermano Neptalí me ha dicho que además de artesano eres predicador. ¿Eso qué quiere decir? ¿Eres escriba?”. Jesús contestó: “Para ganarme la vida sigo siendo artesano, pero además, he decidido hablar de Dios a los que estén dispuestos a oírme. Tengo que decir que ya ha llegado el momento de que todos los hombres sepan que Dios quiere hacer alianza con ellos, como ya la ha hecho con los hijos de Israel”. Apenas oyó estas palabras, Simón, un poco molesto dijo: “¿Cómo? ¿Tú quieres que todos los hombres se vuelvan judíos? ¿Me vas a decir que esos impuros, los romanos, se van a volver judíos? ¿Dónde está escrito eso?”. Jesús le dijo: “Sabes muy bien que hay griegos y romanos que han aceptado al Dios de Israel en su corazón, y que están esperando y deseando ser circuncidados. Los hijos de Israel están llamados a recibir la luz del Altísimo y a hacer llegar esa luz a todos los pueblos. Todos los hombres tienen que formar un solo rebaño con un solo pastor, que es Dios”.

Se hacía ya tarde, y Jesús se despidió de Simón y su familia, prometiendo volver pronto. Simón se quedó pensativo. Al día siguiente fue a visitar al escriba Nehemías, su pariente. Le dijo: “Nehemías, dime por favor cuál será la misión del Ungido cuando llegue.” Nehemías fijó sus ojos en los ojos de Simón y dijo: “El Ungido vendrá a salvar a todos los pueblos, no solamente al pueblo de Israel. El será la luz que ilumine a todas las naciones. El pueblo de Israel tiene la misión de hacer llegar esa luz a todos los hombres. Todos los hombres tienen que adorar al único Dios”.

“Muchos me dicen lo mismo, ¿pero cómo sabremos quién es el Ungido? Creímos que era Juan el Bañante, pero él mismo nos dijo enérgicamente que no es él. Mi hermano Neptalí me ha dicho que el Ungido es Jesús de Nazaret, hijo de José el artesano. Yo lo conozco. Me parece un hombre muy bueno. Cuando lo vi y lo escuché sentí que todo mi ser se estremecía y me sentí invadido de una gran paz, de una paz inexplicable”.

Tomás hijo de Osías le dijo a su desposada, llamada Abigaíl, también de Caná, que además de encontrar a Juan en el río Jordán había encontrado también a Jesús, hijo de José, de Nazaret. Le dijo a Abigail: “Le he pedido que me ayude a construir nuestra casa. Mañana vendrá”. Muy temprano apareció Jesús en la casa de Osías, padre de Tomás. Después de los saludos protocolares, Tomás lo llevó a ver su casa. El trabajo estaba ya bastante avanzado. Jesús dio solamente algunas sugerencias y se puso a trabajar siguiendo las indicaciones de Tomás. Al caer la tarde le dijo Tomás a Jesús: “Falta muy poco para terminar mi casa. ¿Dónde te puedo encontrar para avisarte la fecha de mi boda? Serás mi invitado especial”. Jesús le dijo que avisaran a su madre, María. Cuando faltaban pocos días para la boda, Tomás fue a Nazaret, a ver a María para decirle que ella y Jesús y sus amigos estaban invitados a su boda.

Llegó el día de la boda. Osías y su mujer recibían en la puerta a los invitados. Unos criados daban a los recién llegados unos vasos de vino, bien colmados. Era una especie de introducción, o derecho de entrada, para el banquete nupcial. Cuando llegaron Jesús, Simón y su mujer, Andrés, Santiago y Juan, Felipe y Natanael, el cual era también de Caná, Osías los llevó a una de las salas, donde se encontraba ya María, la madre de Jesús. María era una mujer muy bella, de unos 50 años de edad, sencillamente vestida, de rostro muy agradable, siempre sonriente. Saludó a Jesús y a sus amigos con el ósculo de paz. Se acercaron a ellos Juan el Bañante y su mujer. Esta vez Juan no estaba vestido con su ropa de profeta. María le preguntó cómo le estaba yendo en el río Jordán. Le contó que una vez había ido también ella, pero que no quiso acercarse. Le dijo, que a su parecer, había muy poca gente realmente dispuesta a abrir sus corazones para que penetren en ellos las palabras de Juan. “Es así”, dijo Juan.

Juan el Bañante le dijo que la mayoría quedan frustrados porque creen que él es el Ungido, y que en realidad, sobre todo en Galilea, se ha generalizado la idea de que el Ungido será un rey como David y Salomón. Algunos incluso piensan que será un nuevo Macabeo, que logrará expulsar con las armas a los romanos y a los griegos de la tierra de Israel. Los dos se dieron cuenta de que ambos estaban pensando en Jesús, el verdadero Ungido, pero no dijeron nada.

Juan el Bañante y su mujer Rut, María, Jesús, y los amigos de éste, fueron instalados en una gran sala. María le decía a Jesús que mucha gente preguntaba por él en Nazaret y también en otros pueblos, y que ella no sabía qué responder. Sonriendo, le dijo: “Has desaparecido sin despedirte de nadie, y no pueden creer que yo no sepa dónde estás. Como te conocen en toda Galilea, porque tenías fama de muy buen artesano, y has desaparecido de repente, ha corrido el rumor de que tú y Juan se hicieron esenios. Otros creen que te has casado con alguna forastera y que te has ido a vivir en algún lugar lejano. Cuando les digo que no estás casado se extrañan mucho. Muchos de nuestros parientes y amigos me proponen nombres de las chicas de Nazaret y de otros pueblos, porque te consideran un partido ideal. Creo que deberías volver a Nazaret de vez en cuando para terminar con esas suposiciones”. Jesús miró a María, siempre sonriente. “Espero que no pienses que pienso casarme”. “Por supuesto que no”, respondió María.

Cuando ya la gente estaba bailando, María se dio cuenta de que Osías y su mujer hablaban con aire preocupado con el encargado de la cena. Le dijo a Jesús: “Me parece que se les está terminando o se les ha terminado ya el vino”. Jesús, sabiendo lo que su madre en el fondo quería decirle, le respondió: “Qué pena, pero nosotros no podemos hacer nada. Sé lo que me estás queriendo decir, pero todavía no ha llegado el momento de que me manifieste con poder divino”. María se sonrió. Le tocó el brazo, y luego llamó a uno de los servidores y le dijo que su hijo quería pedirles algo. Jesús la miró con ternura y sonriendo, y dijo al servidor: “Llévame al patio donde están las tinajas de agua”. Cuando él y el servidor llegaron al patio, Jesús levantó la mano sobre cada una de las tinajas y oró un rato en silencio. Luego le dijo al servidor que le lleve una copa al encargado de la cena, diciéndole que había más vino. El criado quedó estupefacto. Ya se sentía el olor a vino. En cada una de las tinajas metió su dedo índice y lo chupó. Quedó sorprendido y se dio la vuelta para ver a Jesús, pero éste había desaparecido. Fue entonces a la sala y vio que no se encontraban allí ni María, ni Jesús ni sus amigos.

Jesús se despidió de sus amigos y se fue a Nazaret con su madre. Se fueron con ellos Judas Tadeo y Jacob, hijos de Alfeo. Judas Tadeo se acercó a María, que caminaba al lado de Jesús y le dijo en voz baja: “¿Qué pasó? ¿Por qué salieron tan apurados?”. María, con su sonrisa dulce y medio picaresca, le dijo: “Pregúntale a Jesús”. Al otro lado de Jesús estaba Jacob hijo de Alfeo. Judas Tadeo oyó que Jacob le decía a Jesús: “Me parece que has convertido el agua en vino. No puedo creer, pero me parece que ha sido así”. Jesús respondió: “Nada puedo ocultarte. Tú sabes cómo es mi madre. No puede ver sufrir a nadie, aunque se trate de un sufrimiento insignificante. Vio que la mujer de Osías estaba en apuros porque ya no había vino, y prácticamente con su gran bondad y ternura me obligó a manifestarme con poder divino mucho antes de lo previsto por mí”. Judas Tadeo intervino: “¿Tienes poder divino?” Jesús respondió: “En un momento dado siento que sale de mí una fuerza vital que no puedo detener”. Judas y Jacob lo miraron asombrados, y todos continuaron su camino en silencio.

El primer día de la semana Jesús llamó a Judas Tadeo a Jacob, hijos de Alfeo, y les dijo: “Acompáñenme a Carfarnaúm”. Judas Tadeo y Jacob eran labradores, y cuando no había trabajo en el campo trabajaban como alfareros hacían cántaros, ollas de barro y macetas. No tuvieron ningún inconveniente en acompañarlo. Cuando se acercaban al lago, los vieron Simón y Andrés, hijos de Jonás y les dieron alcance. Simón se metió dos dedos a la boca y dio un silbido agudo que se perdió en la lejanía. De inmediato aparecieron Jacob y Juan, hijos de Zebedeo. Jesús hizo las presentaciones. Señalando a Judas Tadeo hijo de Judas y a Jacob hijo de Alfeo, dijo: “Mis hermanos”, y señalando a los pescadores dijo: “Mis amigos”. Simón decidió invitarlos a ir en barcas a Betsaida. Acomodó a Jesús en su barca. Andrés invitó a la suya a Judas Tadeo. Jacob y Juan, hijos de Zebedeo, invitaron al otro Jacob. Después del paseo, Simón invitó a los tres a almorzar en su casa.

El shabat siguiente por la mañana volvieron a juntarse todos en Cafarnaúm. Para entonces Jesús ya se había ido a vivir a la casa de Simón, a petición de éste. Al cruzar el pueblo en dirección al lago, dijo Jesús a sus amigos: “Veo allí mucha gente. Llámenlos y llévenlos a aquel cerrito”. Se trataba de una pequeña altura, muy cerca del lago. Empezó a llegar la gente. Eran pescadores, artesanos y labradores, amas de casa y muchos jóvenes y niños. Era Simón hijo de Jonás quien los llamaba y les decía: “Ha venido un profeta más grande que Juan el Bañante”. Esa afirmación despertó la curiosidad de la gente.

Jesús vio que entre la gente estaba Mateo Leví, el publicano. Sentado en una piedra Jesús esperó que fuera llegando más gente. Estaban al lado de Jesús sus amigos Simón, Andrés, Jacob, Juan, Felipe, Natanael hijo de Tolomeo y sus parientes Judas Tadeo hijo de Judas y Jacob hijo de Alfeo. Simón, para distinguir a los dos llamados Jacob, a Jacob hijo de Zebedeo, le decía Jacob el grande, y al pariente de Jesús, Jacob el chico. Estaba claro que no se refería a la estatura sino a la edad, pues Jacob hijo de Alfeo, el chico, era más alto que Jacob hijo de Zebedeo, el grande.

Simón juzgó que ya había suficiente número de oyentes, aunque todavía llegaban gentes de Cafarnaúm y Betsaida. Con una mirada indicó a Jesús que ya podía hablar. Jesús pasó su mirada de un punto a otro con infinito amor. Fue leyendo en sus corazones. Leía humildad, sencillez, bondad, camaradería, alegría, pero al mismo tiempo enfermedades, pobreza, enemistades, rencores, desalientos. Sabía que tenían a Dios en sus corazones. También sabía que casi todos ellos pensaban que él podría ser el profeta grande, anunciado por los profetas, el Ungido, el rey de Israel, ya que Juan el Bañante había declarado claramente que no era él, y que pronto se presentaría ante la gente el Ungido, prometido por los profetas. En casi todos los corazones vio que deseaban ser liberados de los romanos. Le llamó la atención un hombre que no apartaba la mirada de Leví Mateo. Lo miraba con enojo y con desdén.

Jesús preguntó a Simón quién era ese hombre vestido de verde, que no dejaba de mirar a Leví Mateo, el impuestero. Simón hijo de Jonás le dijo que era Simón el Guerrillero. Jesús miró con amor al guerrillero, y vio a un hombre piadoso, pero violento, impaciente, hasta más que su tocayo el pescador.

Jesús comenzó a hablar con voz potente, pero al mismo tiempo, amable. No hablaba como Juan, con vehemencia, con calor. Tampoco hablaba como los predicadores callejeros que anunciaban, casi enojados, que por los pecados de los hombres vendría pronto su destrucción, como llegó la destrucción de Sodoma y Gomorra. Jesús dijo: “Todos nosotros, ustedes y yo, queremos llegar al Reino de Dios. ¿Qué es el Reino de Dios? Es la morada de Dios, donde no hay llanto, ni dolor, ni soledad, ni pobreza, ni odios, ni guerras. ¿Qué es el Reino de Dios? En verdad les digo que es el Reino del amor. Nuestro Dios es amor. Dios nos enseña que ya en esta tierra debemos tener el corazón puesto en él. ¿Qué quiere decir poner el corazón en Dios? Poner el corazón en Dios quiere decir amarlo.

Ustedes conocen el mandamiento: ‘Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. A él sólo servirás. Lo amarás de todo corazón y con intensidad’. ¿Y qué más dice la ley? Te amarás a ti mismo. ¿Qué quiere decir amarse a sí mismo? Amarse a sí mismo quiere decir no olvidarse de la alianza con Dios, no apartarse del camino recto, meditar su ley día y noche. El que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica es como el árbol plantado a la orilla de unay la pone en pr corazo del amor. ni dolor, ni soledad, ni pobreza, ni odios, ni guerras. acequia, que recibe siempre el agua viva de vida y da frutos a su tiempo.

Todos queremos ser felices en esta vida y en la vida eterna. La felicidad en este mundo consiste únicamente en vivir en paz con Dios, con los hombres y consigo mismo. Desde ahora, desde esta vida tenemos que prepararnos para la vida eterna. Serán felices eternamente los que tienen a Dios en su corazón, los que no tienen el corazón pegado al poder y al dinero, los que no son duros de corazón, los de corazón limpio, los sencillos, los que viven sin doblez. Ellos llegarán al Reino de Dios.

Serán felices eternamente los que en este mundo sufren serenamente, con paz, sin protestar contra Dios, sin deprimirse, sin desalentarse. En el Reino de Dios serán plenamente consolados. Comienza la felicidad en este mundo cuando uno tiene el corazón abierto a los demás, cuando uno ayuda a los que sufren, cuando piensa en los otros, cuando uno consuela a los que sufren, a los que está tristes o desalentados, y hace todo lo posible para evitar odios y conflictos. Los que en este mundo buscan la paz, estando ya en paz en este mundo, llegarán a gozar de la paz eterna, ya sin las penas y dolores de este mundo pasajero.

Los que tienen el corazón puesto en Dios, los justos y rectos, los que cumplen la alianza con Dios, sin desviarse del camino del amor a los hombres, que meditan la ley del Señor de día y de noche, con seguridad serán perseguidos por aquellos que se apartaron de la ley de Dios, que se aman solamente a sí mismos, que tienen el corazón puesto en el poder y las riquezas. Cuando llegue ese momento no se desalienten. Tendrán su recompensa en el Reino de los cielos por haber sufrido en este mundo cuando recordaron la Alianza a los que se apartaron de Dios y persiguieron a los profetas. Si persiguieron a los profetas, es posible que también los persigan a ustedes. Reciban el amor de Dios y transmitan ese amor a los demás. La felicidad en este mundo consiste en escuchar la palabra de Dios y transmitir lo escuchado a los demás. Dios es amor, Dios es vida, Dios es luz. Reciban la luz de Dios. Transfórmense en luz, y hagan pasar esa luz a los demás. No se debe ocultar el don recibido de Dios. No apaguen ni oculten la luz recibida”. La gente, asombrada, emocionada y no cansada, oía sus palabras como la tierra recibe la lluvia benéfica. La gente se fue retirando poco a poco. Muchos se quedaron todavía, deseosos de seguir escuchando sus palabras. Eran alrededor de cien los que no se movían.

Cuando ya se iban retirando todos, Simón el guerrillero se acercó a Jesús y después de darle el saludo de paz le dijo: “Muchos me dijeron que probablemente Juan hijo de Zacarías, a quien ahora llaman el Bañante, era el Ungido. Varias veces fui al río Jordán a escuchar sus palabras. Apenas lo vi pensé: “Sí, este es”, pero él mismo dio a entender claramente que había que esperar a otro más grande que él. Yo soy de Caná. Un vecino mío, que estuvo en la fiesta de matrimonio de Tomás el artesano, me dijo que un hombre llamado Jesús, un artesano de Nazaret, muy conocido en muchos pueblos de Galilea, había hecho algo admirable. Había convertido el agua en vino. Naturalmente, yo no le creí en absoluto. Esta mañana vi a Simón el Pescador y oí que decía a gritos que había aparecido un nuevo profeta más grande que Juan. Le pregunté quien era ese profeta y me dijo: ‘Jesús de Nazaret’. Escuché tus palabras. Nadie ha hablado como tú. No te voy a preguntar si eres o no eres el Ungido, pero siento dentro de mí como una voz que me dice que me acerque más a ti”. Jesús le dijo: “No dejes de escuchar nunca la voz de Dios que te habla en el corazón”.

Mateo Leví era un cobrador de impuestos bien conocido en Cafarnaúm. Los que lo conocían lo apreciaban mucho, aunque no entendían por qué estaba al servicio de los invasores romanos. Fue apreciado mucho más desde que fue visto, primero entre los más asiduos oyentes de Juan el Bañante, y luego entre los que escuchaban las palabras de Jesús de Nazaret, como la tierra reseca recibe la lluvia del cielo.

Al comenzar un shabat en Cafarnaúm, cuando Jesús se dirigía a la sinagoga, como de costumbre, sintió que una mirada se clavaba en su nuca. Se dio la vuelta y vio a Mateo Leví, el cual le sonrió. Jesús se acercó a él y le dijo: “Acompáñame a la sinagoga”. Los que iban entrando a la sinagoga quedaron admiradísimos al ver a Mateo Leví en actitud piadosa. Algunos decían que sus parientes y amigos antiguos decían que lo habían visto en la sinagoga por última vez el día de su Bar Mitsvá. Jesús se dio cuenta de que Simón el Guerrillero miraba esta vez a Mateo Leví con expresión más benévola.

El shabat por la mañana volvió Jesús con sus seguidores a su lugar habitual, conocido ya por la gente. Jesús les dijo: “Fíjense en aquellas ovejas. Tienen pastor, pero hay ovejas que no tienen pastor. Y hay también ovejas que se han perdido. El pastor busca a esas ovejas hasta encontrarlas. Los seres humanos somos como ovejas y Dios es nuestro pastor. Hay personas que se han apartado del rebaño de Dios, nuestro pastor. Hay también ovejas que no han estado en el rebaño del pastor. Fíjense en ese campo de trigo. Está ya listo para la cosecha. El mundo es como un inmenso campo de trigo, y en ese campo de trigo hay pocos cosechadores. Rueguen al dueño de la mies que envíe cosechadores a su mies”.

Jesús vio que sólo se habían quedado doce hombres, que sin cansarse escuchaban sus palabras: Sus primos Jacob y Judas Tadeo, Simón y Andrés hijos de Jonás, Jacob y Juan hijos de Zebedeo, Felipe hijo de Isaías y Natanael hijo de Tolomeo, Tomás hijo de Josías y Mateo Leví, Simón de Caná, llamado el guerrillero, y Judas Iscariote, a quien Jesús veía por primera vez. Jesús se fijó en él, y vio a un hombre decidido, con grandes deseos de conocer al Ungido. Le pareció también, que al igual que Simón el guerrillero, era enemigo de los romanos.

Les preguntó a todos ellos si querían seguirlo, si querían ser sus compañeros en su tarea de predicar la palabra de Dios. Todos asintieron. Simón hijo de Jonás y Jacob y Juan hijos de Zebedeo, dijeron en voz alta: “Sí, maestro”. Felipe y Tomás levantaron la mano derecha y los otros con un movimiento de cabeza manifestaron su aceptación.

Jesús continuó: “Si aceptan ser mis discípulos deberán estar conmigo en los momentos alegres y en los momentos tristes. Tendrán que acompañarme cuando la gente me alabe, me busque, me admire, y también cuando se enoje conmigo y cuando se burle de mí”. Calló un momento, y añadió: “Y también cuando me persigan, me torturen y me lleven a la muerte”. Jesús vio en los ojos de sus oyentes, decisión en unos, indecisión en otros, y en algunos, total incomprensión e incluso miedo. Y continuó: “Tendremos que caminar mucho. Iremos de un lugar a otro. Muchas veces no tendremos dónde reclinar la cabeza ni qué comer”.

Simón hijo de Jonás preguntó: “¿He oído bien? ¿Nos estás diciendo que deberemos dejar nuestro trabajo? ¿De qué vamos a vivir? ¿Vamos a tener que dejar a nuestras familias?”. Jesús dijo: “Cada uno seguirá trabajando como antes y viviendo en su familia. Los días del shabat no son días de trabajo. Se presentarán todos los días del shabat al caer el sol, y estarán conmigo hasta que deje de haber claridad, y al día siguiente, se presentarán al cantar el gallo, en Cafarnaúm, en la casa de Simón hijo de Jonás, donde yo vivo”.

Jesús miró a cada uno y añadió. Estarán primero conmigo un tiempo, oyendo lo que digo y viendo lo que hago. Luego, cuando yo vea que ya han aprendido algo, cada shabat se quedarán diez conmigo y dos irán a anunciar en los pueblos que el Reino de Dios ya está cerca. Irán solamente a los pueblos de Galilea y Judea, a anunciar la palabra de Dios a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Cuando pasen por Samaria no se detengan. No prediquen en sus pueblos. Tampoco vayan a la Decápolis ni a Perea ni a Tiro ni a Sidón, ni al otro lado del río Jordán. No ha llegado todavía el momento de llevar la luz a todas las naciones”.

Al día siguiente, ya al caer el sol, estaban todos delante de la puerta de la casa de Simón. No esperaron mucho. Salieron Simón, Andrés, y después Jesús, todos con un higo en la mano. Cuando, dejando el pueblo, se adentraban ya en la campiña, vieron que la gente se dispersaba, a paso lento o corriendo. Muchos se tapaban la boca o toda la cara. Se oyó que más de uno gritaba aterrado: “¡Leproso! Leproso”. Y otros insultaban al leproso con palabras groseras.

Efectivamente, un joven leproso, casi un niño, sin hacer caso de los insultos se acercó al grupo donde estaba Jesús, y preguntó: “¿Cuál de ustedes es Jesús de Nazaret?” Los amigos de Jesús, excepto Simón, se retiraron atemorizados. Jesús miró al joven y le dijo con amabilidad: “¿En qué te puedo servir?”. Dijo el joven con voz muy segura: “Maestro, yo sé que si tú quieres puedes limpiarme de mi lepra”. Jesús puso sus manos sobre la cabeza del joven y le dijo: “Claro que quiero. Queda limpio”. Y dándole unas palmaditas en el hombro, añadió: “Anda directamente al templo de Jerusalén y busca al sacerdote de turno, para que te examine y te dé el documento que acredita que estás sano. Ah, y no cuentes esto a nadie”.

Simón, que antes estaba muy asustado, no sólo sonrió, sino que se rió abiertamente: “Todos lo conocemos a ese chico. Es el hijo de un fabricante de alfombras que vive en Cafarnaúm, en la calle recta. Aunque se calle, esto se sabrá en toda Galilea. Además, dime ¿por qué quieres que no avise lo que le ha sucedido? Es bueno que se sepa”.

Jesús le dijo: “Sé perfectamente que en la cabeza de la mayoría de la gente ya está asentada la idea de que pueda ser yo el Ungido. Lo que sucede es que no están entendiendo que el Ungido es el varón de dolores que tiene que morir a favor del pueblo, que es el cordero pascual que tiene que morir para dar la vida, que es el grano de trigo, que sembrado en el corazón de la tierra brotará de esa misma tierra para dar fruto en abundancia”.que quiero.joven y le dijo: "

El siguiente shabat desde bien temprano, gente de muchos lugares de Galilea, de la Decápolis, de Samaria, de Judea, del otro lado del río Jordán, y hasta de Tiro y Sidón, estaba reunida a orillas del lago de Galilea, donde se habían reunido con Jesús las semanas anteriores. Jesús les dijo: “¿Cuál es el don más grande que hemos recibido cuando Dios creó el mundo?”. Después de un rato de silencio Jesús continuó: “Es la luz. Al principio de la creación dijo Dios que aparezca la luz y la luz apareció. La luz nos permite ver a nuestros parientes, amigos y conocidos. Nos permite ver a todos los seres humanos, que son nuestros hermanos. Todos los seres humanos son nuestros hermanos porque venimos del mismo padre, que es Dios”.

Al oír estas palabras, algunos murmuraron algo que no se entendió bien, pero parecía una protesta. Jesús continuó impertérrito: “Vemos también los cerros, los ríos, este lago, las plantas, los animales. Gracias a la luz podemos encontrar nuestro camino para ir de un punto a otro, para llegar a nuestras casas, a nuestros lugares de trabajo, a las sinagogas, al templo de Jerusalén”.

Jesús calló un momento y vio a su alrededor. Nadie comentaba, pero se veía bien que algunas cabezas asentían. Jesús dijo: “Esa luz que todos vemos, que vence a la oscuridad, esa luz que es el día que surge después de la noche, representa la luz que ilumina nuestros corazones. Esa luz que aquí vemos es una señal de la luz que no vemos, pero que sentimos en nuestro corazón. Esa luz es el amor de Dios a los hombres. Las personas que reciben esa luz, ese amor, se convierten a su vez en luz, en amor. Yo soy luz. Y si ustedes reciben el amor de Dios, si ustedes escuchan mis palabras, también ustedes se convertirán en luz. La luz que viene de Dios es la inteligencia, la voluntad, la capacidad de trabajo. Las cualidades que cada uno tiene, los talentos y habilidades son luz que viene de Dios”.

Jesús volvió a callar un rato y siguió diciendo: “No apaguen ni oculten esa luz que han recibido. Si reciben esa luz con humildad, sabiendo que no ha brotado de ustedes, sino que es un don de Dios para iluminar a los demás, no serán soberbios ni orgullosos ni se creerán mejores que los demás, o superiores a los demás”.

Al retirarse de las orillas del lago, al entrar a Cafarnaúm, un centurión, casco en la mano, se acercó a Jesús muy respetuosamente. Le habló en griego: “Señor, uno de mis servidores está paralítico y sufre muchísimo. Está muy grave. Te ruego que lo cures”. Le respondió Jesús en griego: “Iré a tu casa y lo curaré”. El centurión le dijo: “Está en Tiberíades, y me parece que no llegaremos a tiempo. Pienso que basta que tú digas que se cure y se curará. Mis soldados y mis servidores hacen lo que yo quiero que hagan”. Y Jesús le dijo: “Centurión, regresa a Cafarnaúm. Tu servidor te espera sano”. Con una reverencia a Jesús y un saludo de cabeza a sus acompañantes, el centurión se retiró.

Simón dijo a Jesús: “Maestro, ¿Cómo es posible que hables con un centurión y cures a su servidor? Tú nos dijiste que nos acercáramos solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel, en Galilea y Judea, y que no prediquemos ni a los samaritanos ni a los extranjeros”.

Jesús le contestó: “Simón, ese hombre se ha acercado a mí. Sin duda es un prosélito. Sé que en su corazón ya ha aceptado al Dios de Israel. Ya es miembro de la casa de Israel en su corazón. Es un varón justo, en el que no hay maldad. Ya ha entrado a su corazón la luz que viene de lo alto, y él, escuchando la voz de Dios, se ha acercado a mí. Tiene más fe en el Dios de nuestros padres que muchos hijos de Israel”.

Cuando llegaron a la casa los esperaba en la puerta Shulamit, la mujer de Simón, quien dijo a Jesús: “Mi mamá está con fiebre”. Entró Jesús al cuarto de la señora Raquel. Estaba sentada en un poyo sobre unos cueros de oveja, su espalda apoyada en la pared, cubierta con una frazada de lana de oveja. Jesús puso su mano sobre la cabeza de la señora Raquel, y de inmediato ella ya no tuvo fiebre.

Tomás, recién llegado de Caná, le dijo a Jesús: “Herodes ha hecho arrestar a Juan el Bañante. Dicen que Herodes lo hizo llamar para pedirle que haga delante de él alguna magia, y que Juan le dijo, señalando a Herodías: ‘Yo he venido sólo para decirte que no debes vivir con la mujer de tu hermano’. Dicen que Herodías, la mujer de Felipe, hermano de Herodes, e hija de otro hermano de Herodes, se enojó mucho y le pidió a Herodes que encarcelara de inmediato a Juan”. Jesús se entristeció y dijo: “El profeta ha cumplido su misión”.

Pasado ya el shabat fueron llegando a la casa de Simón muchos enfermos. Jesús estaba ya cansado, no les dijo nada, pero levantando los ojos al cielo dijo algo que nadie entendió, y casi todos los enfermos quedaron sanos y regresaron a sus casas alabando a Dios. Simón le dijo a Jesús: “Hay algunos que siguen enfermos”. Jesús le respondió: “Esos, o están realmente enfermos, o se hacen pasar por enfermos, pensando que recibirán lo que desean, pero no se trata de su salud. Piden tener casa, o bueyes o burros. Mi Padre que está en los cielos les concederá o no lo que pidan, según su voluntad y no la de ellos”.

Jesús, instalado ya en la casa de Simón, allí tenía su taller de carpintería. Se dedicaba especialmente a hacer y reparar barcas. No le fue fácil trabajar como antes. A todas horas llegaba gente a hablar con él. Algunos iban a charlarle sobre cualquier cosa mientras él hacía su trabajo, y otros trataban de sonsacarle deseando saber si era el Ungido prometido por los profetas y cuándo iniciaría a reclutar soldados. Jesús sonreía. Otros le contaban chismes o le hablaban de sus problemas cotidianos, pensando tal vez que con su pensamiento él los arreglaría.

También iban al taller de Jesús con frecuencia dos escribas de Cafarnaúm, que le hacían preguntas capciosas o prestaban atención a lo que decía a sus visitantes. Un día, estando ellos presentes, llegaron a la casa cuatro hombres llevando a un paralítico echado en una camilla. Los acompañaban tres mujeres y un niño. El paralítico era un anciano. Jesús leyó en su rostro y en su corazón, angustia por sus pecados pasados, deseos de ser perdonado por Dios, y al mismo tiempo desesperación, casi seguridad de que no podría ser perdonado. Supo también Jesús que el anciano estaba convencido de que su parálisis era un castigo de Dios. Se dio cuenta también, de que los que lo llevaron para que fuera curado por él, eran limpios de corazón y tenían mucha fe. Jesús miró con amor al enfermo, puso sus manos sobre su cabeza y le dijo: “Dios ha perdonado tus pecados”. Se transformó la expresión del rostro del anciano. Había en él paz y alegría. Jesús se acercó a los dos escribas, que hablaban entre ellos en voz baja criticándolo, porque se atribuía el poder de perdonar pecados. “Sólo Dios puede perdonar los pecados”, decían. “Este hombre está ofendiendo a Dios”. Jesús les dijo con calma: “El que me ha dado poder para curar enfermos me ha dado también poder para perdonar pecados”. Jesús se acercó nuevamente al anciano y le dijo: “Ponte de pie y camina”. El anciano se puso de pie y se acercó a Jesús caminando sin dificultad. Se inclinó ante él y besó su mano, llorando. Los que habían llevado al enfermo lo abrazaban y se abrazaban entre ellos, alabando a Dios en voz alta, o en el silencio de sus corazones.

El shabat siguiente lo esperaba a la puerta de la sinagoga de Cafarnaúm el escriba encargado de leer y comentar los libros de los profetas y de dirigir el canto de los salmos, llamado Jairo. Le dijo lloroso: “Mi hijita acaba de morir. Creo que si le impones las manos volverá a vivir”. Jesús puso su mano en el hombro de Jairo y le dijo: “Vamos a tu casa”. Jesús ya no podía ir a ninguna parte sin que la gente se aglomerara a su alrededor. El apretujón era tan grande que apenas se podía dar un paso sin ser tocado o empujoneado. Jesús sintió de pronto una sacudida interior, y supo de inmediato que había salido de él una fuerza vital. Sin dirigirse particularmente a nadie, preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Entre asombrado y burlón, Simón le dijo: “Te están tocando muchos y todavía preguntas diciendo: ‘¿Quién me ha tocado?’ ’’. Una mujer que estaba detrás de Jesús, se inclinó ante él y le dijo: “He sido yo, maestro”. Jesús le tocó la cabeza y le dijo suavemente: “Tu fe te ha curado”.

Al llegar a la casa de Jairo vieron a mucha gente, y en una esquina unas plañideras que lloraban, y en la otra había ya una banda, preparada para acompañar el entierro. Llegado a la habitación Jesús pidió que salieran todos menos el padre y la madre. Se acercó a la jovencita muerta y le dijo: “Despierta”. La chica abrió los ojos y volvió a cerrarlos. Sus padres se pusieron a llorar. Su madre le tomó la mano y le dijo: “Hijita, hijita”. Jesús se acercó a la cama. Impuso sus manos sobre la cabeza de la niña y le dijo: “Levántate”. La niña volvió a abrir los ojos, y sin esfuerzo alguno se sentó.

La fama de Jesús como curandero seguía extendiéndose rápidamente. Después de un recorrido por los alrededores de Cafarnaúm, al llegar ya al pueblo, sus primos Jacob y Judas le dijeron que lo estaban esperando en la casa de Simón “algunos amigos de Nazaret”. Dos de ellos habían sido sus compañeros de estudio en la yeshiva, artesanos como él, uno el escriba de Nazaret, unos cuántos años mayor que él, y el cuarto el curandero del pueblo, mucho mayor que él.

Acercándose a ellos, les dijo muy amablemente: “La paz esté con ustedes”. Mientras tres de ellos respondieron: “La paz esté contigo”, el escriba del pueblo, sin contestar a su saludo, le dijo: “¿Cómo has abandonado a tu pueblo y te has venido a Cafarnaúm? Eres famoso. De todas partes acuden aquí para oír tu predicación y haces curaciones jamás vistas ni oídas. ¿Por qué no haces todo eso en nuestro pueblo?”. Y luego añadió con sorna. “Incluso dicen que eres el Ungido”. Uno de los artesanos, calmando al escriba con unos golpecitos en el brazo, le dijo a Jesús muy sonriente y en tono conciliador: “Todos hablan de ti en nuestro pueblo, y sabiendo que predicas en la sinagoga de Cafarnaúm, te invitamos para que el próximo sábado nos visites y prediques en nuestra sinagoga”. Jesús contestó amablemente: “Allí estaré”.

Faltando pocas horas para el comienzo del shabat, llegó Jesús con sus seguidores a Nazaret, a la casa de su infancia, donde vivía su madre María. Ya antes, Jacob y Judas Tadeo le habían dicho a María que Jesús llegaría. Ella les dijo con toda confianza: “Francamente, la idea no me gusta. La gente está molesta porque se ha ido del pueblo”. Y dirigiéndose a Jacob, le dijo: “Tú sabes perfectamente que tus hermanos Simón y José se enojaron mucho cuando él se fue. Ahora están no sólo enojados, sino furiosos. La pregunta que se hacen todos es: “¿Por qué no hace esas maravillas aquí en su pueblo?”.

Llegado ya el shabat, Jesús con María y sus acompañantes fue a la sinagoga. Era muy pequeña. Después de las primeras oraciones y de los primeros salmos, el escriba le presentó a Jesús el rollo de los profetas y le señaló la lectura del libro de Isaías, que tocaba leer ese día. Jesús leyó con voz clara y segura: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para curar lo corazones heridos, para proclamar la amnistía y la libertad a los cautivos; para proclamar el año de gracia del Señor, el día del triunfo de nuestro Dios; para consolar a los afligidos de Sión, para poner en sus cabezas la corona de gloria en vez de la ceniza; para quitarles la ropa de luto y perfumarlos; para poner cánticos en sus labios en vez de palabras de desaliento, para consolar a los afligidos de Sión, para poner en sus cabezas la corona de gloria en vez de la ceniza; para quitarles la ropa de luto y perfumarlos”.

Jesús entregó el rollo al escriba, y después de un largo rato de silencio dijo: “El profeta está preparando al pueblo de Israel para la llegada del Ungido. Al decirnos que el espíritu del Señor está sobre él para hacer llegar la buena noticia a los que sufren, se está refiriendo a todos los hombres, israelitas y gentiles. La luz del Señor deberá llegar a todos los rincones de la tierra, puesto que en todas partes hay corazones que sufren. Quiere dar la libertad a los cautivos del pecado, a los que viven en la prisión de sus pensamientos egoístas e interesados, a los que piensan sólo en sí mismos y no se fijan en el dolor ajeno.

Hombres y mujeres, pregúntense si la luz del Señor está en sus corazones. ¿Se han preguntado alguna vez si son ustedes esos cautivos del pecado, si se han dejado dominar por la ambición y el orgullo? ¿Se han dejado dominar por la envidia, la lujuria, la ira y la prepotencia? ¿A qué Dios rinden culto, al Señor nuestro Dios, que es el único Señor, o al dinero? ¿Quieren ser ricos? ¿Quieren que yo viva aquí para que ustedes se enriquezcan porque vendrá mucha gente a verme, y necesitarán alimento y alojamiento?”.

Conforme Jesús hablaba, se oían aquí y allí voces de descontento, y aquí y allí voces de admiración. Los unos decían: “Es el colmo. No podemos tolerar que nos insulte”. Los otros decían: “Míralo al carpinterito hijo de José. ¿De dónde le viene tanta sabiduría?”.

Cuando Jesús terminó de hablar se produjo en la sinagoga un altercado. La mayoría de los presentes se indignó contra Jesús. Varios, y entre ellos sus primos Simón y José, lo sacaron a la fuerza a la calle. Los que querían defenderlo, y entre ellos sus primos Judas y Jacob, no pudieron impedir que fuera atacado por la turba. Los que arrastraban y empujaban a Jesús lo llevaron a un barranco para despeñarlo, y cuando ya lo iban a empujar al abismo, Judas y Jacob se interpusieron entre sus hermanos Simón y José, y de ese modo Jesús pudo escabullirse de sus manos, ayudado por sus amigos.

Con ellos se fue también María, pues supo que ya no le era posible vivir en Nazaret. Fue acogida por la familia de Simón el Pescador hijo de Jonás. Un día, cuando ella y Shulamit, la mujer de Simón, estaban bordando, primero se oyó el sonido de una lluvia sosegada, pero luego la lluvia arreció y repentinamente se oyó el ruido furioso de una tormenta. María pensó inmediatamente en los que estaban pescando en el lago y quiso salir. Shulamit la detuvo y le dijo: “Es una tempestad demasiado fuerte. No podemos salir. Son pescadores. Saben muy bien lo que tienen que hacer en estos casos. Lo único que tenemos que hacer nosotras es pedir la ayuda del Nombre”.

En el lago, en una barca estaban Jesús, Simón y Andrés. Simón, desde la primera lluvia y los primeros balanceos de la barca, ocasionados por el viento, aun antes de que se oyeran los truenos y se vieran los relámpagos, pensó que estaban en peligro de naufragio. El y Andrés estaban ya muy alarmados. Habían metido a la barca los remos, y estaban prendidos de los bordes. Jesús dormía plácidamente. Simón hijo de Jonás lo despertó. Sólo atinó a decir: “Nos hundimos”. Jesús se puso de pie. Levantó su mano en alto, y mirando el cielo y las aguas dijo con voz sonora: “¡Cálmate!”. De inmediato sobrevino la calma. Y tras la calma de la naturaleza llegó a los pescadores la calma del alma.

Cuando ya al atardecer regresaron a la casa, María con el rostro triste le dijo a Jesús: “Han venido unos seguidores de nuestro Juan y me han dicho que Herodes lo ha matado”. Jesús lloró. Besó a María en la frente y le dijo: “Las palabras de los profetas molestan a los poderosos”. Y luego, sin decir palabra, salió a la calle y se puso a caminar por la playa, lentamente, con la cabeza gacha y las manos en la espalda. Al día siguiente María, Jesús y sus compañeros viajaron a Jerusalén a visitar a Rut, la esposa de Juan. Había ya a la entrada de la casa muchas personas. Dijeron que Rut no quería recibir a nadie. Sin decir nada ni discutir, María y Jesús entraron a la casa. Al día siguiente, cuando ya se despedían, Rut le dijo a Jesús: “Juan ha terminado su misión. Ahora comienza la tuya”.

El sumo sacerdote Anás se enteró de que Jesús de Nazaret estaba en Jerusalén. Convocó a los principales miembros del sanedrín: Gamaliel el Venerable, Simón de Jerusalén, Manasés hijo de Elías, Jafet hijo de Nehemías, Daniel hijo de Judá, Nicodemo Samuel hijo de Gad y José de Arimatea. “¿Alguno de ustedes conoce personalmente a ese Jesús?”, preguntó Anás. Gamaliel el Venerable levantó la mano. Anás le dijo: “Invítalo a almorzar, e invita también a los miembros del sanedrín que he convocado”. Gamaliel el Venerable, un poco molesto dijo: “No sé qué pretendes. Yo conocí a ese Jesús hace muchos años en la casa de Zacarías. Conocí también a sus padres, galileos muy sencillos y muy buenos. Me cuesta creer que sea un guerrillero. Es persona honorable. Si hace el bien está bien. No creo que haga el mal. Yo lo invitaría con mucho gusto, pero sin invitar a los miembros del sanedrín”. Dijo Simón de Jerusalén: “Yo lo invitaré. Y también los invito a ustedes. Y no habrá más remedio que invitar también a sus seguidores”.

En la calle Simón de Jerusalén abordó a Jesús: “Maestro, te ruego que aceptes compartir conmigo mi almuerzo. Ven con tus amigos. Te esperaré aquí. Y te agradezco de antemano”. Jesús lo miró, y vio que en su corazón había malicia. “Acepto”, le dijo, sin añadir más palabras. La casa de Simón de Jerusalén era enorme. Su portón estaba siempre abierto. Del zaguán se pasaba al patio, al fondo del cual había un amplio salón, con las puertas abiertas, en el que estaban instalados cómodos divanes. El portón abierto y también abierta la puerta ancha que daba al saló, permitían que cualquiera ingresara al recinto sin mayor dificultad. Cuando llegó Jesús con sus seguidores estaban ya reclinados en los divanes Simón de Jerusalén, Manasés hijo de Elías, Jafet hijo de Nehemías, Daniel hijo de Judá, Nicodemo Samuel hijo de Gad y José de Arimatea.

Simón de Jerusalén acomodó a Jesús a su derecha. Unos servidores lavaron los pies de Jesús y los de sus seguidores. Cuando el servidor que había lavado los pies de Jesús aún no los había secado, se acercó una mujer con un frasco de alabastro con perfume. Sin decir palabra, pero llorando, ungió con perfume los pies de Jesús, los secó y los besó.

Simón de Jerusalén miró la escena con mirada burlona. Jesús leyó de inmediato en su rostro, distorsionado por una sonrisilla irónica, lo que estaba escrito en su mente y en su corazón. Acariciando la cabeza de la mujer, le dijo: “Mujer, Dios ha perdonado tus pecados”. La mujer le besó la mano y salió corriendo. Jesús posó su mirada en los rostros de los escribas fariseos presentes. Eran rostros adustos, sensores implacables. Pero vio los rostros de dos de los escribas fariseos, que reflejaban admiración, sinceridad y bondad. Al salir de la casa de Simón de Jerusalén, siguiendo las indicaciones de Jesús, en el momento de las despedidas Simón hijo de Jonás les preguntó sus nombres. Eran Nicodemo Samuel y José de Arimatea. Ellos le dijeron que querían conversar con Jesús, pero de noche para no ser vistos por sus colegas.

Como Jesús, su madre María y sus discípulos estaban alojados en Betania, en la casa de sus amigos Marta, María y Lázaro, Simón les dijo que los esperaría en el camino para llevarlos a visitar a Jesús. Los dos escribas fariseos conversaron con Jesús a solas toda la noche. Antes de que cante el gallo, llenos de paz y alegría, se despidieron de Jesús.

A la salida de Jerusalén, sentados en unas piedras se encontraban dos ciegos. Cuando oyeron decir que se acercaba Jesús de Nazaret, uno de ellos gritó: “Jesús, hijo de David, compadécete de nosotros”. Jesús se acercó a ellos, y poniendo una mano en el hombro de uno de los ciegos y la otra en el hombro del otro, les preguntó: “¿Creen ustedes que tengo poder para curarlos?”. Ellos le respondieron: “Sí, señor”. Jesús les tocó los ojos y quedaron sanos. La noticia de la curación cundió por toda la región.

El shabat siguiente Jesús y sus discipulos pasaron a Jericó. A la entrada un ciego gritaba: “Sé que hay mucha gente. ¿Qué está sucediendo?”. Jesús preguntó: “¿Quién es ese hombre?”. Simón le dijo: “Es Benjamín de Jericó hijo de Timeo. Hace dos años se quedó ciego de repente y nadie sabe por qué”. Cuando a Benjamín le dijeron que había llegado Jesús de Nazaret, guiado por uno de sus amigos se acercó hasta donde estaba él y le dijo: “Jesús, hijo de David, compadécete de mí”. Jesús le dio el abrazo de paz y le dijo: “Tu fe te ha curado”.

La gente se fue apiñando alrededor de Jesús. La noticia de su llegada se esparció con rapidez. Uno de los jefes de los impuesteros, llamado Zaqueo, salió a la puerta de su casa pero no pudo divisar a Jesús. Ni aun puesto de puntas de pies pudo ver a Jesús. Sin ningún respeto humano se subió al árbol más próximo como un chiquillo, y con la mano derecha a modo de visera y achicando los ojos para ver mejor, trató en vano de saber quién era Jesús. Alguien, muy cerca, le dijo algo. Zaqueo miró hacia abajo. Un hombre le dijo: “Yo soy Jesús, a quien tú buscas. Con toda confianza, me invito a almorzar contigo”.

Con agilidad juvenil bajó Zaqueo del árbol: “Maestro”, le dijo, “yo no soy digno de recibirte en mi casa. ¿Quién soy yo para que me visites?” Luego, muy amablemente le dijo: “Pasa por favor con tus acompañantes”. Al llegar ya al patio, en voz baja añadió: “En verdad, en verdad te digo que pagaré todas mis deudas, que ya no egañaré a nadie, y devolveré lo que he robado, que es mucho”.

Al llegar nuevamente a Jerusalén, se acercó a Jesús el escriba fariseo Manasés hijo de Elías. En tono melífluo le dijo: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para llegar a la vida eterna?”. Sin disimular su asombro Jesús le dijo: “Eres maestro en Israel. ¿Qué has leído y qué enseñas al respecto?”. Manasés pensó un rato. Sintió que si no respondía bien quedaría mal ante la gente. Sin pestañear dijo: “Amarás al Señor tu Dios con toda tu mente, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y amarás al prójimo como a ti mismo”. Jesús, mirándolo fijamente le dijo: “Vive en conformidad a lo que has leído. Haz lo que enseñas y llegarás a la vida eterna”.

Manasés calló un rato, y con una sonrisita medio burlona dijo: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús le dijo: “Te contaré una historia. Escucha atentamente. Un alfarero estaba yendo de Jerusalén a Jericó con tres mulas cargadas de cántaros y macetas para venderlos en la feria. De pronto, cuatro hombres se acercaron en actitud agresiva. Los asaltantes portaban armas, pero daba lo mismo. El alfarero no podía hacerles frente. Lo maniataron, lo golpearon con sus bastones, y dejándolo en el camino muy maltratado, se fueron a Jerusalén con las mulas y el cargamento del alfarero. Al poco rato, montados a caballo, pasaron por ahí un sacerdote y un levita. Ellos vieron al hombre herido que yacía en una acequia, pidiendo ayuda con voz claramente audible. Lo vieron pero no se movieron. Siguieron adelante pues tenían que recaudar fondos de la sinagoga de Jericó para el templo de Jerusalén. Mucho tiempo después, un comerciante samaritano, natural de Sicar, que iba montado en un burro, y tenía otro sin carga, pues pensaba regresar con un cántaro de vino, oyó los gritos del hombre herido. Sin dudar un instante se apeó de su cabalgadura. En el otro burro tenía vino y aceite. Con el vino y el aceite friccionó al herido. Quitándose el manto, con las mangas de su camisón improvisó unas vendas, aliviando así de algún modo al hombre herido. A duras penas lo hizo montar en el otro burro. El hombre, que a ratos iba callado, a ratos se quejaba, trataba en vano de contar al samaritano lo que le había sucedido, pero las palabras no salían claramente de su boca. Al borde del camino había una posada. Entró con el herido en brazos y pidió al posadero que lo alojara y cuidara hasta que se repusiera. El posadero no mostró mucho interés, y más bien parecía molesto. El samaritano le dijo: “Aquí te dejo 10 denarios para que lo atiendas bien. Creo que hará falta que lo vea un curandero. Si gastas más, yo te pagaré más cuando regrese, que será mañana más o menos a esta hora”.

Cuando terminó de hablar, Jesús dijo al escriba: “El asaltado, los asaltantes, el sacerdote, el levita y el posadero eran judíos. El comerciante era samaritano. Dime, ¿Cuál de ellos amó al hombre herido?”. El escriba calló. Se dio cuenta de que los ojos y los oídos de los que estaban allí presentes, estaban concentrados en él. Tragando saliva dijo: “El samaritano”. Y Jesús le dijo: “Haz tú lo mismo y vivirás eternamente”.

Jesús, Simón, Santiago, Andrés y Juan se quedaron en Jerusalén un tiempo más con el objeto de anunciar la buena nueva en los pueblos vecinos. María, la madre de Jesús y los demás compañeros regresaron a Galilea. Jesús les dijo: “Vuelvan a los pueblos que ya hemos visitado antes, anuncien la buena nueva y la llegada del reino, curen a los enfermos y consuelen a los tristes. Inviten también a nuestros amigos, a los de nuestra familia extensiva, para que también ellos hagan lo que les dije a ustedes que hagan”.

Otra María, la madre de Jacob y Juan, puesta de rodillas le dijo a Jesús: “Maestro, cuando establezcas tu reino, haz que mi Jacob esté a tu derecha y mi Juan a tu izquierda”. Se acercaron también Jacob y Juan. Jacob dijo: “Te ayudaremos lo mejor que podamos para que todos sepan que eres el rey de Israel”. Simón Roca se indignó, y Jesús supo de inmediato que su indignación no se debía a la actitud poco humilde de los hijos de Zebedeo, sino a que él pensaba que sería una especie de lugarteniente del Ungido”. Jesús, no enojado sino sonriente, los miró a ellos y a los demás discípulos y dijo: “Son los últimos los que serán los primeros”. Nadie entendió nada.

En Judea de inmediato corrió la voz de que Jesús de Nazaret había llegado. En sus recorridos por los pueblos de Judea acompañaban a Jesús sus nuevos seguidores, los judeos Rut, esposa de Juan el Bañante, María de Magdala, Cleofás hijo de Yoram y su esposa María, Benjamín hijo de Dan, Jonatán de Belén hijo de Eliud, Marta, María y Lázaro de Betania, y Juana. A todos ellos los envió Jesús de dos en dos a los lugares adonde pensaba ir él. Les dijo: “Hablen del amor de Dios a los hombres. Díganles que recuerden las palabras de Juan el Bañante que se limpien de sus pecados y sean fieles a la alianza que como israelitas, han hecho con Dios”.

Regresó Jesús a Galilea con Simón, Andrés, Jacob y Juan. Ya en Samaria, cerca del pueblo de Sicar, Jesús envió a ese pueblo a sus discípulos a comprar alimentos. “Estoy muy cansado”, les dijo. “Los esperaré en el pozo de Jacob”. Al llegar al pozo, vio que venía de Sicar una mujer con un balde de madera, atado con un lazo. La saludó con el saludo de paz: “La paz contigo”. La mujer, un poco extrañada, respondió: “La paz contigo”.

Jesús le dijo: “Mujer, por favor préstame tu balde. Estoy muy cansado y tengo sed”. La mujer, sin decir nada, le dio el balde. Jesús lanzó el balde al pozo y lo sacó lleno de agua hasta el borde. Haciendo cuenco con sus manos tomó agua. Luego se mojó la cara y agradeció a la mujer. Ella, en tono amable le dijo: “Me extraña que siendo tú judío, hables a solas con una mujer samaritana, y me parece raro también que me pidas que te dé agua”.

Jesús le dijo: “Si supieras quién soy yo, tú me pedirías que te dé agua, y yo te daría agua de una vertiente siempre manante”. “¿Estás bromeando? Este pozo es el único aquí, y por más que camines dos días no encontrarás ni pozo ni manantial. Además, no tienes balde, y has tenido que pedirme que te preste mi balde”. Jesús le dijo: “Quien toma el agua de este pozo volverá a tener sed. En cambio, quien tome el agua que yo tengo, de una vertiente que no se seca, nunca más tendrá sed”. La mujer, intrigada, lo miró con atención, y sintió la sensación de estar frente a un hombre bueno y de mente sana, no frente a un chiflado. Casi sin darse cuenta de lo que decía, dijo: “Dame esa agua, y así no tendré que venir cada día a este pozo. Tendré agua para apagar mi sed y la de mis familiares, para cocinar, para regar mis plantas y para lavar y limpiar”.

Jesús volvió a mirarla fijamente, con su habitual mirada de bondad y le dijo: “Has hablado de tus familiares. Llama a tu marido”. La mujer lo miró, ya más intrigada. No vio en él sino a un hombre bueno. Como impelida por una fuerza interior, dijo: “No estoy casada”. Hubo otro rato de silencio. Jesús, poniendo sus manos en uno de sus hombros le dijo: “Sí, el hombre con quien vives no es tu marido. Este es el sexto hombre con el que vives, y nunca te casaste”. Hubo un silencio mucho más prolongado. Era evidente que la mujer estaba sorprendida pero no enojada. Por fin dijo: “Mi señor, es imposible que sepas lo que me acabas de decir. No me conoces ni nunca has estado en mi pueblo”. Calló otra vez y volvió a hablar, diciendo: “¿Eres un profeta?”.

Se notaba que la frialdad, la curiosidad y la sorpresa habían dado paso a la amistad y a la confianza. La mujer echó el balde al agua. Jesús le ayudó a jalar el balde. Los dos se sentaron en el brocal, y ella le dijo a Jesús: “Mi señor, siempre he tenido una duda. Ustedes dicen que hay que adorar a Dios en Jerusalén y nosotros decimos que hay que adorarlo en el cerro Garizim. Yo he preguntado a nuestros maestros y ellos me han dicho que en los tiempos antiguos, mucho antes de que se construyera el templo de Jerusalén, se erigían altares en los cerros, como lo hizo siempre nuestro padre Abraham, y que por eso, nosotros adoramos a Dios en el cerro Garizim”

Jesús le dijo: “Como has dicho, nosotros los judíos adoramos a Dios en el templo de Jerusalén, y ustedes en el cerro Garizim. Lo importante es que en ambos sitios se hable con Dios como un hijo con su padre, como un amigo con su amigo. Dios no se fija dónde lo estás adorando, sino cómo lo estás adorando. Puedes también adorarlo en tu casa. Puedes adorarlo mientras vas con tu balde de agua a Sicar. Cuando hablamos con Dios en el templo de Jerusaén o en el cerro Garizim, o en las sinagogas, debemos hacerlo pensando más en los demás que en nosotros mismos. Hay que hablar a solas con Dios en el santuario del corazón, pero también hay que hablar con Dios en público, en compañía de los hermanos”.

“¡Qué bien hablas!”, dijo la mujer. “Cuando venga el Ungido nos aclarará todo. Algunos dicen que el Ungido ya ha llegado, pero las noticias no nos llegan muy claramente. Primero hablaban de un hombre llamado Juan, que baña a la gente en el río Jordán. Algunos de Sicar fueron a oírlo y quedaron impresionadísimos. Pero él había dicho que no es el Ungido, sino el que llegó primero para preparar los corazones para que lo reconozcan cuando llegue. Otros dicen que el Ungido es un galileo del pueblito de Nazaret, llamado Jesús. Yo me pregunto “¿será ése el Ungido o hay que esperar a otro?”.

Jesús la miró con mucho amor, y suavemente le dijo: “El Ungido está hablando contigo. Soy yo”. La mujer se levantó como impelida por un resorte, como si la estuvieran jalando con fuerza desde arriba, y al hacerlo hizo caer el balde. Jesús volvió a tirarlo al pozo. Se dio cuenta de que la mujer se había ido. La vio corriendo en dirección a Sicar. Simón, Andrés, Jacob y Juan, que desde lejos la habían visto hablando con Jesús, se asombraron de que éste estuviera hablando con una mujer samaritana. Al cruzarse con ellos, la mujer no los vio. Estaba corriendo. A los discípulos les llamó la atención su alegría desbordante. Al llegar al pozo, no le preguntaron nada a Jesús. Sacaron de sus alforjas pan e higos y pusieron en el brocal tres botas de vino.

Estaban aún comiendo y charlando, cuando vieron que venían con paso rápido unas diez personas. Eran hombres, mujeres y jovencitos. Al ver que se acercaban con tanta rapidez, Simón hijo de Jonás puso maquinalmente la mano en el pomo de la espada que estaba en su cintura. La mujer que estuvo hablando con Jesús encabezaba al grupo con paso resuelto.

Estando ya todos muy cerca del pozo, Simón se tranquilizó. Los samaritanos no venían en actitud hostil. Los discípulos de Jesús se admiraron mucho al ver que venían pacíficamente. Al llegar, algunos ancianos se acercaron a Jesús y le dieron el beso de paz, y todos los demás lo saludaron con una profunda reverencia. Uno de los ancianos, de aspecto muy venerable, se presentó: “Soy Efraín de Sicar. Hemos oído hablar mucho de ti, Jesús de Nazaret. Mi hija Lía quiere que nos visites. Veo que estás con acompañantes. Ellos también están invitados. Te ruego que aceptes nuestra hospitalidad”. Cuando regresaban a Sicar, los discípulos reconocieron al comerciante que les había vendido los alimentos. Este también los reconoció. Le dijo a Simón hijo de Jonás: “Ya me estaba pareciendo que ustedes no eran como otros galileos, engreídos y orgullosos. Te digo que ustedes son los primeros galileos que no me dan miedo”.

Jesús y sus discípulos cenaron en la casa de Efraín de Sicar. Con mucha habilidad, Efraín hizo preguntas a Jesús sobre lo que dijeron los profetas acerca del Ungido. Cuando Efraín empezó a abordar el tema, Simón le dijo: “¿Leen ustedes los profetas? Me habían dicho que ustedes sólo leían la Tora” [11]. Efraín sonrió. “Eso creen todos los judíos, tanto los judeos y los galileos como los griegos. En nuestro templo y en nuestras sinagogas sólo leemos la Tora y cantamos los salmos, pero en nuestras yeshivas [12] leemos y estudiamos los escritos, los profetas y los libros de sabiduría”.

Terminada la cena, se reunieron en el inmenso patio de la casa unas cincuenta personas. Jamás habían visto los discípulos de Jesús a gente tan atenta. Nadie le pidió curaciones. Todas las preguntas iban dirigidas al cumplimiento de los mandamientos de Dios, al comportamiento de las personas con el prójimo. Pidieron a Jesús que les explicara lo que dijeron los profetas acerca del Ungido. Al principio, antes de que oscureciera, Jesús fue explicando los escritos del los profetas, rollo en mano. Pero cuando ya se hizo de noche, citó pasajes enteros de memoria, con gran admiración de sus oyentes, tanto de sus discípulos como de los samaritanos. Nadie afirmó que Jesús era el Ungido. Tampoco le preguntaron directamente. Jacob oyó que en voz baja uno de los samaritanos le dijo a Lía: “Al ver tu cara ya te creí que habías visto al Ungido, pero ahora creo porque lo he visto y escuchado”.

Jesús y sus discípulos se quedaron a dormir en la casa de Efraín, y al día siguiente, muy temprano, reiniciaron su viaje a Cafarnaúm. En el camino, Simón le dijo a Jesús: “Nos dijiste que no prediquemos a los samaritanos, y tú te has pasado casi hasta el amanecer predicándoles”. Jesús le dijo: “Yo no los he buscado. Ellos han oído la voz de Dios en sus corazones. Cuando ustedes se sientan impelidos a obrar por amor, háganlo. Recorran los caminos de Galilea y Judea predicando la buena nueva. Si en el camino ven a un no israelita que se les acerca para oír lo que ustedes dicen, sigan hablando, y ábranles a ellos su corazón. Ya llegará el momento en que la iniciativa de hablar a los gentiles deberá salir de ustedes”

Ya en Galilea, después de haber visitado algunos pueblos, al comenzar el shabat, cuando Jesús y sus discípulos se dirigían a la sinagoga, al pasar por un campo de trigo Juan sacó unos cuantos granos y se los llevó a la boca. Dos escribas lo vieron. Uno de ellos, muy alarmado, con el ceño fruncido y agitando una mano, le dijo con torpeza: “¡Es shabat! ¡No puedes trabajar!”. Al oír eso Jesús se acercó al escriba y le dijo: “¿No has leído en el libro de Samuel que David, siendo Abiatar sumo sacerdote, entró al templo con sus soldados hambrientos y todos comieron los panes de las ofrendas, que según la ley sólo pueden comer los sacerdotes? No puedes tapar el amor con la ley. El sábado está al servicio del hombre, y no el hombre al servicio del sábado”.

En la sinagoga no lo invitaron a leer el libro. Jesús vió que muy cerca de él estaba un hombre que tenía el brazo derecho anquilosado. De inmediato se dio cuenta de dos cosas. De que el hombre, pensando que su mano se había paralizado en castigo por sus pecados, pedía perdón a Dios, y de que algunos escribas y fariseos se preguntaban si se atrevería a curarlo en día de shabat. Acercándose al enfermo Jesús le dijo: “Para que sepas que Dios te ha perdonado, tu mano ya está sana”. El enfermo se acercó a Jesús y con su mano ya sana le tomó la mano y se la besó. Dirigiéndose a los escribas y fariseos, Jesús les dijo: “El día shabat no impide hacer el bien al prójimo”.

Estaban en la sinagoga unos herodianos que vieron lo sucedido. Y aunque a ellos no les importaba trabajar en shabat, habiendo oído hablar de Jesús, y pensando que era un jefe guerrillero, se acercaron a los escribas y a los fariseos y les dijeron indignados: “¿Cómo permiten que ese hombre convierta la casa de Dios en teatro?”. Ellos le dijeron: “Ya estamos cansados. Este hombre se ríe de nosotros. Nos llama hipócritas y sepulcros blanqueados. No deja de insultarnos. La gente ya no nos tiene respeto. Mañana iremos a Jerusalén a hablar con los ancianos”.

Jesús se fue con sus seguidores a un lugar apartado y les dijo: “No juzguen a los demás. Perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará una buena medida, apretada, remecida, rebosante. Con la medida con que midan a los demás serán medidos ustedes. Un ciego no puede guiar a un ciego. Si lo hace, ambos se tropezarán y caerán. No deben fijarse en la pajita que ven en el ojo ajeno. Fíjense en el tronco que tienen en el ojo. Cuando se saquen el tronco del ojo, recién podrán sacar la pajita del ojo ajeno. Reciban en sus corazones la palabra de Dios como la tierra recibe la semilla. La semilla crece en el seno de la tierra receptiva, no en un camino, ni en terreno pedregoso ni entre espinos. La planta se desarrolla y da frutos en abundancia solamente cuando ha recibido el agua viva de la lluvia y de la acequia”.

Al regresar una noche de la sinagoga de Cafarnaúm oyó Jesús que Simón le decía a Jacob: “¿Tú crees que Jesús es realmente el Ungido?”. “Yo sí. ¿Tú no?”. “¡Sí, sí, pero…”. ¿Pero qué?”. A esto intervino Juan: “¿Simón, tú dudas?”. Simón dijo: “Yo no dudo en absoluto. Estoy seguro de que Jesús es el Ungido, porque se lo ve lleno de amor y habla del Reino de los cielos como nunca nadie ha hablado hasta ahora, y sus obras admirables, todas brotadas de su corazón misericordioso, nos hacen ver que es el hijo de Dios. de su corazles son ses decs como nunca nadie ha hablado hasta ahoraste por eso pedl hombre estaba erendas, que seg hombrestaban ya alarmados fro se oyeran los truenos y se vieran los relr en estos casos. y Jacob se interpusieron entre Si He preguntado a la gente. Antes decían que era el Ungido, y como ustedes saben, muchas veces han querido que lo proclamemos rey. Ahora ya no dicen eso. Dicen que es un profeta muy grande, tal vez Elías que ha vuelto a la vida “.

Jesús se acercó y les preguntó: “Ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Simón, de inmediato, antes de que los otros pudieran abrir la boca dijo: “Tú eres el Ungido, el Hijo de Dios viviente”. Jesús puso su mano derecha sobre el hombro izquierdo de Simón y le dijo: “Tienes que sentirte muy contento, Simón hijo de Jonás, porque lo que acabas de decir ha brotado de tu corazón, que ya escucha la voz de mi Padre que está en el cielo. Tus palabras no provienen de la carne y de la sangre”.

Jesús, con un signo de la mano llamó a los otros compañeros, y poniendo a Simón delante de ellos, le dijo: “Tú eres roca, y yo te digo que sobre esta roca edificaré la asamblea convocada por Dios. Esa asamblea, mi asamblea, estará siempre firme sobre la roca, y el mal que la atacará por dentro y por fuera no la vencerá”. Jesús vio que sus palabras habían causado una alegría inmensa en sus doce amigos, sus seguidores. Sus rostros expresaban una satisfacción indescriptible. Leyendo en sus corazones y en sus mentes vio al mismo tiempo que, como en el resto de la gente, en la palabra Ungido, al ser escuchada o pronunciada, no estaban en el mismo plano de importancia su condición de sacerdote, rey y profeta. Era la palabra “rey” que sobresalía, dejando en la penumbra al sacerdote y al profeta.

Jesús, interrumpiendo su desborde de alegría, les dijo: “Amigos, yo no seré rey en la tierra de Israel, ni en ninguna otra parte de este mundo. No piensen que he venido a expulsar a los romanos. Yo ya soy rey, pero mi reino no es un reino que se apoya en el poder y la fuerza de los hombres. Yo reino en los corazones. Mi reino ya ha comenzado, ya esta aquí, pero no se acabará aquí sino en el Reino del cielo. Les he dicho ya que para que un grano de trigo dé frutos, debe entrar primero al corazón de la tierra, donde tiene que deshacerse, y sólo así, pasando de la oscuridad a la luz, dará frutos abundantes. Yo soy hijo de hombre, y como todo hijo de hombre, tengo que morir. Voy a a ir a Jerusalén, y allí me matarán, pero soy también hijo de Dios, y como hijo de Dios, recobraré la vida”.

Simón Roca, obnubilado, no prestó atención a las últimas palabras de Jesús. Agarrándolo del brazo, con los ojos llameantes le dijo enérgicamente: “¡No irás a Jerusalén!. ¿Qué te imaginas? Nosotros no vamos a permitir que esos animales del sanedrín te detengan. ¡Tú no te vas a mover de aquí!”.

Deshaciéndose suavemente del apretón de la mano fuerte de Simón, Jesús le dijo: “Cálmate, Simón Roca, ahora estás hablando sin prestar atención a la voz de mi Padre. De tu boca brotan palabras puramente humanas. Razonas como hombre que no ora, no como creyente que tiene el corazón puesto en Dios. ¿Cómo se te ocurre sugerirme que me desvíe de mi camino? Aléjate de mí, a fin de que yo pueda ir a donde tengo que ir”. Simón Roca bajó la cabeza y se quedó anonadado, como petrificado. Al oír lo que dijo Jesús, sus doce amigos se entristecieron.

Ocho días más tarde Jesús decidió presentar ante los ojos de Simón Roca, Jacob y Juan un anticipo de la vida que llega después de la muerte. Los llamó y les dijo: “Iremos a esa colina a conversar con el Padre que está en el cielo”. Ya en la colina, los cuatro de pie, con las manos cruzadas en el pecho, y con la cabeza en alto, se pusieron en contacto con el Padre que está en el cielo.

Al cabo de tres horas, Simón Roca, Jacob y Juan, vencidos por el sueño se echaron en el suelo. Una luz despertó a Jacob. Se restregó los ojos. Vio tres figuras iluminadas, con vestiduras blancas como la nieve. En el medio estaba Jesús, y a sus lado dos desconocidos. Jacob despertó a Simón Roca y en voz baja le dijo: “¿Quiénes son esos que están al lado del maestro?” Efectivamente, dos hombres estaban al lado de Jesús. Simón Roca dijo: “Estamos soñando”. Jacob le dijo: “¿Pueden dos personas soñar lo mismo al mismo tiempo?”. “Parece que sí”. Simón Roca dio un codazo a Juan. Este despertó sobresaltado. La luz brillante le hizo cerrar los ojos. “¿Qué es eso?” dijo.

Los tres amigos estaban al mismo tiempo lejos y cerca de Jesús y de los dos personajes. La brillante luz los alejaba, pero también los acercaba. Oyeron claramente la voz de Jesús: “Están conmigo Moisés y Elías. La ley y los profetas. La ley y los profetas predijeron que llegaría este momento. El pueblo de Israel ha cumplido su misión de hacer pasar la luz a todas las naciones”.

Simón Roca sintió una paz profunda en su corazón, y una alegría desbordante. “No nos moveremos de aquí”, dijo. Dirigiéndose a Jesús añadió: “Vamos a hacer tres enramadas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Las nubes cubrieron la colina. Voz divina más que humana dijo: “Este es mi hijo el elegido. Escúchenlo”. Desapareció la luz, y con la luz desaparecieron también Moisés y Elías. Al reunirse con los demás amigos, Simón, Roca, Jacob y Juan les contaron lo que habían visto y oído. Tomás les dijo: “Ustedes están soñando. Eso no puede suceder”. Jesús se acercó a ellos y les dijo: “Ha llegado la hora. Mañana iremos a Jerusalén”. Esta vez Simón Roca no se opuso. Iniciaron el viaje todos en silencio, sumidos en sus pensamientos.

Como ya se acercaba la Pascua, Jesús, su madre María, sus doce acompañantes y alrededor de setenta discípulos, hombres y mujeres, viajaron a Jerusalén. Pasado ya el último pueblo de Galilea, en zona despoblada, al llegar a Samaria oyeron cencerros. Aparecieron diez leprosos, horribles, flacos, mal vestidos. Desde lejos gritaron: “¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!”. Sin reflexionar, los discípulos se alejaron corriendo. Jesús se acercó a los leprosos. Puso sus manos en sus cabezas. A cada uno le dijo: “Queda limpio”. Señalando el camino que va a Jerusalén les dijo: “Preséntense al sacerdote de turno. Los examinará y les dará el certificado de sanidad”. No se atrevían a moverse. “¡Dejen sus cencerros y vayan a Jerusalén!”, dijo Jesús. Jesús supo de inmediato que uno de ellos era samaritano. Poniendo su mano en hombro del samaritano dijo: “Tú anda al cerro Garizim”. Ya sin titubear se fueron todos con paso rápido. En el camino, al mirarse entre ellos se dieron cuenta de que estaban totalmente limpios. Se miraron asombrados. Algunos examinaron sus manos y se tocaron la cara. Llenos de alegría siguieron su camino. Todos aceleraron el paso, y algunos se fueron corriendo.

Al cabo de un rato, el samaritano se detuvo y regresó. En un cruce de caminos esperó la llegada de Jesús. Percibió que los acompañantes de Jesús seguían teniendo miedo. El que había sido curado se arrodilló ante Jesús, le besó la mano y le dijo: “Bendito seas tú, Jesús de Nazaret, que vienes en nombre de Dios”. Jesús lo abrazó y lo bendijo nuevamente. Cuando el hombre se fue dijo: “Los curados fueron diez: nueve israelitas, entre galileos y judeos, y un samaritano. Sólo este samaritano ha regresado para dar gracias”.

Ya en Samaria, al ponerse el sol, Jesús envió a Felipe y Tomás al pueblo más cercano para pedir que los alojaran. Una hora más tarde regresaron cabizbajos, Felipe molesto, y Tomás enojado. Tomás le dijo al maestro: “No nos quieren dar alojamiento”. Jacob hijo de Zebedeo estalló repentinamente, como un trueno, y le dijo a Jesús con voz enérgica: “¡Haz llover lluvia de fuego sobre esos tipos!”. Jesús lo miró fijamente, pero no enojado sino sonriente: “¿No has aprendido nada, Jacob hijo del trueno? Los samaritanos son nuestros hermanos. Acuérdate que nos recibieron en Sicar. Allá irán ahora tú y tu hermano Juan, a la casa de Efraín, a pedir que nos alojen”.

Jesús y sus discípulos fueron recibidos en la casa de Efraín de Sicar con todo afecto. Antes del almuerzo, Lía, la hija de Efraín, que había sido la primera samaritana en aceptar a Jesús como el Ungido, ungió los pies de Jesús con perfume de nardo. Jesús sintió que también unas lágrimas lo mojaron. Se inclinó ante Lía y le dijo: “Tus pecados están perdonados”. Judas Iscariote pensó en su interior: “¡Qué despilfarro! Hubiera sido mejor vender ese perfume y darlo a los pobres”. La mirada de Jesús se posó en él con asombro y tristeza.

Tres días antes de la fiesta de Pascua, llegaron a Jerusalén Jesús, los doce, María, la madre de Jesús, y alrededor de 30 discípulos, hombres y mujeres. Jesús y los doce se alojaron en Betania, en la casa de Marta, María y Lázaro. María, la madre de Jesús y algunas discípulas se alojaron en la casa de Rut, la viuda de Juan el Bañante. Otros discípulos encontraron fácilmente alojamiento en casas de parientes y amigos.

Un amigo de Lázaro de Betania, llamado Samuel, hombre rico, tenía varias casas que alquilaba durante las fiestas de las Tiendas, de Pascua y de Pentecostés, a peregrinos recomendados por personas de confianza. Lázaro consiguió por una suma modesta, que Samuel alquilara una de sus casas, situada en pleno centro de Jerusalén, a Jesús y a sus doce acompañantes.

Jesús, que había llegado muy cansado a Betania, caminaba con mucha dificultad. Cuando ya debían ir a Jerusalén, Jesús y sus doce discípulos, Marta le dijo a Lázaro que le dé su burro, pues Jesús en esas condiciones no estaba en condiciones de ir a Jerusalén a pie. Jesús se resistió un poco al ofrecimiento, pero tuvo que doblegarse ante la insistencia de Marta.

Emprendieron la marcha a Jerusalén, Jesús montado en el burro, y Lázaro y los doce a pie. Cuando ya llegaban a Jerusalén, un número grande de adultos y niños, al ver a Jesús gritaron: “¡Viva el hijo de David!”. Después de un almuerzo frugal en la casa de Samuel, el amigo de Lázaro, Jesús y los doce se fueron al templo. En el atrio los vendedores de vacas y ovejas gritaban a voz en cuello. Una cantidad incontable de judíos (judeos, galileos y de las diásporas) se trenzaban en enconados regateos.

Jesús se dio cuenta de inmediato de que la mayoría de los que estaban allí presentes estaban muy lejos de ofrecer a Dios sus corazones, juntamente con sus oblaciones. Eran adoradores del dios Dinero. Con ira controlada volcó la mesa de uno de los vendedores de vacas, diciendo: “¡Dice el Señor: ‘Mi casa es casa de oración’, y ustedes la han convertido en antro de ladrones!”.

Unos levitas se acercaron a Jesús y lo sacaron por la fuerza del atrio. El entró al templo con Lázaro, los doce y otros discípulos. Vio a una viejita que depositó una moneda en la gran alcancía que estaba a la entrada. Poco después, un judeo, ostensiblemente descargó en la alcancía una bolsa de monedas. Jesús les dijo a sus acompañantes: “Esa viejita ha dado más que el hombre rico”.

Ese mismo día se acercó a Jesús un israelita helenista, llamado Esteban, y le dijo que él estaba muy preocupado porque llegaban en esos días a Jerusalén muchos israelitas de Antioquía y no había sitio para alojarlos. Le dijo: “Maestro, tú conoces más gente que yo. Tal vez puedas conseguir de tus amistades el dinero suficiente para alquilar un local para el tiempo que va desde Pascua hasta Pentecostés”. Jesús le dijo que lo ayudaría. Ahí mismo, delante de Esteban, le pidió ese favor a Lázaro de Betanía. Este le dijo a Esteban que al día siguiente le daría el dinero necesario. De que se fue Esteban, Jesús ordenó a Judas Iscariote, que era el administrador del dinero de la pequeña comunidad de los doce, acompañar a Lázaro a Betania para recibir la suma pedida y dársela luego a Esteban.

De regreso de Betania, Judas Iscariote, vencido por la lujuria, gastó en un prostíbulo buena parte del dinero que había donado Lázaro. Al día siguiente, con la cabeza empapada en vino, fue a ver a Manasés hijo de Elías, que era de su mismo pueblo, y le dijo: “Denme doce monedas de plata y yo los ayudaré a prender a Jesús cuando no esté rodeado de gente ni en el templo ni en las calles”.

El día anterior al shabat, Jesús resolvió celebrar la cena pascual con sus discípulos. Judas Iscariote llegó temprano con todo lo necesario para la cena. Jesús vio que rehuía su mirada. Le levantó la cabeza y le dijo: “Judas, creo que estás enfermo en el espíritu. Dime lo que tienes y quedarás limpio”. Sin decir palabra Judas salió de la sala.

Ya reunidos en la sala para la cena, estando todos reclinados en el lado izquierdo conforme a lo establecido, Juan se dispuso a lavar los pies de Jesús y de sus compañeros. Andrés, a su lado, bañador y toalla en mano se acercó a Jesús. El, quitándole la toalla a Juan, y despidiéndole con un ademán de la mano, se dispuso a lavar los pies de Simón Roca. Este, horrorizado, retiró rápidamente su pie y le dijo: “Maestro, ¿cómo me vas a lavar tú a mí mis pies?”. Jesús le dijo: “Si soy tu maestro tú eres mi discípulo y tienes que aprender a hacer lo que yo estoy haciendo ahora”.

Jesús, ya de rodillas, y mirando a todos, dijo: “Los he elegido a ustedes no para que se hagan servir por los demás, sino para que ustedes sirvan a los demás. Lo que estoy haciendo yo con ustedes, háganlo ustedes con todas las personas”. Todos entendieron que ese acto significaba humildad y amor a los demás.

En la cena Simón Roca sirvió una copa de vino a Jesús y a los compañeros. Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: “Alabado seas, Señor Dios nuestro, rey del universo, que has creado el fruto de la vid. Alabado seas, Señor Dios nuestro, rey del universo, que nos has elegido entre todos los pueblos y nos has elevado por encima de todas las naciones y nos has santificado por medio de tus mandamientos. Señor Dios nuestro, por tu amor nos has dado las fiestas para que estemos alegres. En esta fiesta de los ácimos nos has convocado para que recordemos nuestra salida de Egipto. Nos has elegido entre todos los pueblos y nos has santificado. Alabado seas, Señor, que santificas a Israel en las fiestas solemnes”.

Todos se reclinaron en los cojines en el lado izquierdo y bebieron el vino de sus copas. La ceremonia se fue llevando a cabo según el ritual acostumbrado. Jesús levantó el pan a lo alto y dijo: “Este es el pan de pobres que hemos comido en Egipto. El que tiene hambre que lo reciba y coma”. Después de llenar de vino las copas, Juan, el más joven de todos, hizo las preguntas rituales:

“¿Por qué esta noche se distingue de las demás noches? Todas las demás noches podemos comer pan con levadura o pan sin levadura, y esta noche solamente pan sin levadura. Todas las demás noches podemos comer toda clase de hierbas, y esta noche solamente hierbas amargas. Todas las otras noches podemos comer sentados o inclinados y esta noche solamente inclinados”.

Todos juntos fueron diciendo que habían sido esclavos del faraón en Egipto, y que el Señor Dios de Israel los había sacado de la tierra de esclavitud con mano fuerte y poderosa. Terminada la larga rememoración de la huída de Egipto, todos los presentes, lavándose las manos recitaron: “Alabado seas, Señor Dios nuestro, rey del universo, que nos has santificado por medio de tus mandamientos y nos has mandado que nos lavemos las manos”.

Simón Roca presentó a Jesús la charola de panes, que fue pasando de mano en mano. Jesús, apartándose del rito acostumbrado, mirando a sus discípulos, sus amigos, les dijo. “Este pan soy yo”. A una señal de Jesús, todos, con un pan en la mano dijeron: “Alabado seas Señor, Dios nuestro, rey del universo, que nos has santificado por medio de tus mandamientos y nos has ordenado comer el pan ácimo”.

Al final de la cena, Simón Roca sirvió vino nuevamente a todos. Jesús dijo: “Este vino es mi sangre que será derramada por ustedes y por todos los hombres. Es la copa de la alianza de Dios con todos los hombres. Siempre que coman el pan y tomen el vino recordando este momento, me recibirán a mí en sus corazones”. Los discípulos teniendo en alto la copa dijeron: “Alabado seas, Señor Dios nuestro, rey del universo, que has creado el fruto de la vid”.

Terminada la cena, cuando todos estaban informalmente acomodados, unos sentados en cojines en el suelo, otros reclinados en los divanes, Jesús le preguntó a Tomás: “Si cortamos una rama de la vid, esa rama, separada ya del tronco ¿podrá dar uvas?”. Tomás lo miró. Le pareció tan obvia la respuesta, que quedó con la boca abierta a punto de hablar, pero no dijo nada. Simón Roca se le adelantó y dijo: “No, maestro, si cortamos una rama de un tronco, esa rama no podrá dar frutos”.

Jesús, mirando a todos, dijo: “Al pensar en lo que les he dicho, ¿qué idea les viene a la mente?”. Como todos callaban, Juan levantó la mano y dijo: “Maestro, tú eres la vid y nosotros las ramas. Si no nos mantenemos unidos a ti, no podremos dar frutos”. “Bien has respondido, Juan hijo de Zebedeo”, le dijo Jesús. Y mirando a los demás añadió: “Para que puedan amar a todos los hombres, es necesario que pidan a Dios la fuerza de amar y él les concederá”.

Los discípulos presentían ya que se iba a producir de un momento a otro la detención de Jesús. Silenciosos, o hablando en voz baja, siguieron a Jesús que se dirigía, como de costumbre, a un lugar llamado Getsemaní, en el cerro de los olivos. Getsemaní era una pequeña hoyada, donde había más olivos que en otros sitios. Los discípulos estaban ya habituados a quedarse antes de la hondonada. Como siempre, Jesús se internó en la hondonada con Simón Roca, Jacob y Juan.

Jesús les dijo a sus tres acompañantes: “Déjenme un rato solo. Quédense ustedes aquí”. Juan percibió en su rostro una tristeza jamás vista hasta entonces. Se le acercó y le preguntó: “¿Maestro, te encuentras bien?”. Jesús le respondió: “Gracias por preguntarme. Estoy muy triste y quiero estar solo un momento”, y se alejó unos cien pasos.

El primero en sentir ruido de gente que se aproximaba, fue Simón Roca. Despertó a Jacob y Juan, que estaban dormidos, y los tres fueron en busca de Jesús. Llegaron corriendo los otros discípulos. Con voz de angustia Tomás gritó: “¡Vienen hombres con espadas y palos! ¡Hagan escapar al maestro!”. Juan miró a Jesús y vio que estaba sereno. Su rostro, desaparecida ya la angustia, reflejaba profunda paz. Llegaron en tropel un centenar de hombres, aparentemente judeos. Jesús, Simón Roca y Juan no se movieron. Los demás discípulos se dispersaron. Judas Iscariote, que era el que encabezaba al grupo, se acercó a Jesús y le dio el beso de paz. Jesús lo miró entristecido y Simón Roca le dio violentamente un empujón que lo hizo caer al suelo.

Apartando con energía a Simón Roca y a Juan, tres hombres se acercaron a Jesús, uno de ellos con una espada y otro con una soga. Simón Roca le apretó la muñeca al que tenía la espada, se apoderó de ella, y blandiéndola, de un tajo le cercenó la oreja al que tenía la soga, un servidor del escriba Manasés hijo de Elías, conocido por todos los discípulos, llamado Malco. Jesús se agachó y repuso la oreja en su lugar. Malco le besó la mano y dejando la soga en el suelo, se fue corriendo.

Uno de los hombres intentó apresar a Simón Roca, pero éste corrió en dirección contraria a la que había tomado Malco. Simón Roca y Juan siguieron de lejos a los empleados del templo, sin hacerse ver. Cuando los apresadores llegaron con Jesús a la casa de Caifás, el Sumo Sacerdote, aprovechando que había mucha gente aglomerada en la puerta de la casa, Simón Roca y Juan, sin hacerse notar entraron al patio. Allí había cinco grandes fogatas, una en el centro y otras cuatro en cada una de las esquinas.

Simón Roca y Juan se aproximaron a una fogata situada en una esquina, y se sentaron en el suelo. Nadie se fijó en ellos. Una mujer dio una copa de vino a cada uno de los presentes. Simón Roca, al recibir su copa le dijo: “Gracias, mujer”. La mujer, notando su acento, le contestó: “Tú eres galileo”. Simón Roca le contestó: “No sabes lo que dices”. Notando que lo miraban, al cabo de un rato se fue. Juan prefirió quedarse donde estaba, para no delatarse él también.

En el momento en que se retiraba Simón Roca oyó decir: “Ese hombre andaba con Jesús de Nazaret”. Simón Roca siguió adelante. Un hombre, mirándolo fijamente le dijo: “Sí, tú eres uno de los compañeros de Jesús de Nazaret”. “No, yo no conozco a ese hombre”. Ya en la puerta de la calle, uno de los guardias lo detuvo: “Este es el que le cortó la oreja a Malco”, dijo al otro. “No sé de qué están hablando”, dijo Simón Roca”, y se alejó rápidamente. El segundo guardia impidió al primero que lo siguiera: “¡No podemos movernos de aquí!”.

En una gran sala estaban reunidos algunos sacerdotes, ancianos, escribas y fariseos. Uno de los escribas dijo: “Este hombre ha profanado nuestro templo volcando una mesa de los que recaudan dinero”. Otro dijo: “Yo le he oído decir que había que destruir el templo”. Manasés hijo de Elías con energía dijo: “No es necesario preguntar a más testigos. Todos sabemos que solivianta al pueblo contra nosotros insultándonos”. Nicodemo lo interrumpió con la misma energía: “¡No podemos condenar a nadie sin escuchar primero su defensa!”. “¡Cállate. Tú también pareces galileo!”. Nicodemo iba ya a replicar algo, cuando notó que José de Arimatea con sus ojos le dijo que no diga nada.

Aprovechando que mucha gente ya se retiraba, procurando no ser apercibido Juan salió a la calle en busca de Simón Roca. Lo encontró en una calle estrecha, oscura y desierta, llorando. Le apretó suavemente el brazo. “Juan, he dicho que no conozco al maestro”. “Simón, sé que lo quieres mucho. No llores. El maestro también te quiere”. Al cabo de un rato Juan le dijo: “Lo están llevando al pretorio”. Llegados al pretorio, vieron a unos levitas que empujaban a Jesús, que caminaba con la frente erguida, con las manos atadas. Tomás se acercó a Simón y Juan. “Dicen que Judas Iscariote se ha ahorcado”. Simón Roca y Juan no dijeron nada pero estaban tristes.

Caifás y Manasés hijo de Elías pidieron al guardia que les permitiera ver al gobernador. Esperaron mucho rato. Llegaron los levitas que tenían amarrado a Jesús. Se estaba aglomerando mucha gente. Apareció un centurión y los hizo entrar al zaguán. Allí les preguntó qué querían. “Traemos a un hombre que se hace pasar por rey del pueblo de Israel, y está organizando un gran movimiento de guerrilleros en Galilea. No queremos que el gobernador piense que el Sanedrín dirige o aprueba lo que él enseña”.

El gobernador Pontio Pilato ordenó a su edecán, el centurión Longino, que llevara a Jesús a su despacho. Allí, a solas, Pilato se sentó y Jesús permaneció de pie. Pilato lo examinó de pies a cabeza, y jugando con los pulgares hacia delante y hacia atrás, le dijo en griego: “Así que tú eres el rey de Israel”. “Estás afirmando, no preguntando”, dijo Jesús con calma. “¿Y tú afirmas que eres rey?”. “Soy rey, pero no sólo del reino de Israel, sino de todos los reinos. Mi reino comienza ahora y ya no tendrá fin”.

Pilato se levantó y fue a su aposento. Allí se sirvió una copa de vino. Su mujer le dijo en latín: “¿No te das cuenta de que ese hombre es inocente?”. “Claro que es inocente, pero es un loco. Es evidente que se cree rey, pero no tiene en absoluto la pinta de un jefe guerrillero. Me parece un loco pacífico”. Su mujer se retiró muy preocupada.

Pilato quedó pensativo un momento. Dijo a Longino: “Llama a Caio Aurelio”. Al rato se presentó el abogado Caio Aurelio, consejero de asuntos israelitas. Pilato le expuso el caso, en latín, con claridad. “¿Qué puedo hacer? Son muchos los que acusan a Jesús y están furiosos. Sé que es inocente, pero esta sedición, no dirigida por la plebe sino por las autoridades israelitas, es la peor que he visto desde que estoy aquí”. ”Me parece”, dijo Caio Aurelio, “que no se trata de asunto civil ni político sino de asunto religioso. Este caso no es de tu competencia. Entrégalo al sanedrín. Es costumbre en la fiesta de Pascua dar libertad a un reo. Presenta ante el pueblo a Jesús de Nazaret junto al más peligroso de los reos, y pregunta cuál de los dos debe ser puesto en libertad. Sin duda la gente preferirá que quede libre Jesús de Nazaret”.

Pilato llamó otra vez al edecán: “Que venga el centurión encargado de los presos”. Llegado éste, le preguntó: “¿Cuántos detenidos israelitas hay en nuestra cárcel?”. “Son 23. De ellos 21 hombres y dos mujeres” “¿Alguno ha sido ya condenado a muerte?”. “Tres: Josué hijo de Abás, judeo, hombre violentísimo, asaltante de caminos, convicto de asesinato de cinco personas, todas israelitas; Gestas y Dimas, israelitas helenistas, jefes de los piratas que se apoderaron de uno de los barcos que llevaban los impuestos a Roma”. “A esos dos”, dijo Pilato, “con seguridad que estos israelitas los dejarían libres, pero nosotros no. Trae al asesino”.

En el amplio patio del pretorio habría, como máximo, unas cincuenta personas, pero en la calle habría unas cien más. Cuando apareció Pilato, mano en alto, se impuso el silencio. Pilato en voz alta dijo en griego: “¡Es costumbre por la fiesta de Pascua dar libertad a un preso! ¿A quién quieren que ponga en libertad, a Jesús de Nazaret, que se hace pasar por rey del pueblo de Israel, o a Josué hijo de Abás, convicto de asesinatos?”. A una señal de Manasés hijo de Elías, un joven israelita helenista, llamado Saúl de Tarso, tradujo al arameo las palabras de Pilato.

Como si alguien hubiera dado una orden, en medio de silbidos la muchedumbre gritó en arameo: “¡Que Jesús de Nazaret muera crucificado!”. El edecán Longino tradujo del arameo al latín el grito del pueblo. Manasés hijo de Elías con su voz chillona gritó en arameo: “¡Suelta al hijo de Abás!”. Inmediatamente, Saúl de Tarso tradujo sus palabras al griego, y dijo Pilato en griego: “¡Jesús de Nazaret es inocente!”. El traductor Saúl de Tarso repitió en arameo, también a gritos, las palabras de Pilato.

Pilato, bajando las manos en ademán resignado dijo en griego: “Según las leyes romanas no debe morir. Si ustedes quieren ajusticiarlo háganlo según sus leyes. Lo dejo en manos de ustedes”. Después de oir atentamente la traducción hecha al arameo por Saúl de Tarso, Manasés hijo de Elías dijo en arameo: “Según nuestras leyes debería morir apedreado, pero el César ha declarado ilegal ese modo de ejecutar a un reo. Tú sabes bien que en el imperio romano se ejecuta a los criminales crucificándolos”. Pilato, tenso ya, escuchó la traducción de Saúl al griego. No dijo nada y se retiró. Tanto los israelitas como los romanos entendieron que en este caso quien calla otorga.

Saúl de Tarso le dijo a Manasés hijo de Elías: “A mi modo de ver Jesús de Nazaret no es un impostor ni un jefe de guerrilleros. No es más que un loco que se cree el Ungido. Debe ser recluido hasta que su prestigio se desvanezca, pero es muy peligroso matarlo. Sus seguidores lo pondrán por las nubes y surgirá una nueva secta que lo considerará realmente el Ungido. Hay que evitar que después de muerto viva en la memoria del pueblo. Caifás no me hará caso. Dile tú lo que yo te he dicho. He hablado con mi maestro Gamaliel y esa es también su opinión. Enciérrenlo aquí, o mejor, mándenlo a Chipre o a Iberia, pero no lo maten”.

Como la gente seguía pidiendo a gritos que Jesús fuera crucificado, Longino por orden de Pilato sacó de sus calabozos a Gestas y Dimas. Los escribas Simón de Jerusalén y Manasés hijo de Elías fueron a ver a Pilato y le pidieron que enviara guardias a la colina para evitar que sus discípulos se lo llevaran y pudieran decir que había resucitado, como ya estaban diciendo, que resucitaría al tercer día. Pilato asintió. Manasés vio que tres soldados tenían en las manos los letreros que indicaban la causa de la crucifixión. Uno de los letreros decía: “Jesús rey de Israel”. Tratando de disimular su indignación, con su voz melíflua Manasés buscó a Pilato y le dijo: “Señor, la inscripción tiene que decir: ‘Impostor que se hace pasar por rey de Israel’. Pilato respondió: “No se cambiará la inscripción. Retírense de mi vista”.

Los tres reos fueron llevados, atados de manos, y con sólo taparrabos, a la colina de las Calaveras. Un soldado romano puso en la cabeza de Jesús una corona de espinos y le dijo: “!Salve, rey del pueblo de Israel!”. Unas cien personas, guiadas por los sacerdotes, escribas y fariseos, seguían gritando: “¡Que muera crucificado!”.

En el trayecto, en las aceras y en las esquinas, mucha gente acongojada miraba pasar a los reos sin decir nada. Por las aceras, de lejos, sus discípulos seguían el lento paso de los condenados, sin poder detener sus lágrimas. Jesús caminaba repitiendo en voz baja un salmo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Soy un gusano y no un hombre. Soy la vergüenza del género humano. Se ríen de mí. Se burlan de mí. Dicen: `El confiaba en el Señor, que el Señor lo libre’. Mis enemigos no me quitan la vista de encima. Se han repartido mi ropa. Soy como agua que se derrama. Mis huesos están dislocados. Mi corazón es como cera, que se derrite delante de mí. Tengo la boca seca como una teja. Ustedes, los que honran al Señor, alábenlo. Glorifíquenlo todos los descendientes de Jacob. El no pasa por alto el sufrimiento de los pobres. Razas y naciones todas, gente de todos los rincones de la tierra, acuérdense del Señor”.

Llegados a la colina, los soldados romanos ataron a las cruces de manos y pies a los condenados. En la parte superior de la cruz de Jesús pusieron un letrero que decía en latín, griego y arameo: “Jesús rey de lsrael”. En las otras cruces estaba escrito, también en latín, griego y arameo: “Gestas enemigo de Roma” y “Dimas enemigo de Roma”. Los soldados levantaron en alto las cruces y las hicieron parar entre piedras en unos agujeros.

Los escribas y fariseos repetían una y otra vez en arameo: “¡Ha sanado a enfermos y ahora él no puede librarse de la muerte! ¡Si es el rey de Israel que baje ahora mismo de la cruz, y creeremos en él!”. Oyendo eso, el reo llamado Gestas le dijo a Jesús en griego: “Si fueras el Ungido, como dices, te librarías”. Dimas le dijo: “Este hombre es inocente”. Y mirando a Jesús le dijo: “Mi señor, cuando estés en tu reino, acuérdate de mí”. Jesús le contestó: “Ciertamente, hoy mismo irás conmigo a mi reino”. E inclinando la cabeza, dijo en voz apenas audible: “Amén”, y expiró.

Longino vio que Jesús había fallecido y que los otros dos crucificados aún vivían. Ordenó a un soldado que golpeara con un garrote las piernas de Gestas y Dimas. Después de haber golpeado a Gestas, el soldado se acercó con su garrote a Jesús. Otro soldado, al ver que Jesús había muerto, atravesó de un lanzazo su costado derecho. De inmediato, la colina quedó en tinieblas, hubo un fuerte temblor, y sobrevino una tormenta con lluvia, rayos y truenos. Un rayo iluminó las tres cruces. Longino, al ver el rostro de Jesús, tranquilo y sereno como el de un niño dormido, dijo: “Ciertamente, este hombre era el Ungido”.

En medio de la fuerte tormenta todos bajaron precipitadamente de la colina, sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos, herodianos, turba judea y soldados romanos. Longino, al ver que también se iban los soldados, ordenó enérgicamente a dos que se quedaran. No se movieron María, la madre de Jesús, los once compañeros y unos cuarenta discípulos de Jesús, hombres y mujeres. Se habían quedado también dos escribas, Nicodemo y José de Arimatea. Ellos se acercaron a Longino y le pidieron en griego que les permitiera enterrar a Jesús. José de Arimatea le dijo que en el cementerio, al otro lado de la colina, él tenía un sepulcro, preparado para él mismo, y que convenía enterrarlo ya, antes de que comenzara el shabat. Un soldado, que oyó la conversación, le preguntó a Longino en latín: “¿Dónde enterraremos a los otros dos?”. Longino dijo: “Jesús de Nazaret ha sido ajusticiado por los israelitas, y nosotros tenemos que atenernos a sus leyes y costumbres. Los otros dos han sido ajusticiados por Roma. Sus cadáveres deberán quedarse ahí”.

Nicodemo, José de Arimatea y Juan bajaron de la cruz el cuerpo de Jesús. María de Magdala le dijo a Juan que iría a buscar sábanas y perfumes. Juan le dijo que Rut la esposa de Juan el Bañante había traído ya todo lo necesario. En ese momento se presentaron los demás compañeros de Jesús. Cerrado el sepulcro con una gran piedra, los compañeros se llevaron a la madre de Jesús a la casa de Rut, esposa de Juan el Bañante. María de Magdala, María la mujer de Cleofás, Raquel, la madre de los primos de Jesús: Jacob, Judas, Simón y José, y la mujer de Zebedeo y madre de Jacob y Juan, y Juana, una discípula Judea, decidieron quedarse junto al sepulcro. Los guardias romanos trataron de impedir que se quedaran, pero no pudieron.

Al amanecer del primer día de la semana, uno de los guardias le dijo al otro en latín: “Te aseguro que yo no me he dormido. ¿Tú te has dormido?” “No”. “¿Quiénes y cuándo ha recorrido la puerta del sepulcro?”. Y luego miraron a las mujeres, que estaban también asombradas y algo decían en arameo. Las mujeres tampoco habían dormido. Oyendo las voces de los soldados, pero sin entender lo que dijeron, de Jespulcro?al otroMaría de Magdala, María la mujer de Cleofás, la otra María, la madre de los primos de Jesús, y Raquel la mujer de Zebedeo, vieron también que la piedra del sepulcro estaba recorrida. María Magdalena les dijo a sus amigas: “Pero si no nos hemos dormido. ¿Cómo es que la piedra está recorrida?”. Las mujeres sabían perfectamente que ni ellas ni los soldados se habían dormido. Los soldados no sabían arameo ni las mujeres sabían latín, y ni soldados ni mujeres sabían griego, pero todos entraron al sepulcro. Estaba vacío. Los lienzos de la cabeza, superior e inferior, estaban bien doblados en la cabecera, y a los pies las sábanas.

Uno de los soldados le dijo al otro: “Yo me quedaré aquí. Avisa al centurión Longino que el sepulcro está vacío, y dile, por favor, que no nos hemos dormido y que tampoco se han dormido las mujeres que se quedaron con nosotros toda la noche”. El soldado se fue al pretorio. Al guardia de la puerta le dijo que era urgente, que tenía que hablar de inmediato con el centurión Longino. Cuadrándose le dijo: “Mi centurión, la puerta del sepulcro está recorrida, y el cadáver del galileo ha desaparecido. Le aseguro, mi centurión, que no nos hemos dormido ni nosotros ni las mujeres. Nosotros podemos atestiguar que ellas no han recorrido la piedra ni se han llevado el cadáver. Y ellas pueden atestiguar que nosotros no hemos recorrido la piedra del sepulcro ni nos hemos llevado el cadáver. Los sacerdotes del templo van a decir que nos hemos dormido o que nos han coimeado. Ellos no nos van a creer. Espero que usted nos crea, mi centurión”.

Las mujeres de repente quedaron como extasiadas. Un resplandor las envolvió. Sintieron como una voz interior que les dijo: “¿Por qué ustedes están buscando entre los muertos al que está vivo? Vayan y digan que el Maestro está vivo, que ha resucitado como había dicho”. Las mujeres se fueron corriendo. María de Magdala, como alelada y llorando, con su frasco de perfume en la mano, iba de un lado a otro. Vio a un hombre, y pensando que era el cuidador del cementerio le dijo: “Si tú te lo has llevado, dime por favor dónde lo has puesto”. El hombre le dijo: “María”. En ese momento ella reconoció a Jesús y se acercó a él con la intención de abrazarlo. Jesús le dijo: “No me toques, María. Dile a Simón Roca que he resucitado”. Al ver que ella estaba sin moverse, como petrificada, añadió: “María. He resucitado. Estoy vivo. Diles a los compañeros que estoy vivo”. María, todavía como sonámbula, se retiró. Dio unos cuantos pasos y sonrió a Jesús. Y luego se lanzó a la carrera para anunciarles a los discípulos que el Maestro en verdad había resucitado. Cuando llegó al lugar de reunión vio que los discípulos rodeaban a las otras mujeres y les hacían preguntas. María de Magdala entró jadeando y gritó: “¡El Maestro ha resucitado! ¡Sí, ha resucitado! ¡Yo lo he visto!”.

Cuando las mujeres llegaron y dijeron que la piedra del sepulcro estaba recorrida y que en él no estaba el cuerpo del Maestro, los discípulos no les creyeron. Uno de los discípulos, Cleofás, habló a parte con su mujer, María, y le dijo: “Ustedes están soñando”. Luego buscó a su amigo Jonatán y le dijo: “La tristeza de la muerte del Maestro nos va a enloquecer a todos. No puedo soportar esta tensión. Me voy a ir a Emaús. Si quieres me acompañas”. “Me voy contigo”.

Emaús está a dos horas de camino de Jerusalén. Estaban los dos amigos caminando muy despacio y conversando sobre todo lo ocurrido. De pronto, se les acercó un desconocido y les dijo: “Disculpen si los molesto. Los veo muy tristes, como si les hubiera sucedido algo terrible”. “¿Algo terrible? ¿Eres tú el único que no se ha enterado de lo que ha pasado en Jerusalén?”. El desconocido dijo: “¿Qué?”. Lo miraron asombrados. Dijo Jonatán: “La muerte de Jesús de Nazaret, hombre que hizo maravillas ante los ojos de Dios y de los hombres, amado por la mayoría de los galileos y por muchos judeos, y muy respetado hasta por los griego y romanos. Muchos creíamos que restauraría el reino de Israel. Pero murió anteayer, mejor dicho lo mataron como si fuera un criminal”.

Cleofás añadió: “Mi mujer y otras mujeres pasaron dos días y dos noches frente al sepulcro y hoy han regresado diciendo que la piedra del sepulcro está recorrida y que el sepulcro está vacío. El cuerpo de Jesús no está allí”. Tomás lo interrumpió y dijo: “Esas mujeres están tan deshechas en sus almas, que están viendo visiones. La mayoría de los discípulos, hombres y mujeres lloran o están totalmente mudos. Nosotros nos vamos a Emaús porque ya no podemos soportar esta situación”.

El hombre, a la vez con seguridad y dulzura, se puso a explicarles algunos textos de los profetas y de los salmos, referentes al Ungido. Les dijo que dijeron claramente que el Ungido debía morir para pasar él y hacer pasar a la humanidad entera a la vida eterna. Cleofás y Jonatán, totalmente pendientes de sus labios lo escuchaban fascinados sin atreverse a interrumpirlo. Al llegar a Emaús Cleofás le dijo: “Mi señor, el día ya se acaba y pronto llegará la noche. Acepta mi hospitalidad y mañana temprano seguirás tu camino”. Pasaron de inmediato al triclinio donde fueron atendidos por un servidor, quien les ofreció pan y vino. Cleofás le pidió al forastero bendecir los alimentos. El forastero, con un pan en la mano levantó los ojos al cielo y recitó pausadamente la oración de bendición. En ese preciso instante, casi al mismo tiempo Josafat y Jonatán exclamaron: “¡Maestro!”. Nunca pudieron entender cómo repentinamente no lo vieron más.

Josafat y Jonatán regresaron a Jerusalén más corriendo que volando. Al verlos llegar, algunos de los discípulos, agitando las manos, les gritaron: “¡El Maestro vive!”. Ellos respondieron, también a gritos: “¡Sí, sí! ¡Lo hemos visto!”. Estaban en el triclinio, todos con su vaso de vino. Se oyó la voz del Maestro, suave y agradable: “La paz esté con ustedes”. Lo vieron, no dijeron nada, pero sus rostros se alegraron.

Al día siguiente Simón Roca convocó a una reunión en el triclinio solamente a los doce. Tomás no se presentó. Jesús Resucitado los saludó con su mirada llena de paz y ternura, y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Ellos se dieron cuenta de que no se trataba de un saludo convencional. Una paz y una alegría profundas inundaron sus corazones. Sin preámbulos sopló sobre ellos, y levantando las manos y los ojos al cielo, les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. Les doy el poder de perdonar los pecados de los hombres”. Y desapareció.

Al poco rato llegó Tomás, y muy excitados, sus compañeros le contaron lo que acababa de suceder. Los miró incrédulo. “Es imposible. Lo hemos visto muerto, deshecho, hecho un gusano como dice el salmo, no un hombre. Para creer tendría que tocar sus heridas”. Apenas terminó de decir estas palabras, cuando se oyó la voz de Jesús: “Tomás”. Tomás se arrodilló, y con lágrimas en los ojos y una sonrisa en los labios exclamó: “Señor mío y Dios mío”.

Al día siguiente Jesús llamó a Simón Roca. Con su mano derecha puesta en el hombro izquierdo de Simón, y mirándolo fijamente con amor, le preguntó si estaba dispuesto a comunicar a los hombres, juntamente con los demás enviados, el mensaje de salvación universal. Con gran paz en su corazón y en actitud humilde dijo Simón: “Sí, maestro”.

Poco después Simón Roca llamó a los otros diez: “Dice el Maestro que lo sigamos”. Subieron todos en silencio a la colina, siguiendo a Jesús. Mientras subían, Simón el guerrillero pensaba: “¿Establecerá ahora el Maestro su reino?”. Jesús se dio la vuelta, y sólo con su mirada le hizo entender que estaba equivocado. “Su reino no es de este mundo”, pensó Simón el guerrillero. Llegados ya a la cumbre de la colina, Jesús les dijo: “Amigos, hermanos, desde ahora, donde se encuentren en los caminos de la vida, comunicarán a los hombres lo que ya saben, que el Ungido vino al mundo, que murió, pero que sigue viviendo. Si comunican bien el mensaje, sus oyentes se convertirán en mis discípulos. Báñenlos invocándonos al Padre, al Espíritu Santo y a mí. Enseñen en todo el mundo lo que han aprendido conmigo por los caminos de Galilea y Judea. Estén seguros que yo estaré siempre con ustedes y con los que reciban su mensaje de salvación”. Dicho esto, desapareció de la vista de los enviados.



[1] Bar Mitsvá (Hijo de mandamaiento. El niño ya tiene la obligacón de cumplir los ritos religiosos).

[2] Familia que restauró el reino de Israel

[3] Yojanán (don de Dios).

[4] Sanedrín (Concejo y tribunal judío).

[5] Zelotes (guerrilleros).

[6] Goyim (gentil, pagano).

[7] Filipos (amante de caballos).

[8] Tanáj (Tora, ley; nebiím, profetas; ketubim, escritos, Sagrada Escritura)

[9] Prosélito (Pagano que se prepara para ser judío).

[10] Shalom. La paz.

[11] Tora (La ley. En griego el Pentateuco, colección de cinco libros: Génesis, Exodo, Levítico, Números y Deuteronomio).

[12] Yeshiva (Escuela de aprendizaje de la Biblia).

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