lunes, 12 de noviembre de 2007

LA VIRGEN ROBADA

En 1935 las tropas paraguayas, al mando del capitán Gaspar Benítez, tomaron sis resistencia alguna la hacienda de Santa Rosa. Era igual a cualquier hacienda del Paraguay, pero estaba totalmente desierta, abandonada, sin gentes ni animales. Nada faltaba en el comedor. Los dormitorios eran espaciosos, con cuadros religiosos y mecedoras. En todos los cuartos, y especialmente en la sala de estar, había muchos libros y revistas. Las camas estaban tendidas. No dijo nada al ver que los oficiales se echaban en las camas. En el salón principal, además de u cuadro del Sagrado Corazón, había retratos de antepasados y un piano, como en la casa de su tío Alejo.

A Benítez le dio un golpe en el corazón. Era como visitar su hacienda, o la de sus abuelos, o la de sus tíos o la de sus amigos. faltaba oir la risa de los niños y los ladridos de los perros. Salió de la casa y se dirigió a la capilla, cerrada con un grueso candado. Descerrajó el candado y entró a la capilla. Se sacó la gorra e hizo la señal de la cruz. Delante del altar había dos reclinatorios, como en la capilla de su hacienda de San Roque, en Paraguarí.

En el altar había una imagen de la Virgen María, muy parecida a la que tenían sus abuelos, sólo que mucho más chica: la Virgen con el Niño en el brazo derecho, una vela en la mano izquierda, y una caastita, con pichones que asomaban sus cabezas como para mirar al curioso que tenían al frente. Siguió examinando la capilla. En el lado derecho del altar habia una bendición papal: el retrato del papa Benedico XV, igual al que tenía en la capilla de su hacienda. La única diferencia es que estaba dedicada al señor Isidoro Hurtado y familia. Había también una imagen de San Antonio de Padua, vestido de azul y no de café, pero muy parecido al que había en la glesia de Psraguarí. En el lado izquierdo había una autorización de un obispo permitiendo la celebración de misas en esa capilla de Nuestra Señora de la Candelaria de la hacienda de Santa Rosa, como en la capilla de su hacienda. Había también una imagen de San Isidro Labrador, vestido como don Justino, el mayordomo de la hacienda de sus padres cuando él era niño.

Los soldados habían encontrado una cantidad impresionante de vino en una alacena. Dedicados a la bebida, uos dormidos y otro cantando, unos riendo y otros llorando, no se dieron cuenta de su presencia. Benítez salió al patio. Los soldados, agotados por la marcha, dormían en los corredores, en el suelo. El teniente Cabrera y el teniente Brito estaban echados, cada uno en una hamaca, fumando un cigarrillo y conversando. Brito, sin levantarse, le hizo el saludo miltar con la mano izquierda. Cabrera lo saludó amigablemente con tres movimientos de su mano. Benítez, sin pensarlo dos veces volvió a la capilla. Se llevó la imagen de la Virgen, pequeña y no pesada, y sin cubrirla siquiera, la llevó a su camión, y allí la envolvió con una camisa.

Se oían tiros de fusil, que llegaban desde lejos. Un soldado se acercó al camión y le gritó: "¡Están llegando los bolis!". Contestó Benítez, también a gritos: "¡Avise a los tenientes y a los sargentos. Ordenó a un cabo que tocara la campana, y él se puso a recorrer la casa de hacienda, tocando el pito. Se presentó el sargento Infante, y cuadrándose y con la mano derecha en la visera le dijo: "¡A sus órdenes, mi capitán¡". Dijo Benítez: "Vea si son muchos". Eso ya no era necesario. Ya se veían los camiones de vanguardia, y a ojos vistas, los paraguayos no podrían resistir a los bolivianos. Benitez dio la orden de retirada. Los soldados subieron atropelladamente a los camiones, algunos oficiales a sus caballos, y los soldados de infantería seguían a los camiones, abrochándose la casaca, corriendo despavoridos. Algunos solados paraguayos se detuvieron para hacer frente a los bolivianos, y ya se disparaban tiros también del lado paraguayo.

Llegaron los bolivianos tan rápidamente y en tan gran número, que comenzaron los paraguayos a entregarse prisioneros, manos en alto. El camión en el que iba Benítez no fue alcanzado. En la cabina estaban él y el chofer, y en la carrocería unos treinta soldados. No muy lejos del campo de batalla, uno por uno los diez camiones, faltos de gasolina, se detuvieron. Los turriles se habían quedado en la hacienda, y con el apuro, el chofer no pensó en llevarse uno. El teniente Cabrera se acercó en su caballo a Benítez, y éste, entregando primero su bulto a Cabrera, subió a las ancas del caballo. Con si precioso envoltorio en las manos, se alejó prontamente del campo de batalla.

1975. Gaspar Benítez apareció muy enfermo, con fiebre. Su esposa se alarmó y le dijo que iría de inmediato a Paraguarí a llamar al médico. Benítez le dijo: "No necesito médico. Quiero que venga un sacerdote". Su esposa se alarmó aún más. Mandó a uno de sus hijos a buscar al médico y al sacerdote. Ambos llegaron juntos. Cuando le avisaron que habían llegado el médico y el sacerdote, dijo Benítez: "Quiero que entre primero el sacerdote". Y le dijo a su esposa: "Quiero que estén presentes tú y los chicos, y nadie más".

Entró el padre Pinto. La esposa de Benítez dijo: "¿No será mejor que se queden ustedes solos?". Benítez dijo que no, que todos tenía que oir lo que tenía que decir. Dirigiéndose a su esposa dijo: "Cuando nos casamos ya estaba en la capilla la Virgencita de la Candelaria". Y luego, sin mirar a nadie, con los ojos cerrados, dijo que había robado la imagen de la Virgen de la Candelaria de una hacienda llamada santa Rosa, cerca de Charagua, en Bolivia, perteneciente a un señor Hurtado. Después de un largo rato de, mirando al sacerdote, a su mujer y a sus hijos dijo: "Es mi voluntad que esa imagen sea devuelta a la capilla de Santa Rosa, a la familia Hurtado. Después de un rato de silencio, pidió que salieran todos, menos el sacerdote. Se confesó, recibió los santos óleos y comulgó".

Un mes después sobrevino si muerte. En su testamento no se mencionaba a la imagen de la Virgen de la Candelaria, pero su esposa dijo con energía a sus jijos: "Todos nosotros vamos a ir a Bolivia, a devolver la imagen de la Virgen robada.

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